Ayer falleció la legendaria actriz de François Truffaut, Michelangelo Antonioni y Orson Welles, a quien este último definió en más de una ocasión como la mejor intérprete del mundo. La magnética Jeanne Moreau, el ícono de la nouvelle vague que emocionó a la poeta y cantante Patti Smith (“Es grandiosa. Para mí, la manera en que conquista a un tipo... realmente estoy estudiando a Jeanne Moreau. Si cuando crezca soy como Jeanne Moreau, no podría pedir nada más. Es tan autocontenida... Podría encender un incendio forestal. Hace poco, vino a mi recital en Francia. Me sentía tan honrada que ni siquiera le hablé”, escribió en 1977) y fascinó a decenas de cineastas, interpretó incontables roles que cautivaron en el teatro, la radio y la televisión, aunque fue en el cine donde compuso sus personajes más emblemáticos, siempre cortejados por su inconfundible encanto y por esa sonrisa y esa mirada enigmáticas, que se consolidaron como insignias de la sensualidad francesa.
Hubo quienes intentaban halagarla diciéndole que les recordaba a Bette Davis; Moreau dijo una vez en una entrevista que el problema era que ella “no aguantaba” a la estadounidense.
Hace diez años, la actriz, que también dirigió cine, teatro y ópera, le dijo al diario argentino Página 12: “Saber vivir es saber morir. Al fin y al cabo, ¿qué es la muerte? La conclusión de la vida. Vivimos un tiempo en el que se pretende que la vida y la muerte son cosas diferentes. Estamos vivos y, un minuto más tarde, estamos muertos, ¡qué horror!”. Pero Moreau no murió. Como Romain, el personaje de su nieto en Tiempo de vivir (François Ozon, 2005), simplemente “se disolvió”.
Su carrera, que abarcó más de seis décadas en las que realizó 145 películas, comenzó en 1947, cuando debutó en teatro en el Festival de Avignon, y a los 19 años se convirtió en la actriz más joven en ser admitida por la Comédie-Française. A los 20 hizo su primera película (Dernier amour) y se pasó al Théâtre National Populaire. Poco después, cuando se subió al inolvidable Ascensor para el cadalso (1957) de Louis Malle, la actriz logró su primer éxito, y lo hizo a lo grande: por medio de ese homenaje al cine negro estadounidense, interpretó a la esposa de un poderoso empresario que decide aliarse con su amante para intentar el asesinato de su marido. Al año siguiente, el mismo Malle la dirigió en la polémica Los amantes, donde ella era una infeliz y adinerada mujer burguesa que conocía a un joven y lograba despertar del tedio existencial. Ambos protagonizaban una recordada y escandalosa –en aquella época– escena, en la que Malle, por filmar el rostro de Moreau en el momento en que su personaje llegaba al orgasmo, se convirtió en uno de los primeros cineastas en abordar la relación sexual de forma tan explícita.
Esta musa de la renovadora nouvelle vague, el movimiento que modificó las normas narrativas y temáticas del cine a fines de los 50, deslumbró artísticamente a varios de sus mayores exponentes. Entre ellos, Truffaut, que la dirigió en el clásico triángulo amoroso de Jules et Jim –1962–, Los cuatrocientos golpes –1959– y La novia vestía de negro –1968–. También Roger Vadim y la belga Agnès Varda, que descubrieron en sus cuidados gestos los símbolos de la mujer moderna. Trabajó, asimismo, con Jean-Luc Godard (Una mujer es una mujer, 1961), el español Luis Buñuel (Diario de una camarera, 1964), el italiano Antonioni (La noche –1961–), los estadounidenses Welles (El proceso –1961– y Campanadas a medianoche –1965–) y Elia Kazan (El último magnate, 1976), el alemán Rainer Werner Fassbinder (Querelle, 1982), y otros más recientes como el mencionado Ozon, el austríaco Peter Handke, el griego Theodoros Angelopoulos y el israelí Amos Gitaï (entre varias, el drama político Disengagement –2007–).
A lo largo de su trayectoria, Moreau fue distinguida con muy numerosos premios, entre ellos el que obtuvo en 1960 en Cannes, por su papel de la desganada ama de casa que acompaña a Jean-Paul Belmondo en Moderato Cantabile (1960), del inglés Peter Brook, película que se inspiró en la lograda novela homónima de Marguerite Duras (gran amiga de la actriz, que la interpretó, años después, en Ese amor –2001, de Josée Dayan–); y varios honoríficos de los festivales de Venecia, Berlín, San Sebastián y nuevamente Cannes, por papeles en los que se convirtió en prostituta, femme fatale, monja, esposa de escritores, cantante o reina, sorprendiendo con su extraordinaria versatilidad.
La gran dama del cine francés decía que actuar era, para ella, lanzarse hacia el peligro, hacia lo absoluto y lo bello. Jean Renoir destacaba su “perfume de autenticidad, tan raro en la historia de las relaciones humanas”, porque “casi todos los seres humanos portan una máscara; ella no”. Tal vez por eso, se convirtió en la primera mujer en la historia de Francia en ingresar a la Academia de Bellas Artes, en 2001. En ese entonces, admitió que “el tiempo es un profesor cruel, pero magnífico”, con enseñanzas que “a menudo queman”, pero “enormemente enriquecedoras”. Después de recitar a Racine, recordó conmovida cuando a los 16 años había visto un ensayo de Antígona: “Supe que tenía que estar ahí arriba, bajo las luces. Ser la intransigente, la rebelde que enfrenta a los dioses, que habla por aquellos que no se atreven o que no pueden hacerlo”. Esa fue Jeanne Moreau.