El demorado segundo largometraje cinematográfico de Guillermo Casanova tiene varios puntos en común con el primero, El viaje hacia el mar (2003). Como aquel, está ambientado en el interior y en tiempos pasados, factores que canalizan por partida doble la nostalgia por una cultura no cosmopolita, previa al avance de la globalización en las últimas décadas. Además de la nostalgia, esa inocencia suscita un humor tierno. Ambas películas tienen en común también una reverencia ante aspectos de la cultura uruguaya: las novelas de escritores locales en que se basan los guiones (en la anterior, Juan José Morosoli; aquí, Mario Delgado Aparaín), el teatro (representado por los actores del reparto y, en esta película, por el carácter de algunos monólogos y algunas características de la puesta en escena), el humor (las presencias en el reparto de Gustaf y Christian Font), la música popular (pretextos para insertar en la banda de sonido canciones de Jaime Roos, Eduardo Darnauchans y la Sonora Borinquen, además de la reiteración de Hugo Fattoruso como compositor de la música incidental, aquí junto a Daniel Yafalián).
En Otra historia del mundo hay, sin embargo, mucha menos unidad de estilo, de tono y de “grado de realidad” que en El viaje hacia el mar, y la fragmentación consiguiente, aliada a cierto espíritu libertario que domina la película, hace pensar en Mamá era punk. Es mucho menos radical que aquel histórico video realizado por Casanova en 1988, y quizá por eso más desconcertante, porque uno no llega a asumir totalmente una recepción por fuera del paradigma de narrativa clásica, pero tampoco encaja dentro de ese paradigma.
El inicio de la película tiene algo del tono de una comedia italiana de los años 70, a la manera de Amigos míos (1975), de Mario Monicelli: en este caso, dos amigos irreverentes que rondan los 60 años hacen travesuras peligrosas y complejas. Deciden, en plena dictadura, secuestrar los enanos de jardín del comandante local del Ejército, y simular que fue una operación guerrillera para lograr que se revoque la prohibición de que los boliches queden abiertos más allá de las 22.00.
Combinado con lo de comedia italiana, hay un evidente propósito alegórico, ya que el pueblito provinciano ficticio de Mosquitos, en el que se ambientan esta historia y otras de Delgado Aparaín, resume un panorama político del Uruguay dictatorial: el oficial autoritario, el soldadito que cumple órdenes, el funcionario alcahuete, el desaparecido, el intelectual rebelde y pícaro que hace resistencia cultural colando mensajes velados en las narices de las autoridades, la mayoría silenciosa y connivente, la intrépida pariente del desaparecido que lo busca en forma porfiada, el joven militar con sentido ético que termina desertando y denunciando la violación de derechos humanos.
Esa veta alegórica contribuye a desactivar la premisa por defecto de que un relato debe ser verosímil. Cuando Striga va en cana y desaparece, Esnal se encierra en su habitación con los enanos de jardín, refuerza el cierre de la ventana clavando unas tablas y permanece ahí un tiempo prolongado (lo suficiente como para que le crezcan uno o dos palmos de barba, pretexto para una secuencia de “paso del tiempo” muy parecida a la que hay casi al inicio de Apocalypse Now –Francis Ford Coppola, 1979– con Willard pirando en la habitación del hotel en Saigón). No hay consideración alguna sobre cómo hace para alimentarse y sostener su hogar, ni a que su protección es muy endeble, ni a que su “escondite” es el primer lugar donde alguien puede pensar en ir a buscarlo –su propia casa–, ni a que borrarse de esa manera, en un pueblito donde todos saben de la vida de todos, y siendo él el mejor amigo de Striga, más bien refuerza las posibles sospechas. Cuando Esnal decide salir de su encierro, regresa, con su nueva pinta de troglodita, al boliche del que solía ser habitué, y nadie le pregunta qué fue de su vida: tan sólo le sirven un trago. En otra escena, Anita Striga, hija menor del desaparecido, está por mudarse con la mamá para Montevideo. En la puerta del ómnibus toma la decisión de quedarse, se lo dice a su mamá, se despiden y esta sube para irse: la muchacha no hace nada por recuperar su valija (donde se supone que debe estar toda su ropa), no se sabe cómo hará para mantenerse, y la madre pequeñoburguesa asume con total ligereza, de un minuto para el otro, que una hija adolescente se vaya a vivir sola con su hermana mayor.
Luego de la primera sección, donde se presentan los personajes y se plantea la situación con Striga desaparecido, Esnal elabora el plan de dar unas clases de historia gratuitas para los lugareños. En esas clases, además de demostrar una erudición inaudita, va a deformar algunos hechos y a inventar otros, de modo que en todas habrá alusiones a Striga. Las clases en sí son tratadas con efectos visuales: algunos se explican parcialmente como parte de los artificios pedagógicos de Esnal (por ejemplo, las manipulaciones, en el retroproyector, de figuras recortadas); otros son directamente recursos fantasiosos de la película (por ejemplo, cuando se visualizan los embates entre cavernícolas como sombras grandes en la pared del aula). Durante esa sección, que ocupa la porción mayor del metraje y le da título a la película, se disipa toda tensión narrativa. Y a partir de ahí parecen abrirse las compuertas para elementos casi de realismo mágico: resulta muy vaga la causalidad entre las clases, la interpelación a Esnal y la crisis que se desata cerca del final. En el clímax, cuando una cantidad de pueblerinos decide ponerse la máscara del supuesto comando guerrillero de Mosquitos y se sube a un camión, el propósito alegórico supera cualquier consideración naturalista, una vez que su presencia ahí no cumple otra función que la de generar, para nosotros, una idea de rebelión colectiva, la noción de un “pueblo” que incluso hace algunos movimientos en forma casi coreográfica.
El equipo que realizó la película es muy capaz: están muy bien todos los actores importantes (y la expresión intensa de Roberto Suárez en su último plano, con emociones que tironean hacia lados opuestos de tristeza y alegría, es un momento especialmente entrañable). El fotógrafo brasileño Gustavo Hadba hace un trabajo convencional pero expresivo y bello. La eficacia de Casanova como cineasta es reconocida, al igual que la de Inés Bortagaray (La vida útil –Federico Veiroj, 2010–, Mi amiga del parque –Ana Katz, 2015–) como guionista. Muchas de las transgresiones al naturalismo y a la verosimilitud –las mencionadas y otras más, que tienen que ver con el contexto histórico y con ciertas ocurrencias medio abruptas– quedarían totalmente integradas en una pieza de teatro infantil, una película de Jean-Luc Godard o una de animación tipo El niño y el mundo (Alê Abreu, 2013), pero aquí surgen por fuera de un código preciso, y algunos espectadores pueden sentirlas como pifias. Pero, claro, uno siempre puede argumentar que codificar todas las transgresiones es una forma de conservadurismo, y que la gracia puede estar justamente en la ambigüedad, así que eso va en cómo lo tome cada uno.
Hay muchas cosas que son formas de comunicación cómplice con un público que comparta con los autores el espíritu libertario y antimiliquero, y que asuma que, en términos generales, la dictadura está mal. Hay un par de referencias casi didácticas de ese tipo con respecto al coronel Valerio: la esposa de este alude a los “amigos de Panamá” del militar (algo así, cito de memoria), y luego, en una discusión con Esnal, el propio Valerio hace una síntesis de su ideario hispanista, para exaltar la colonización española de América. En ambos casos, el sentido de esas referencias sólo va a ser aprehendido cabalmente por quienes tengan conocimientos de historia superiores al promedio; por lo tanto, la forma nada sutil en que esos temas están metidos en la historia no se justifica como algo didáctico: son tan sólo guiñadas entre compinches.
Hay terreno para discrepancias más inequívocas con el tono amable de la película. Queda claro que el propósito no fue hacer una obra amarga, hiriente o que insuflara ardores revolucionarios, sino algo más parecido a un tema de Canciones para No Dormir la Siesta, pero realizado en un contexto en el que no hay censura institucional. La manera que se encontró para llevar eso a cabo fue que todas las acciones de uno u otro lado sean medio inocuas. Esnal y Striga no dan muestras de tener un programa político más profundo que el de recuperar la posibilidad de empedarse libremente madrugada adentro: es eso, y ningún otro motivo que podamos captar, lo que los lleva a la broma con los enanos y el falso grupo guerrillero. La idea de arriesgarse así por una bobada es tan tonta y desquiciada que el desastre subsiguiente no es algo muy apto para suscitar indignación con los represores (uno puede pensar en el tipo de persona que decide bajarse del auto en una reserva de fauna y termina devorada por un león: y sí, qué pena, pobre tipo, pero ¡qué tarado!). Striga es capturado y desaparece, lo que es, sin duda, muy angustioso para todos quienes lo rodean. Pero luego él es recuperado, sin señales de haber sufrido nada más que un período prolongado de encierro y aislamiento (lo cual es grave, pero sabemos que muy a menudo pasaron cosas peores). La hija que interpela a militares y políticos no obtiene resultado alguno, pero tampoco es amenazada. Al final, para rescatar al prisionero basta que haya un militar joven con buena conciencia. El coronel Varela es caricaturesco y rígido, pero no es tan malo: parece honesto y sincero, y lo único que consta que hizo fue prohibir el funcionamiento nocturno de los boliches y –con alguna razón– meter en cana por subversivo al tipo que invadió una radio a mano armada para leer una proclama antidictatorial. La solución para todo son unas clases de historia creativas. Luego llega la democracia, todo se normaliza y, ya en los primeros meses del primer gobierno de Julio María Sanguinetti, los bromistas se sienten libres para seguir provocando al milico, quien súbitamente, al parecer, quedó desprovisto de todo poder.
Otra historia del mundo, dirigida por Guillermo Casanova, basada en la novela de Mario Delgado Aparaín. Uruguay/Argentina/Brasil, 2017. Con César Troncoso, Néstor Guzzini y Jenny Goldstein. Auditorio Nelly Goitiño; Daymán (Salto); Doré (Minas); Grupocine Torre de los Profesionales; Life Cinemas 21; Movie Montevideo y Punta Carretas; Municipal (Treinta y Tres) Visión (Fray Bentos).