“Descubre el verdadero rostro del héroe” es el eslogan de esta película, un llamador un poco engañoso, aunque excusable. El asunto del “verdadero rostro” surge recién a los 40 minutos de metraje, cuando seguimos, durante menos de diez minutos, la historia de cómo Osvaldo Aren le encargó al eminente artista forense estadounidense Stephen Mancusi una semblanza de José Artigas desde un ángulo frontal, que se muestra con cierta solemnidad durante medio minuto, con un zoom out desde los ojos y acentuado con música incidental. Es la obra de un artista no comprometido por la necesidad de enaltecer al prócer y acostumbrado a manejarse con criterios científicos, pero los márgenes de certeza que manejó no eran muy elevados: dispuso del famoso perfil realizado por Alfred Demersay (único retrato auténtico de Artigas, ya anciano), de fotos de los hijos y de descripciones verbales. Pero la historiadora del arte Laura Malosetti cuestiona la fidelidad del retrato de Demersay, alegando que este creía en la frenología y, como consideraba a Artigas tremendo bandido, lo habría dibujado de acuerdo con esas ideas. Por otro lado, el historiador Carlos Demasi dice que la descripción de Dámaso Antoño Larrañaga tiende a corroborar la obra de Demersay. Entonces, como señala el propio Mancusi, su retrato es una versión posible, dentro un rango, a partir de los datos de que dispuso.

La película trata de la construcción del mito de Artigas, un asunto muy amplio, que sólo se podría abarcar de modo muy general en un largometraje de una hora y ocho minutos como este. El realizador Marcelo Rabuñal tomó la sabia decisión de concentrarse en la iconografía, que es un aspecto favorable para el tratamiento cinematográfico (las imágenes del film se vuelven iconografía de la iconografía, mientras se escuchan comentarios en voz over). Eso sí lo pudo tratar en forma bastante extensa y profunda, y surgen muchas consideraciones amplias sobre los mitos fundacionales, su rol específico en la construcción del sentido de nación y algunas especificidades de la nación uruguaya. El análisis de algunas obras, que se cuela en el montaje hábil de los entrevistados, con énfasis en el cuadro de Juan Manuel Blanes Artigas en la puerta de la Ciudadela, explica convincentemente la función de la iconografía en la construcción de ese mito, concomitante y no menos importante que la de otros tipos de relato. Y Blanes termina siendo más abordado, como individuo histórico, que el propio Artigas.

Este documental tiene, entre varios otros méritos, el de un ritmo no histérico en las entrevistas, que da tiempo a los consultados para articular ideas y argumentos. Se trata de gente de peso (entre otros, y además de los ya nombrados, el antropólogo Nicolás Guigou, los historiadores del arte Gabriel Peluffo, Alicia Haber y Emma Sanguinetti, la socióloga Carolina González y los artistas plásticos Fernando Corbo y Clever Lara), y sus declaraciones están muy bien organizadas en función de núcleos temáticos, con un trabajo muy claro de continuidad en el montaje entre un dicho y otro. Quizá para no desentonar con lo desmitificador de las opiniones, algunos entrevistados son introducidos con un plano general en el que se ve al equipo de filmación a su alrededor, antes de pasar a planos más cercanos.

Todo eso está muy animado visualmente. Además de pasearnos por detalles de algunos cuadros, hay curiosísimos fragmentos de películas uruguayas (ficciones y documentales) de hace más de medio siglo, y filmaciones realizadas especialmente en varios departamentos del país. La fotografía es muy buena, con algún plano realmente mágico, como el contrapicado de la estatua realizada por Juan Luis Blanes ubicada en San José de Mayo: una nube grandota a la derecha de la estatua parece el rostro de un señor barbudo, como si lo viéramos desde el mismísimo ángulo en que está tomada la escultura.

El montaje tiene un sentido de forma que trasciende la mera articulación de los asuntos, relacionado con el fraseo de la película y la generación de cadencias, pausas, vuelcos, puntos culminantes. Un ejemplo es la escena en el Museo Blanes, que se cierra con la gente retirándose al final del día; desde un ángulo muy similar a aquel en que veíamos la sala alargada del museo, cortamos a una carretera. El paso de un ciclista, en la misma dirección en que caminaba la gente en el museo, es como un llamado a que la cámara se empiece a desplazar por la carretera, y la música incidental confirma el inicio de una nueva sección (una minibiografía de Juan Manuel Blanes, en frases sobreimpresas a las imágenes). Ese sentido de organización, que tanto contribuye al fluir de la película, se extiende al uso de la música. Dos simetrías preparan el final: la reiteración de un compositor (Erik Satie, de quien escuchamos, cerca del inicio, una de las Gnossiennes al contemplar la estatua de Blanes, y luego una Gymnopédie cuando, con similar circunspección, nos adentramos en el mausoleo) y de una pieza musical (“Mi bandera”, que aparece a los dos minutos del comienzo, y luego dos antes del fin).

No se trasluce una opinión o evaluación sobre el Artigas histórico. La insistencia metódica en lo mítico impone una distancia que afecta su funcionamiento. Aunque decidamos hacer las paces con el mito y convertirlo en una mentira consentida, o admiremos la forma brillante en que Juan Manuel Blanes cumplió su cometido de dotar a Artigas de una imagen cargada de sentidos funcionales a la afirmación de la nación uruguaya, la inocencia ya no está. Cuando, sobre los créditos finales, suena el Himno a Artigas cantado por un coro escolar acompañado por un piano desainado, lo contemplamos con una mezcla ambigua de ternura y distancia, familiaridad y cinismo.

  • Detrás del mito, dirigida por Marcelo Rabuñal. Uruguay, 2017. Auditorio Nelly Goitiño.