El mundo cinematográfico se vio recientemente sacudido por la controversia, ocasionada en Cannes, causada por la decisión de colocar entre los competidores por la Palma de Oro a dos films de Netflix que se saltearon sus estrenos en salas comerciales. El problema con estas producciones directamente llevadas a streaming estriba en que, al no circular por salas, se saltean varios impuestos incluidos en el precio de las entradas, que nutren el financiamiento de muchas cinematografías nacionales. ¿Uberización del cine? ¿Incapacidad de adaptarse a un escenario cada vez más diverso, con crecientes alternativas a las formas clásicas de vivir lo cinematográfico? Por fuera de estas preguntas, una de las películas en cuestión era Okja, dirigida por el surcoreano Joon-ho Bong, que, más allá de esas controversias, fue una de las obras más comentadas y discutidas en el último mes.
Bendito guiso coreano
El motivo principal por el que esta película da tanto que hablar es que mucho de lo que podríamos encontrar molesto o fallido en otras funciona de maravilla en Okja. En primer lugar, hay un asunto espinoso alrededor del tono: detrás de la epidermis infantil y a lo Disney de la relación entre una niña y una gigantesca mascota (una especie de megachancho, producto de la ingeniería genética, con el hocico de un perro y la complexión física de un hipopótamo), circulan elementos disruptivos propios de un cine más orientado a un público adulto. Entre los elementos que podrían tentar a los evaluadores a cambiar la calificación de “apta para todo público” están las puteadas, la violencia (hay, si bien elípticamente tocada y realizada entre animales, una escena de apareamiento forzado tratada como una flagrante violación) y una referencia directa a campos de concentración que puede garantizar, a un infante, una perplejidad angustiosa equivalente a tres o cuatro muertes de la madre de Bambi.
A esa extraña indefinición de tono la complementa una rocambolesca fusión de géneros: el formato de película de aventuras a lo Steven Spielberg se entremezcla con un estilo de ciencia ficción y grand guignol, y con elementos de crítica y sátira política que por momentos se ubican en un terreno limítrofe con la propaganda.
Además de esa llamativa aleación entre diversos géneros, Okja incluye referencias a otras películas que a veces resultan más que evidentes: la niña durmiendo sobre la panza de la inmensa criatura en realidad puede considerarse, más que una referencia, un homenaje a Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988); los villanos en el film –y sobre todo, el modo en que se muestran públicamente– parecen salidos de la saga de Los juegos del hambre; el frente de liberación animal (ALF, por sus siglas en inglés), comandado por Paul Dano –un actor que parece agregarles a todos sus roles, de forma inconsciente, un filo tan psicótico que resulta hipnotizante–, tiene mucho de los torpes grupos subversivos de Delicatessen (Jean Pierre Jeunet, 1991) y Brazil (Terry Gilliam, 1985); ¡hay incluso una referencia directa a la declaración de amor del personaje de Andrew Lincoln en Realmente amor (Richard Curtis, 2003)!
Ese estilo canibalístico y travestido suele ser manejado con mayor cautela en el cine de Hollywood, pero en el asiático circula con mucha mayor liviandad. Basta con repasar filmografías de autores como Tsai Ming Liang, Takashi Miike o Kim Ki-duk para descubrir rápidos cambios de vagón: uno puede estar inmerso en un dramón y de golpe toparse con un chiste escatológico, o ver una escena de acción terraja cortada abruptamente por una delicadeza sutil e impresionista (algo que no sólo tiene que ver con la compleja apropiación cultural de elementos de Occidente, sino que es inherente al teatro y a la cultura popular asiática en general). En este sentido, Okja es un film profundamente coreano. Sin embargo, siempre está jugando –literalmente– con los aciertos y problemas de traducción entre lo oriental y lo occidental.
El encanto de un ojo amoratado
La flamante especie de megacerdos promete, por su tamaño y calidad de carne, ser una gran solución al problema del hambre mundial. O al menos eso dice Lucy Mirando (Tilda Swinton), cabeza de un conglomerado industrial heredado de su padre (la referencia a Monsanto es casi una obviedad), que quiere distanciarse de la imagen negativa de su antecesor y su hermana (también interpretada por Swinton) generando un concurso mundial de cría de los animales, en el que participan tanto especialistas como simples campesinos. La joven Mija (Ahn Seo-hyun) tiene, junto a su abuelo, la responsabilidad de criar a Okja, una hembra que, lejos de estar sometida a constantes controles de calidad, vaga libremente por unos hermosos y deshabitados campos montañosos. Todo cambia cuando culminan los diez años de crianza establecidos en el concurso, y se anuncia que Okja es el espécimen ganador. Al comienzo Mija está deslumbrada por el interés de la televisión, pero pronto descubre que la idea es llevarse a la megacerda –su única amiga– a Nueva York, con fines de promoción, y que probablemente se convierta en un suculento platillo.
A partir de entonces, lo que todos podemos prever: la agitada búsqueda y rescate de Okja, un animal que por su tamaño y torpeza es imposible ocultar.
El elemento más poderoso de la película es el efectivo pulso con que Joon-ho Bong lleva a pantalla las escenas de persecución, casi todas al son de la circularidad de una música balcánica al mejor estilo de Emir Kusturica. En especial, el pasaje en el que un plano cenital juega con el aplanamiento de perspectivas entre un camión (al ras del asfalto), que lleva a Okja, y Mija persiguiéndolo en paralelo a través de unas elevadas escaleras es de una maestría cinematográfica sorprendente, como si se hubiese logrado llevar a escala humana la famosa escena de escape de Tintín en El secreto del Unicornio (Spielberg, 2011).
Un detalle, en apariencia simplísimo y casi banal, da la pauta de lo que diferencia a Okja de la mayoría de las películas del ramo: al final de una de las persecuciones, Mija termina irrumpiendo con su mascota dentro de una veterinaria. Una consecuencia de esto es un notorio ojo en compota, que la chica conserva durante el resto del metraje. Pocos films –y menos aun entre los que se presentan, más allá de la mencionada mezcla de géneros, con un perfil de aventuras para niños– se animarían a sacrificar la belleza de la protagonista para mantener ese detalle.
Capitalismo con rostro humano e inhumano
Más allá de todos esos detalles, Okja es un film evidentemente ideológico. Además de referencias políticas actuales (hay un guiño a la famosa imagen de Barack Obama y Hillary Clinton observando en tiempo real el asesinato de Osama bin Laden), es claro el intento de poner sobre el tapete el conflicto entre las políticas biempensantes del capitalismo cultural en el último milenio y el capitalismo explotador y autoevidente del pasado siglo. Pronto nos damos cuenta de que las hermanas gemelas interpretadas por Swinton son, más que dos personajes, las representaciones de dos modelos de explotación en pugna. Toda la neurosis de Lucy, su anhelo por desmarcarse de su padre y la fobia a su hermana no sólo son parte de la biografía íntima del personaje, sino también características que hoy podemos ver tanto en los explotadores como en el pensamiento consumista.
Es interesante (quizá es aconsejable que quienes no vieron la película pero quieren hacerlo se salteen este párrafo) notar que la propia Okja, pese a ser la ganadora del concurso, no tiene un valor intrínseco. Tal como lo develan los integrantes del ALF, no se trata de un ejemplar único, y ni siquiera del mejor de una especie única, sino que desde hace mucho tiempo se venían produciendo megacerdos en diversos laboratorios ocultos. Toda la película circula alrededor de esa gigantesca nada, esa distracción de mago que significa Okja. Es quizá una de las formas más evidentes de exponer al capitalismo cultural actual: uno no compra sólo el producto, sino también la experiencia y la salvación ante la culpa consumidora. Al final, esa salvación se encuentra poniendo en juego la retórica del anterior modelo capitalista: de golpe la protagonista –como el propio film– llega a una extraña revelación cínica: la de que, en definitiva, todo es comprable e intercambiable, pese a lo mucho que trató de ocultarnos eso el modelo capitalista actual. Es un momento complicado, en el que uno puede descubrir que hay un valor ético en el retorno a la antigua transparencia del sometimiento: la necesidad de descubrir en su posición de amo a nuestro amo, de sabernos consumidores cuando consumimos.
Fuera de esa extensa escala de grises, hay un aspecto de Okja que resulta mucho más directo y evidente: la película es un vehículo propagandístico para denunciar los horrores del maltrato animal y de la industria cárnica. Para muchos, en el propósito directo y obvio de este mensaje está la falencia principal de la obra, pero hay algo interesante en el giro que implica buscar la empatía del espectador mediante la denuncia de un hecho real pero con un ser ficticio como víctima. Es como si el director hubiese intuido que las conocidas filmaciones de animales vejados o masacrados en mataderos y laboratorios no es suficiente, que hay algo en ellas que va perdiendo efecto y valor de shock justamente por su realismo. La utilización de un animal nunca visto sirve para llenar de más fantasías y empatía lo que muchas veces vemos apenas como un objeto comestible, radicalmente desubjetivizado (pensemos en una vaca, en su mirada que percibimos como impertérrita mientras mastica forraje).
El centro fascinante de la maquinaria ideológica detrás de Okja estriba en eso: en la necesidad de salvarnos del engaño de lo único, lo mágico y lo querible, cuando detrás del telón fantasioso está lo seriado e intercambiable; y, a su vez, la nunca tan clara imperiosidad de la fantasía en territorios tradicionalmente peleados por el realismo.