Siempre es saludable encontrar obras de ficción ambientadas en décadas pasadas, de tono realista, que escapen a la construcción hegemónica –o por lo menos consensuada, si no queremos ponernos tan drásticos– que ha construido una sociedad acerca del clima o los hechos de ese tiempo histórico. Y si esa década es la del 70, el hecho resulta aun más importante, porque sobre aquellos años tan convulsionados del país se ha vuelto una y otra vez, intentando generar relatos que no fue posible articular en tiempo real, buscando la verdad sobre los hechos, intentando entender lo que pasó para aprender de los errores y no volver a tropezar con la misma piedra. Pero por algún motivo (o varios), se ha homogeneizado la narrativa sobre los años del terrorismo de Estado y la dictadura cívico-militar, la estructura social, la vida pública y privada de las personas, los hábitos y los consumos culturales en ese período, y se corre el riesgo de que los años 70 sean entendidos sólo desde la perspectiva de un montevideano hombre, de izquierda, universitario u obrero sindicalizado, de clase media. Afortunadamente, ese molde se ha empezado a romper, pero todavía persiste la sensación de que toda la población uruguaya en los 70 se vestía con pantalones Oxford y chaqueta de cuero, piró cuando vio la película de Woodstock, escuchaba a Joan Baez y Daniel Viglietti, militaba en el sindicato, en el gremio de su facultad o en algún comité de base del Frente Amplio, se vio conmovida con el mayo francés y antes por la Revolución Cubana, y concurría en masa a las manifestaciones contra las medidas represivas de los gobiernos de Jorge Pacheco Areco primero y de Juan María Bordaberry después. Pero todos sabemos (o intuimos) que eso es lo que le pasaba a una parte de la población, pero que otra parte, por más que a muchos les pueda incomodar, vivió aquellos años lamentables de otra forma. En la literatura no ha sido fácil encontrar esos otros relatos: podríamos mencionar la inoxidable novela La balada de Johnny Sosa (1987), de Mario Delgado Aparaín, o, más recientemente, la narrativa de Gustavo Espinosa. Ahora podemos agregar a la lista a Juan Estévez, que actualmente reside en Villa Soriano y ganó el último Premio Nacional de Literatura con su novela Entusiasmo sublime.

Esta novela sigue a Iván desde una niñez de pobreza en Mercedes hasta su juventud, pasando por San José, Fray Bentos y Buenos Aires. Por supuesto, son años agitados de ambos lados del Plata, en todas las ciudades por las que el personaje pasa, pero el autor logra, de forma muy certera, que ese contexto no sea una presencia constante, sino algo que, si bien determina algunos ambientes y decisiones, y por momentos influye mucho en la situación de los personajes, en otros momentos está por completo ausente. Para los pobres –y en este caso pobres del interior, que suelen ser invisibles en los relatos hegemónicos–, el día a día está determinado por la supervivencia, por intentar comer algo, mantener a la familia y encontrar la mejor forma de dormir. Y no por frivolidad o egoísmo, sino porque se trata de personas en una situación extrema que deben resolver sí o sí. En ese sentido, por ejemplo, entrar al Ejército es una forma de parar la olla, y aquí aparece una variante importante del relato más consensuado: no todos los milicos estaban a favor de la dictadura o eran sus cómplices. Admitirlo puede ser duro y desarmar convicciones que creíamos inalterables, pero agrietar el núcleo duro de una sociedad es una de las funciones de la literatura. Se podría alegar que la dictadura siempre está y que la miseria no es ajena a un sistema socioeconómico perverso, o que cuando un soldado ve lo que sucede en los cuarteles y no hace nada ya es cómplice, pero en cuanto a la situación de quienes se centran en sobrevivir y en una de esas se meten de milicos, el régimen es sólo un telón de fondo, en algunos casos insignificante.

No es entonces una incoherencia que, en plena dictadura, un milico escuche a Los Olimareños, ayude a Sendic a escapar de un operativo o se junte con un viejo anarco a matear y hablar de Kropotkin. Hay seres complejos viviendo un momento complejo en un lugar complejo; no debería extrañarnos, pero nos hemos acostumbrado a encontrar, en la mayoría de los relatos sobre aquellos años, personajes llanos y sin profundidad, héroes y villanos de película. Los de Entusiasmo sublime son de un realismo desbordante, impredecibles e imperfectos, y viven una realidad disparatada y terrible.

La novela plantea también un enfoque realista sobre el exilio que puede resultar incómodo: no hay sólo gente que se va de Uruguay por razones políticas, sino también otra que, como sucede todo el tiempo, se toma el palo para ver qué onda en otro lado. Iván se va para Argentina –una tentación muy fuerte para alguien que vive en Fray Bentos– y allí no sólo se relaciona con uruguayos que dejaron nuestro país por cuestiones políticas, sino también con otros que lo hicieron por razones económicas, para probar. Obviamente, está la dictadura, hay tupamaros, montoneros y resistencia clandestina, pero eso es como un aroma que viene y va, presente pero no omnipresente.

Quizá los mayores méritos de Entusiasmo sublime estén en ese modo de reconstruir una época desde los pequeños detalles, esquivando obviedades y presuntas verdades absolutas, para ubicar en ese ambiente las historias de seres marginales, olvidados por el poder central, que en su necesidad de sobrevivir se involucran en decisiones y acciones a veces insólitas. Pero la novela también tiene sus problemas, y vienen por el mismo lado.

Cuando la narración se mueve en un contexto difuso, esmerilado, el lector se va metiendo, inevitablemente, en la misma atmósfera suburbana que los personajes, respira su aire. Sin embargo, algunos intentos de dejar las cosas más que claras rompen ese pacto de ficción, esa hipnosis. Es al comienzo cuando más problemas hay en ese sentido; con un par de referencias ya era posible entender que se trata de los años 70 (además, cada capítulo está fechado), pero se insiste mucho en la mención de marcas, objetos, canciones y grupos musicales, y eso distrae. Sucede lo mismo, quizá de modo más evidente, con la caracterización del contexto socioeconómico de los personajes. Sabemos que viven en una situación de pobreza, nos damos cuenta rápidamente de que la infancia de Iván fue carenciada, y además el autor deja claro que es distinto ser pobre en Montevideo que en el interior, y que no es lo mismo hoy que hace 40 años. Sin embargo, se insiste una y otra vez (en uno de los capítulos, incluso hasta el hartazgo) con elementos que acentúan esa pobreza, y esto no genera compasión ni identificación, sino que puede incluso llevar al tedio. Situaciones interesantes y momentos importantes de la historia se terminan reduciendo a un repertorio de golpes bajos sobre la pobreza, sin potencia narrativa, que no aportan variantes significativas al relato. Hay historias atractivas a las que muchas veces se les apaga la llama cuando el narrador contextualiza en exceso. Hay sí, y esto es necesario destacarlo, una notoria honestidad y un claro conocimiento. Sabido es que no hace falta haber sido pobre para hablar con propiedad sobre la pobreza, pero en la literatura rioplatense sobre ambientes o personajes marginales, e incluso en el cine de los últimos 30 años de estos países, se ha visto mucho el problema de autores que intentan crear sus relatos en forma hiperrealista, pero demuestran por todos lados que no tienen idea acerca del mundo de sus personajes, o destilan cierto aire de superioridad clasista. En este caso, se percibe que Estévez conoce a sus personajes y al ambiente en que se mueven, lo cual es un tremendo punto a su favor. El tema es que quizá se haya excedido al plasmar ese conocimiento en el relato.

En definitiva, Entusiasmo sublime se puede encuadrar en un tipo de narrativa marginal respecto de presuntos centros, cercana a la desarrollada desde hace unos años por el mencionado Espinosa, con personajes que están al borde del borde, aunque quizá el peso de rasgos de oralidad en la narrativa de Estévez lo acercan más a obras como El inglés (2015), de Martín Bentancor. Una saludable pedrada a cierta forma de entender la literatura y los relatos sobre el pasado reciente. Una novela honesta y dura, que podría haber sido más visceral y potente si no hubiese buscado con tanta insistencia dejar claro su proyecto.

Entusiasmo sublime, de Juan Estévez. Estuario, 2017. 143 páginas.