A veces, la calma vida diplomática se enfrenta a imprevistas aventuras cotidianas: cuando Juan Fernández Trigo estaba Nueva York y caminaba rumbo a su trabajo en la Organización de las Naciones Unidas, escuchó a un hombre que salía de una tienda y decía: “Un avión chocó contra el World Trade Center”.
“En ese momento –dice– me quedé pensando en que podía haber sido uno de esos helicópteros con turistas que alguna vez se estrellaron contra algún edificio”, cuenta el actual jefe en Uruguay de la Delegación de la Unión Europea. Pero cuando llegó a la embajada, comprendió el caos que había desatado aquel atentado sobre el símbolo del corazón financiero del mundo. Después, en 2010, quedó atrapado durante el terremoto de Haití, donde era embajador de España (“fue algo muy largo, porque estuve dos horas y media, hubo muchas réplicas y pensaba que las columnas iban a terminar cediendo. Fue una situación increíble, y lo que más me llamó la atención fue el rugido de la tierra; como un león a tus pies”, recuerda); y luego, cuando se trasladó a Paraguay, fue testigo de la polémica destitución de Fernando Lugo en 2012.
A Uruguay llegó en 2013, y lo primero que le sorprendió fue lo accesible de la sociedad y la clase política, así como un alejamiento general de la solemnidad: “Este es un país poco protocolario, aunque quizá se haya vuelto más solemne en esta última parte”. Dice que los uruguayos siempre quieren saber lo que se piensa de ellos, y que eso lo había notado también en Cuba, donde piensa que “es producto de una situación de aislamiento”. Cuando se lo preguntaron aquí, ha respondido que “los uruguayos son discretos, y a algunos les ha molestado, porque en el fondo creen que no es un adjetivo demasiado elogioso. Pero ‘discreto’ en castellano antiguo era ‘inteligente’, y ahora, en tiempos de populismos y demagogia, creo que ese es un valor importante. Y que la política se mantenga en el respeto y el autocontrol, a mí, que vengo de un país en donde la política es muy agresiva, como en España, me parece que no es nada desdeñable. Algo que me llamó mucho la atención fue enterarme de que aquí se había abolido el duelo en 1992. Creo que en el fondo refleja que, todavía, a nivel social era muy importante el concepto del honor, y eso es algo que se está perdiendo mucho. Podrás decir, ‘qué cosa tan decimonónica y trasnochada’, pero luego te quedas pensando en que es importante que alguien pelee por su nombre”.
Premios
Desde su llegada, Fernández Trigo apostó desde el comienzo a impulsar distintas expresiones culturales: como primera actividad, inauguró una colección permanente de fotografías –en la sede de la Unión Europea– dedicada a referentes uruguayos. Así, a la escalera principal la flanquea un imponente José Batlle y Ordoñez, y la otea, de frente, un personal retrato de Liber Seregni. Además, desfilan Ramón Collazo, China Zorrilla, la divertida Troupe Ateniense, Joaquín Torres García y su delgada estampa, Florencio Sánchez acodado sobre fardos de mimbre, y Juan Carlos Onetti recostado en un banco cualquiera. Luego inauguró el Premio Escena, para la compañía uruguaya que realice la mejor obra de un autor europeo; y el Premio Gutenberg de narrativa joven, que se propone impulsar el desarrollo de la creación literaria. Por otra parte, lanzó los festivales anuales del Cine Europeo, y el Festival Folclórico Europeo.
“Creía –rememora– que podíamos hacer un trabajo para apoyar a la cultura de este país, porque a veces se infravalora el potencial cultural que tiene Uruguay; y de alguna forma se considera que la crisis de la educación es algo demasiado grave. Y lo es, pero hay otra parte, y es que debería aprovecharse el gran potencial. Lo que más me ha llamado la atención es por qué hay tanto teatro. Es un país que tiene una efervescencia cultural natural, y creo que habría que dirigirla para hacerla más rentable, para que la gente que se dedica a esto, y que en muchos casos no puede vivir de su profesión, sí lo pueda hacer. Hay que exportar teatro, hay que crear mecanismos para sacar al teatro de este país, con lo que se conseguirían dos cosas: una, reforzar económicamente al sector teatral, y por otro lado, presentarle al mundo una línea de política exterior y de presencia uruguaya. Sé que hay algunas obras que viajan, pero podrían hacerlo diez veces más. De hecho, acá hay un continente entero en el que se habla español. Si eso se canalizara mejor, no sólo habría subvenciones, sino que podría haber mecanismos mixtos para obtener cierta rentabilidad; puedo imaginar elencos viajando por el continente, y eso no sólo ayudaría a los teatros y a los actores, sino que además presentaría una imagen del Uruguay. Somos [Fernández Trigo se entusiasma y le sale la tercera persona del plural] una potencia no sólo en carne, en soja y en celulosa, somos una potencia intelectual. Y el teatro está ahí. El número de teatros, la cantidad de gente estudiando teatro... ¿por qué esa necesidad de estudiarlo cuando saben que no van a poder vivir de eso? Esto debería suponer algo que contrarrestase el pesimismo actual sobre el futuro educativo e intelectual del país”. Agrega que el ballet, por ejemplo, sí “ha tenido ese impulso. Y creo que se podría hacer lo mismo en teatro, que es algo mucho menos dirigido, ya que el ballet trabaja mucho desde su dirección. Y si hubiera cine te diría lo mismo, pero no hay una industria cinematográfica en el país. Y la explicación del auge teatral porque aquí estuvo Margarita Xirgu me parece insuficiente. Algo debe haber en el alma o el subconsciente del uruguayo para que el teatro haya prendido con tanto éxito”.
Letras
En paralelo, Fernández Trigo continuó con su dedicación a las letras, y en 2015 la editorial Fin de Siglo publicó su tercera novela, La tradición de La Habana. Dice que en unos días, cuando vuelva a Madrid, tendrá mucho menos tiempo para escribir, y tal vez por eso mismo aprovechó esta etapa para terminar una novela más, aún inédita.
¿Por qué cree que la cultura puede operar como mecanismo de cambio?
–Porque tiene un poder de elevación de la vida interior. Una persona que se cultiva de cierto modo vive sin la necesidad constante de imitación. Es evidente que la lectura tiene una gran capacidad transformadora, seguramente porque la inteligencia está muy vinculada con el lenguaje. La cultura te hace entender el mundo, te acerca a la problemática de otras personas, genera que relativices tus convicciones.
¿Cómo fue el proceso en el que decidió apostar por estos premios?
–Estuvimos pensando qué podíamos hacer. Y lo primero en que creí fue en la necesidad de visibilizar las nominaciones del premio Florencio, ponerlas en valor. Porque en el mundo de la diplomacia hay mucho brindis, y yo creo que hay que transformar los cócteles en algo que tenga un sentido; brindarles una razón. Creí que el reconocimiento al mundo del teatro le aportaba cierta visibilidad a las obras, y al mismo tiempo alejaba al cóctel de lo frívolo. Y este año la Unión Europea va a seguir en ello. Eso es lo que hemos hablado con el próximo embajador. Porque, por ejemplo, el premio Escena está bien dotado económicamente, y eso también contribuye mucho. En cuanto al festival de cine europeo, [Life Cinemas] Alfabeta hizo un buen trabajo con los festivales, y mantiene una buena política con los ciclos que le dedica al cine francés, al judío y al español. Cuando llegué, tenía la sensación de que había demasiado cine estadounidense; ahora me parece que hay más del que se produce en Europa. Y eso también responde a la política de Life Cinemas, que apuesta a las historias, algo que en general es muy minoritario. Y no esperaba, por ejemplo, que el festival folclórico nos saliera tan bien. Aquí hay comunidades lituanas, croatas, griegas, alemanas y británicas haciendo folclore calladamente, y con bastante calidad. Son manifestaciones de sus familias, de sus abuelos, que no han caído en el olvido pero que sólo las hacían entre ellos.
¿De qué se trata la novela que acaba de escribir?
–Es la historia de una embajada en un país del Caribe, donde el número dos se rebela contra su embajador, le aplica un veneno y lo convierte en un zombi. Antes estuve en Haití [2007-2011], en donde los zombis fueron una realidad. En los países donde ha existido esclavitud, los esclavos han mantenido mucha sabiduría en torno a los venenos y las plantas, aunque, evidentemente, con el tiempo todo eso ha ido desapareciendo. Pero en Haití, que es un país que ha tenido muy poca vertebración institucional, el tema de los venenos circulaba bastante. La cuestión de los zombis consiste en que hay un pez del que se extrae un veneno, y si se lo aplicas a una persona entra en una especie de letargo, como si estuviera muerta. Y si al cabo de tres o cuatro días le das un antídoto, esa persona puede “revivir”, pero ya se convierte en una especie de autómata, de tonto, de ser descerebrado que vive pero que no piensa. Esto lo utilizaban para convertirlos en esclavos, porque se trata de personas que pierden la voluntad y que se convierten en verdaderos fantasmas vivientes. Con el tiempo, lo que hacían como parte del ritual era que, cuando entraban en el letargo, los enterraban, y al cabo de tres días los desenterraban y les daban el antídoto. Claro que por la calle eso ya no se ve. Yo conocí a un periodista de Televisión Española que, en su momento –año 2007, 2008– me contó que había conocido a una zombi que vivía en las montañas, pero con el tiempo han ido desapareciendo. Hay países como Cuba, por ejemplo, donde la santería es algo mucho más sutil. En Haití ha sido mucho más agresiva, y por eso el mundo del espiritismo, como tal, está muy presente. Aunque el cine ya haya divulgado la idea de los zombis como algo muy artificial y del universo monstruoso, tienen una base real. Así que, aprovechando ese mundo, mi novela plantea la historia de un tipo que convierte al embajador en su esclavo.