Vamos a empezar por desprendernos de lo más obvio. Sí, Stoner es una novela sobre un personaje gris, un perdedor sin mística, un hombre que sólo alcanza a sostener una difusa resistencia pasiva, completamente incapaz de luchar por quienes ama. En tanto novela, sigue el recorrido lineal –por decirlo de alguna manera– de una biografía de ese protagonista, en tanto arranca hacia el fin de la adolescencia del Stoner del título y se prolonga hasta su muerte. Además, no es una obra imaginativa, no incluye hechos extraordinarios ni interesantes en sí mismos (está todo lo trivial, lo esperable, lo ordinario: celos, rivalidades, amargura, derrota): sólo el relato de esa vida tan mediocre que el término “trágica” le queda grande, la de un académico de medio pelo al que le cagan la vida hasta que se muere. Fin.

La primera pregunta, entonces, podría ser si sus enormes logros técnicos justifican que se la piense como una “obra maestra” –eso dice Rodrigo Fresán en uno de los tantos blurbs o elogios incorporados a la reciente edición de la editorial argentina Fiordo–. Que esos logros están ahí es indudable; John Williams dispone el relato desde una distancia minuciosa (recreada de manera espléndida por la traducción del recientemente fallecido Carlos Gardini, uno de los escritores de ciencia ficción y fantasía más importantes de Argentina), y la mantiene a lo largo del libro con un pulso que por momentos parece sobrehumano, a la vez que rehúye con elegancia el sentimentalismo o incluso los trucos más baratos del oficio de novelista, entre ellos, el más esperable de la creación de atmósferas (hay, en realidad, una sola, y podría pensarse que es la que decide todo el libro: cuando el protagonista entiende, epifanía mediante, que ha de dedicarse a la literatura, después de presentir su destino en las palabras que se aglomeran en un soneto de Shakespeare), y también el de las vueltas de tuerca y las sorpresas. De hecho, para una novela que sin duda pertenece a esa clase de literatura que se apoya ante todo en la caracterización, Stoner puede pasar por una obra tramposa; en la tradición de cierto minimalismo anterior y posterior a la década de 1960 (cuando Williams escribió el libro, y cosechó un mínimo éxito de crítica y lectores; se puede buscar en internet la curiosa historia de sus reediciones), ya que hay momentos en los que lo no dicho y lo oculto se vuelve fundamental: algunos datos sobre la infancia de los principales personajes y sobre los vínculos de estos con sus padres, por ejemplo, podrían haber sido adelantados por novelistas más ansiosos, pero Williams prefiere apuntar a cierta incertidumbre (a ciertas “trampas”, cabe añadir), y así logra que, aunque su protagonista carezca de un interés evidente, la novela llegue a tocar cierto misterio: sus personajes son, trivialmente, caricaturas de papel y tinta, pero en su funcionamiento hay una zona ciega, un elemento que nos es negado y en el que terminamos por depositar nuestra curiosidad y nuestras ansias de crear hipótesis, como si en ese allí de lo no dicho estuviera la clave de por qué Stoner y su esposa son como son.

¿Queda justificado entonces lo de obra maestra? La pregunta, así formulada, es irrelevante; cada uno sabrá qué busca en la literatura a la hora de pensar en la excelencia, y no cabe duda de que una novela como Stoner, maravillosamente bien escrita, ha de abrirse camino hacia ciertas sensibilidades que la ponderarán hasta el infinito. Acaso sea más interesante preguntarse cómo es que esta novela casi olvidada de la literatura estadounidense de los años 60 (esa década que produjo obras tan brillantes como Ubik, de Philip K Dick; La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon; A sangre fría, de Truman Capote; La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K LeGuin; La máquina blanda, de William Burroughs; Trampa-22, de Joseph Heller; o Matadero cinco, de Kurt Vonnegut) alcanzó esta suerte de boom de popularidad pasada la mitad de la segunda década del siglo XXI.

Cabría pensar en una historia posible de la sensibilidad literaria en las últimas décadas, en la deriva del realismo minimalista, en el lugar del artesanado formal como valor literario y en aquello que señaló Juan Forn en su nota sobre Stoner para el diario argentino Página 12 (publicada el 4/3/2016): “la vieja idea de que la literatura ayuda a entender la vida” y su lugar central en la novela de Williams, en la que el camino del protagonista queda cambiado para siempre por un acto de lectura. ¿Cabe añadir que, en tiempos de presunta y repensada decadencia de las humanidades, esta novela ofrece el destino ejemplar de un amante de las bellas letras que sirve humilde y estoicamente a su profesión, alguien a quien acaso sea el ejercicio de esa pasión literaria lo único que “lo salva”, en un mundo hostil e implacable de colegas detestables y esposas histéricas? Esa idea de la salvación, por supuesto, pertenece a la lógica de muchos defensores de las humanidades, y si bien John Williams es más astuto que ellos, quizá él y los humanistas comparten –desde lugares algo distintos– ciertas creencias fundamentales, esas que cabe encontrar en el entramado de Stoner y a las que no faltará quien quiera enarbolar en estas épocas.

Dicho todo esto, voy a confesar que terminé el libro con lágrimas en los ojos, algo que no suele pasarme por fuera del círculo de las lecturas o lugares literarios a los que regreso invariablemente. En ese sentido, si se tratara de señalar una única virtud de Stoner como novela, habría que pensar –y esto es, por supuesto, un logro técnico ante todo– en la manera fría e inexorable con la que golpea, que por momentos hace parecer a Onetti el guionista de la más barata y efectista de las telenovelas lacrimógenas. Entonces, quizá todas las novelas que listé más arriba sean más memorables o estén llamadas a un diálogo más persistente con los lectores (los de siempre y los nuevos), pero Stoner ofrece una experiencia de lectura tan rica y densa como cualquiera de ellas, y quizá no tenga sentido pedirle lo que sí les podemos pedir a las novelas de Pynchon o William S Burroughs (y se lo hemos pedido, y han cumplido).

Entonces, si se piensa que el artesanado (esa sabiduría técnica, digamos) es un valor fundamental, la de Williams es, qué duda cabe, una obra maestra. Por otro lado, a quienes esperan de las novelas la exposición sólida y verosímil de “casos” humanos –esa “sabiduría humana” que le asigna uno de los blurbs de la edición de Fiordo–, seguramente Stoner les resulte un libro magistral. Pero si se lo lee un poco más de cerca, y se aprecian sus ocultamientos y misterios, queda clara su naturaleza astuta, tramposa; en opinión de este reseñista, es precisamente allí –y se trata también de un logro técnico– donde está su mayor interés.

Dicho de otro modo: después de décadas de idas y venidas, Stoner logró finalmente engañarnos a todos. Celebrémosla, entonces.

Stoner, de John Williams. Fiordo, 304 páginas.