El año pasado, cuando la Academia Sueca decidió otorgarle el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, uno de los beneficios colaterales fue la decisión de reunir en un libro casi(*) todos los textos de canciones en inglés escritos por el artista hasta 2012 –el año en que se editó Tempest, hasta ahora su último disco con composiciones propias–, cada uno de ellos con su correspondiente traducción al español. El resultado es un objeto voluminoso de casi 1.300 páginas, con tres partes de distinto valor y utilidad: las letras originales; las versiones en español hechas por Miguel Izquierdo, José Moreno y Bernardo Domínguez Reyes; y una nota explicativa para cada canción, a cargo del ensayista, poeta y cantautor italiano Alessandro Carrera y del periodista español Diego Manrique, dos fans y estudiosos de la obra de Dylan.
La tarea era a la vez titánica y de discutible utilidad. Sobre todo en lo que se refiere a la parte más simple, que son los originales en inglés. Hace algunas décadas, muchísimas personas, por todas partes, se tomaban el trabajo de escuchar una y otra vez los discos de artistas extranjeros, tomando notas de lo que entendían y tratando de deducir lo demás; a veces consultaban diccionarios, para buscar palabras que pudieran sonar como lo que oían y que tuvieran sentido junto a lo que ya habían sacado en limpio. Todo eso fue muy útil en su momento para el aprendizaje del inglés y de otros idiomas, pero desde que internet ofrece fácil acceso a las letras de canciones (y, en este caso, el sitio bobdylan.com contiene las “versiones oficiales” –que no siempre coinciden con las cantadas en los discos, y que han cambiado con el paso del tiempo...–), queda menos claro el sentido de reunir todas las de un artista en un volumen como este, que en otros tiempos habría sido un codiciado libro de consulta. De todos modos, se trata de un trofeo que da gusto tener en casa, y cabe señalar algo que para muchos es obvio pero que otros aún dudan o discuten: el contenido en sí, los textos de estas casi 400 canciones de Dylan, constituyen una obra enormemente valiosa, no sólo por su importancia en la historia de la música popular, sino también en términos literarios, con las acotaciones que se considerarán más adelante.
A su vez, las notas, pese a ser en general escuetas, resultan muy pertinentes y son lo más necesario del libro. Explican datos de contexto de las composiciones, señalan citas indudables y consideran la posibilidad de muchas otras, y aunque no son notas de los tres traductores, sino de otras dos personas, Carrera y Manrique obviamente trabajaron con las traducciones a la vista, y muy probablemente en estrecho contacto con Izquierdo, Moreno y Domínguez Reyes, ya que a menudo explican los criterios empleados por estos o señalan otras posibilidades. Lo único que se les puede reprochar es un par de excesos. Uno de ellos está en el intento de detectar alusiones y sentidos, quizá un poco afectados por la ilusión –frecuente entre los dylanófilos– de que aún los textos más complejos y enigmáticos del artista esconden una articulación de significados precisos pero velados, que pueden ser decodificados por completo. El otro exceso se halla en el afán de señalar la procedencia de muchas frases o expresiones, incluso cuando son de uso bastante corriente y no tienen por qué referirse a la fuente que se les atribuye. En el último tramo del libro, por motivos no explicitados, estas notas cambian de estilo, y pasan de los apuntes fríos a un formato muy cercano al de comentarios de discos, con valoraciones generales acerca de cada álbum y referencias a los músicos que participaron, que en el comienzo estaban ausentes. No está mal, pero es difícil de entender por qué se hizo esto en algunos casos y no en otros.
En el discurso que Dylan le envió a la Academia Sueca se expresan algunos conceptos que los obsesionados por la exégesis harían bien en tener presentes. “Si una canción te conmueve, eso es todo lo que importa. No tengo por qué saber lo que una canción significa. He escrito toda clase de cosas en mis canciones. Y no me voy a preocupar por qué quiere decir todo eso. [...] John Donne, el poeta-clérigo que vivió en tiempos de Shakespeare, escribió estas palabras: ‘El Sestos y Abydos de sus pechos. No de dos amantes, sino de dos amores, los nidos’. Yo tampoco sé qué significa. Pero suena bien. Y uno quiere que sus canciones suenen bien”.
Libro III
La cuestión más espinosa es la de las traducciones. Aquí hay que considerar antes que nada que, como se ha comentado en forma abundante durante las discusiones sobre la pertinencia del Nobel, estamos ante textos escritos para ser cantados: eso les ha impuesto, desde los borradores, necesidades de ritmo y rima, que obligaron al autor a realizar diversas operaciones formales que dificultan la aprehensión de sentidos. Por supuesto, algo de esto le sucede a quien se aboca a escribir un soneto o a incursionar en cualquier forma poética convencional, pero el autor de canciones enfrenta muchos acotamientos adicionales. Además, lo que se expresa en cada canción no depende sólo de las palabras, sino también de su articulación con melodías, acompañamientos instrumentales y maneras de cantar, de modo que el texto no es todo lo que debe ser considerado para aproximarse a la comprensión de lo que cada canción “significa”. Por último, es claro que gran parte de las canciones de Dylan incluyen juegos de palabras, aliteraciones, sustituciones inesperadas de términos en expresiones comunes, o excursiones gozosas en el puro nonsense.
Ante este panorama, Izquierdo, Moreno y Domínguez Reyes tuvieron que adoptar miles de decisiones, y si bien se puede decir que en promedio lograron resultados bastante dignos, y en algunos casos de alto nivel, también incurren en una serie de prácticas reprobables, e incluso incomprensibles. La primera, y una de las más molestas para quienes no somos españoles, es la misma que choca en las traducciones de prosa realizadas por las grandes editoriales de España: el aparente desdén –que se podría considerar propio de un colonialismo trasnochado– por las multitudes de hispanohablantes totalmente ajenos a la manera de hablar el idioma en la “madre patria”, que, por ejemplo, no expresan su entusiasmo diciendo que algo “mola mogollón”. No sería razonable pretender, por ejemplo, que en España se tenga presente que a quienes conocen la obra de Alfredo Zitarrosa les hará ruido que “Miss Lonely” se traduzca como “Doña Soledad”, pero se habría agradecido evitar, por ejemplo, la traducción de “bare naked” como “en pelota picada”.
La segunda es que, como declaran en un texto introductorio, en algunos casos no se “doblegaron a una sobria versión en prosa”, sino que se propusieron “obtener efectos similares” y “recrear pirotecnias” en español. Esto es, al mismo tiempo, un acto de gran soberbia y uno por completo inútil, que en vez de ponerse al servicio de quienes no dominan el inglés, y acercarlos a entender lo que Dylan escribió, sólo sirve para oscurecer el sentido de los originales, porque las sonoridades, los ritmos, los dobles sentidos, las alusiones y todo lo demás son inevitablemente distintos. La cosa es más grave cuando no tratan sólo de “equipar a cada letra con modestas propiedades rítmicas”, sino que llevan canciones enteras a un formato propio del romancero que los obliga a sacrificar la traducción propiamente dicha, o encorsetan otras en versos pareados, con el mismo sacrificio.
Por último, hay casos en los que realmente no se pueden comprender las intenciones. Si hay una canción de la que resulta casi imposible no haber oído el título si uno tiene cierta vaga idea de que hay alguien llamado Bob Dylan, es “Blowin’ in the Wind”, que se ha traducido sistemáticamente, durante décadas y en forma adecuada, como “Soplando en el viento”. Pues bien: a Izquierdo, Moreno y Domínguez Reyes se les antojó bautizarla “La respuesta vuela con el viento”. Uno tiene la impresión de que lo menos que podrían haber hecho es explicar por qué, pero no lo hacen. Hay decenas de decisiones similares, que sería largo y quizá tedioso enumerar, y que molestan especialmente cuando afectan a canciones cuya importancia en la obra de Dylan nadie discute. Por ejemplo, la traducción, en el estribillo de “Like a Rolling Stone”, de “with no direction home” como “sin lugar en tu destino”; o también, en “Lay Lady Lay”, la de los versos “his clothes are dirty but his hands are clean / and you’re the best thing that he’s ever seen” como “tiene manos limpias más ropa asquerosa / y de cuanto ha visto es usted la mejor cosa” (que parece un chiste de Les Luthiers). Pero no es posible pasar por alto algunas otras que tienen como víctimas a canciones muy menores, que el autor nunca llegó a grabar. Por ejemplo, “Playboys and Playgirls”, cuyo título aquí, por motivos insondables, se traduce “Putitos y putitas”...
(*) No está, por supuesto, “I’m Not There”, un texto muy difícil de comprender a partir de la única versión grabada disponible, no sólo por problemas de pronunciación y de registro, sino también porque su estructura es tan extraña como fascinante. Por otra parte, y sin explicaciones al respecto, figuran algunas coautorías incluidas en discos oficiales pero no otras.
Bob Dylan. Letras completas, Edición bilingüe con traducciones de Miguel Izquierdo, José Moreno y Bernardo Domínguez Reyes; notas de Alessandro Carrera y Diego Manrique. España, Malpaso, 2016. 1.297 páginas.