En la mayor parte de su extensión, Rendición, la más reciente obra de Ray Loriga, ganadora del premio Alfaguara de novela 2017, es pura y dura ciencia ficción. Y lo de “pura y dura”, que puede sonar exagerado o hasta brutal, viene a cuento de que entre todas las modalidades más o menos distinguibles de la ciencia ficción, la que se vuelve notoria en esta novela está cerca del molde clásico, es decir, de la práctica del género que fue impulsada en Estados Unidos, desde 1938 y hasta comienzos de los años 50, por el editor y escritor John Wood Campbell Jr.

No es difícil encontrar las marcas de esa opción de género: la novela se instala en un futuro –impreciso pero futuro, a fin de cuentas– asolado por una guerra y, entre otras cosas, se nos cuenta que el conflicto redundó, al menos para el territorio en el que vive el protagonista al comienzo, en que desapareciera de la esfera pública una tecnología específica, el “WRIST” (“cuando suspendieron la red de pulso, cuando WRIST cortó definitivamente las comunicaciones. Antes, con mirarse uno el dorso de la muñeca, podía ver y escuchar en tiempo real a sus seres queridos [...], pero la luz azul que cubría la piel de la muñeca hace tiempo que está apagada”), que había sido de uso extensivo y formateador de las relaciones entre las personas. Está clara, entonces, la extrapolación tecnológica a futuro; ese WRIST, ya anulado en el presente de la novela, es una extensión de nuestros teléfonos celulares y nuestras redes sociales: se trata de un asunto de estos comienzos del siglo XXI, acaso el asunto de nuestro tiempo, y en el futuro de Rendición, simplemente, eso se terminó.

La guerra asuela las comunidades y la imagen tecnológica de la humanidad parece retroceder: la novela hablará de arar el campo, de trabajar la tierra y de problemas de las comunidades rurales, como si esa guerra imprecisa hubiese empujado al paisaje tecnológico muchos años atrás (y estos “retrofuturos” son, hasta cierto punto, moneda corriente de cierta ciencia ficción; el ejemplo de la prohibición de las computadoras y las inteligencias artificiales en la saga Dune, de Frank Herbert, está clarísimo, pero un poco más sutilmente, en todo caso, cabe pensar en las narraciones de JG Ballard acerca de catástrofes y su efecto en la civilización).

A la vez, cuando el protagonista, su esposa y el niño víctima de la guerra que han decidido cuidar son forzados a abandonar su casa y radicarse en una ciudad refugio/prisión, completamente transparente (como si ese WRIST fuera invocado nuevamente, de una manera más generalizada y terrible), el narrador se permite aludir a cosas que ha escuchado por ahí y que, en la lógica narrativa y expositiva de la ciencia ficción, funcionan como “explicación” o “justificación”, con un lenguaje cientifizante, de los hechos más llamativos de la trama: se hace énfasis en los procesos de reciclaje (“porque de la mierda que yo arrastraba, no sé bien cómo, sacaban después abonos y combustibles y material para la construcción, que por lo visto todo eso que parecía cristal estaba hecho de policarbono natural, y naturalmente extraído de la mierda”) y se ofrece una explicación química para el de otro modo inverosímil paisaje urbano, donde parecen reinar la buena onda (hasta cierto punto) y la colaboración.

Es cierto que las novelas de ciencia ficción clásica suelen explicar un poco más, pero en Rendición tenemos un narrador-protagonista que, como va quedando claro, tiene ciertas “limitaciones” a la hora de relacionarse con el estado de cosas y comprender lo que lo rodea, además de una educación igualmente limitada, de modo que difícilmente podría haberse incorporado una explicación más elaborada sin desentonar, romper la verosimilitud o, de hecho, aburrir al lector.

A la vez, nada en el fallo del jurado, en la contraportada de la novela o en algún otro paratexto concebible y diseñado por la editorial menciona la ciencia ficción; el gesto de inclusión con respecto al género está claro (hay marcadores claves ya mencionados: futuro, extrapolación tecnológica –sea en términos de avance, de retroceso o de ambas cosas, ya que los personajes están notoriamente empobrecidos en su vida tecnológica, pero no así la ciudad a la que van a parar–, acercamiento a una explicación de corte científico (tanto por lo ya citado como por el uso de ciertas drogas que alteran la emotividad de sus usuarios), pero se optó, a nivel editorial, por ofrecer acercamientos más canónicos, y así la novela queda presentada más bien como una “distopía” (y si bien la ciencia ficción se ha apoderado de alguna manera de ese género, es cierto que el relieve histórico y canónico de las distopías parece volverlas más respetables a los ojos de algunos lectores), y por lo tanto cobran un sentido muy marcado las referencias de la contraportada a George Orwell; por cierto, también es incorporado Franz Kafka, cabe pensar que en conexión con las pesadillas burocráticas de El proceso y El castillo.

No hay duda de que la novela es distópica, y de hecho es interesante la forma en que Loriga retoma tanto elementos de Orwell como de Aldous Huxley (control, vigilancia y drogas del bienestar), pero parte de la fascinación que genera Rendición tiene que ver con el mix propuesto entre esa matriz distópica, a la 1984 o Un mundo feliz, y la ciencia ficción con elementos de road movie posapocalíptica, un poco en la línea de La carretera, de Cormac McCarthy, además del modo básico de narrativa de exploración de una organización social bien definida, al estilo de Los viajes de Gulliver o, más cerca en el tiempo, de La república de los sabios, de Arno Schmidt. Que todo eso puede ser de alguna manera “englobado” por la ciencia ficción está claro –porque la ciencia ficción, más que un género bien definido y delimitado, es un campo de posibilidades narrativas–, pero no son menos claros el prestigio de ciertas etiquetas y las decisiones editoriales que las mantienen en movimiento.

La vuelta de tuerca

Sin embargo, hacia el final de la novela las cosas cambian, y la atribución a la ciencia ficción puede ser puesta en duda. Evidentemente, no conviene adelantar detalles de la trama en ese nivel (estamos hablando de las últimas 40 páginas), pero sí vale la pena señalar que el gesto de Loriga, al ofrecer una serie de elementos que problematizan todo lo leído anteriormente, es un recurso narrativo sumamente interesante, que termina por convertirse en uno de los puntos más altos de la novela. Si leemos esa “revelación” de un modo sencillo, entonces, la novela termina por decantar en el proceso de su protagonista/ narrador, que de pronto se vuelve mucho menos confiable de lo que habíamos imaginado, o de lo que el libro nos había llevado a aceptar como una (particularmente firme) hipótesis de lectura, que fue guiándonos página tras página.

En ese sentido, la novela podría cerrarse en torno a la construcción de este personaje: del resto, hacia el final, es poco y nada lo que podemos saber. Al comienzo lo vemos “en su elemento”, por decirlo de una manera consabida, seguro de sí mismo y capaz de influir marcadamente en su entorno, pero pronto vamos entendiendo –mediante sus razonamientos, presentados como subyacentes a una prosa rotunda y asertiva– que esa seguridad y ese aplomo tienen mucho de cautela, de prejuicios y de miedo; y ya en las páginas instaladas en la ciudad transparente, tales facetas de debilidad son llevadas al primer plano. Todo el libro, entonces, puede leerse como un proceso de decadencia, una disolución del personaje enérgico y voluntarioso de las primeras páginas.

Pero Rendición –y esto sin duda le suma puntos– tampoco permite la comodidad de una conclusión tan rotunda: el uso de drogas que alteran la emotividad y en menor medida la conciencia –en la ciudad transparente, se nos cuenta, todos beben un agua que los limpia de olores corporales y de malos pensamientos–, ayuda a volver más bien indecidible la cuestión, un poco al estilo de la película La isla siniestra (2010), de Martin Scorsese, o acaso más notoriamente aun. Si el narrador no es confiable, cabe preguntarse a partir de qué momento debemos considerar que lo que nos cuenta es dudoso o simplemente falso, y según donde ponga el lector ese umbral, la ubicación de la novela se resolverá entre la ciencia ficción distópica del comienzo y una suerte de narrativa “psicológica”, con no pocos grados intermedios.

La brevedad del libro (210 páginas de letra grande, con buenos márgenes) contribuye a resaltar –por su intensidad, su economía y las características cuidadas y austeras de la prosa– ese costado de nudo o trampa conceptual, y así Loriga logra, de paso, que elementos que podrían parecer consabidos o clichés (ciudades de cristal, vigilancia permanente, el bienestar como arma de manipulación) terminen por articularse –y acá, quizá, habría que pensar en el pop– en un libro de interés, que permanece en la memoria del lector y reclama relecturas.