El término anime abarca toda la producción de de animación para cine y televisión hecha en Japón, país con una particular pasión por ese lenguaje audiovisual. Las variables del anime son incontables, pero en Occidente la palabra remite por lo general (dependiendo de la edad) a series televisivas ya lejanas en el tiempo (Meteoro, Astroboy) o a los maravillosos productos de Hayao Miyazaki y el Studio Ghibli. Sin embargo, para muchos se asocia sobre todo con algunos films o series de fantasía y ciencia ficción que tuvieron su auge en los años 90, y revelaron que, además de la producción orientada al público infantil, había un anime de tono mucho más adulto, que se destacaba por sus historias hiperbólicas e hiperviolentas, próximas al cyberpunk como Ghost in the Shell y Akira, o a la fantasía heroica y el cine de artes marciales como Ninja Scroll, Vampire Hunter D y Blood.

Al público de esa última clase de productos apostó Netflix, de modo algo temeroso, con Castlevania, su primera producción propia en el terreno del anime, que con cierta lógica globalista no es una serie “japonesa” más que en su inspiración estética y temática, ya que se basa en un exitoso videojuego japonés que estaba, a su vez, situado en Occidente, y hacía uso de una de sus historias de horror más tradicionales, la del conde Drácula: excelente ejemplo para entablar una de esas discusiones bizantinas sobre apropiación cultural que se han vuelto frecuentes entre gente con mucho tiempo libre.

La intención de Netflix parece emular en parte lo logrado hace poco más de diez años por Nickelodeon con la perfecta serie Avatar (continuada en La leyenda de Korra), que imitó a la perfección el estilo y el espíritu de algunas creaciones de Studio Ghibli, aunque fue producida y escrita del otro lado del mundo. Pero si aquella era una obra orientada a un público infantil y adolescente (aunque totalmente disfrutable para un adulto), Castlevania es, por su nivel de violencia y su lenguaje, algo evidentemente pensado para una audiencia mayor, o al menos más morbosa.

La historia adapta libremente la de Castlevania III: La maldición de Drácula, juego editado en 1989 que, como el resto de su serie, se inspiraba en las historias de horror de la compañía Hammer y sus eternos combates entre distintas encarnaciones de Drácula y de los cazadores de vampiros. En este caso, se ubica en el siglo XV, cuando un retraído y todopoderoso Drácula sale de su aislamiento para vengarse de Valaquia (la región sur de Rumania), luego de que la iglesia católica quemara a su esposa, una científica a la que acusaba de bruja. Ante el ejército de seres sobrenaturales que conjura para su venganza, la iglesia recurre a Trevor Belmont, un perseguidor de demonios cuya familia también había sido víctima de la cacería de brujas católica. La serie, compuesta por cuatro episodios de menos de media hora cada uno, parece más una introducción que una temporada propiamente dicha y perfectamente podría haber sido presentada en formato de largometraje. Con una segunda temporada ya confirmada, funciona más que nada como gancho para desarrollos futuros, limitándose a presentar la historia y los personajes.

El estilo visual deliberadamente retro, tanto en la técnica de animación como en la estética del dibujo y los personajes, apela a los amantes del tipo de anime antes descrito, y a la vez a los de los cómics de fines del siglo XX (posiblemente el mismo público), al jugar su principal carta al guionista-adaptador Warren Ellis, uno de los grandes nombres de la generación de artistas ingleses (Neil Gaiman, Alan Moore, Grant Morrison) que en los 90 protagonizó en el mundo del cómic el equivalente a las “invasiones británicas” musicales de los 60, revolucionando el género –dentro de sus vertientes comerciales– en el mundo entero. Ellis se destacó en particular por la serie Transmetropolitan, una divertidísima fantasía cyberpunk inspirada en los escritos y la personalidad de Hunter S Thompson, y su estilo irónico, contestatario y violento es rápidamente reconocible en los diálogos y en el carácter antiheroico de los personajes. Ni su Drácula, un monstruo vengativo pero sufrido y justiciero, ni su Belmont, renuente al combate y afecto a la bebida, son personajes en blanco y negro; el guionista parece reservar su hostilidad para la iglesia, los nacionalistas y el populacho que los sigue. En cierta forma, juega bajo las nuevas reglas posmodernas para héroes y villanos, y muchas de las situaciones son más bien esquemáticas y anticuadas, pero es un buen escritor y no sólo riega el asunto con diálogos filosos, sino que además esquiva varias veces el cliché, con resoluciones inesperadas. La mayor originalidad está en lo referido a la violencia, que va in crescendo y llega a niveles delirantes. El dibujo es más funcional que creativo, pero resulta efectivo, algo que no puede decirse siempre del sonido y particularmente de las voces, que van de lo previsible a lo inexpresivo, y en algunos casos a lo francamente malo. Se recurrió a nombres conocidos del cine, pero sin mucha puntería: por ejemplo, Belmont se le asignó al actor inglés Richard Armitage, que interpretó al príncipe enano Thorin en la trilogía de El hobbit, de Peter Jackson, pero su desempeño vocal suena desganado, gangoso y sin una buena conexión con el personaje.

No es mucho más lo que se puede decir sobre Castlevania, que es entretenida pero casi parece un trailer o el primer episodio largo de una serie cuyo desarrollo podrá evaluarse recién dentro de un año. Es atractiva pero con gusto a poco, aunque de cualquier forma eso va a ser irrelevante para el público al que está destinada, que posiblemente ya la haya devorado mucho antes de leer esta reseña.

Castlevania

Dirigida por Sam Deats. Guion de Warren Ellis. Netflix. 2017.