Aunque su nombre no es necesariamente de los primeros que invocaría un lector no versado en ciencia ficción que sin embargo haya recorrido los clásicos del género (Ray Bradbury e Isaac Asimov para su primera edad de oro, JG Ballard y Philip K Dick entre los más celebrados por la intelligentsia, quizá HG Wells en tanto precursor, y alguno que otro nombrará sin duda a Arthur C Clarke y a Theodore Sturgeon), la figura del recientemente fallecido Brian Aldiss es, para decirlo pronto, inmensa.

En tanto escritor de ficciones, Aldiss es generalmente asociado a la llamada new wave, el movimiento británico que renovó la ciencia ficción o, mejor dicho, terminó de romper un molde clásico (el que había fijado con éxito el editor John Wood Campbell Jr y que imperó más o menos de 1938 a 1953) en crisis. De ese movimiento –que tuvo en Michael Moorcock y Ballard a sus otros exponentes mayores–, lo más fácil de ver es cierta vocación de incorporar a la narrativa de ciencia ficción elementos del alto modernismo y de algunas derivas vanguardistas y posvanguardistas, a la vez que una atención más marcada a las tradiciones literarias canónicas y mainstream; del mismo modo, la new wave acometió la tarea de librarse de ciertos lugares comunes del género, y así –en palabras de Ballard– dedicarse a explorar más el “espacio interior” que el “exterior”. En rigor, no imponía nada del todo nuevo, ya que gestos similares venían operando también desde algunos escritores estadounidenses, entre ellos Algis Budrys, Dick y, anticipándose unos cuantos años, Alfred Bester, pero su impacto fue profundo, y pronto también en Estados Unidos –donde se movía el mayor mercado del género y se editaban las revistas más leídas– apareció una suerte de new wave, en la que, por narrarlo esquemáticamente, brillaron escritores como Robert Silverberg, Joanna Russ, Ursula K LeGuin y Thomas Disch.

La obra de Aldiss durante parte de los años 50, todos los 60 y más o menos la mitad de los 70 (cuando la new wave ya había quedado digerida o asimilada en el cuerpo de la ciencia ficción, o quizá la dinamitó por completo y le borró los contornos para siempre, convirtiéndola más en un campo de posibilidades que en un género bien delimitado) entra cómodamente en ese proyecto renovador, pero no se agota en este: remite a Joyce (con un toque de William Burroughs) en A cabeza descalza (1969) y al nouveau roman en Informe de probabilidad A (1967), pero también trabaja con la fantasía y los mundos paralelos en El tapiz de Malacia (1976), con códigos lovecraftianos en El árbol de saliva (que también homenajea a Wells) y con el vocabulario completo del género en libros como Invernáculo (1962) y Criptozoico (1967), además de La nave estelar (1958), su primera novela, sobre una nave-colonia que atraviesa la galaxia durante siglos.

En cierto sentido –y esto lo diferencia de Ballard–, Aldiss jamás dio la espalda a la ciencia ficción, a su núcleo más entrañable, sus lugares comunes, sus detalles más brillantes; la escribió, si se quiere, como alguien que había leído tanto y tan de cerca la tradición de la “alta” literatura como la de la más popular, y si a veces parece que sus libros decantan según su proximidad a uno de esos extremos, también es cierto que en sus obras maestras lo mezcló todo y disolvió las presuntas barreras: así, en Bang Bang (1977), de paso se concentra en la cultura rock; y en la monumental saga Helliconia (1982-1985) compendia todos los registros que se permitió su poderosísima escritura.

Quizá un buen lugar para empezar a recorrer su obra sea el compilado de cuentos El momento del eclipse (1970), que incluye, dicho sea de paso, “Los superjuguetes duran todo el verano”, el cuento que quiso adaptar en su momento Stanley Kubrick y que terminó convertido en una más de las películas de Steven Spielberg. Se trata, por cierto, de una pequeña obra maestra y, como si se propusiera desmentir la conexión exclusiva de Aldiss con la new wave, parece un cuento que perfectamente podrían haber escrito Sturgeon o Asimov en uno de sus mejores días.

Pero cuando decía que la figura de Aldiss era realmente inmensa quería apuntar a que su legado no queda acotado en el dominio de la ficción: por el contrario, su vastísimo trabajo crítico –como historiador y comentarista del género y su proceso– lo convierte en una referencia ineludible, especialmente desde Billion Year Spree: A History of Science Fiction (1973), una obra que Aldiss revisitaría años después.

Publicó también ocho volúmenes de poesía, editó antologías y escribió sobre pintura, pero está claro que son sus 40 novelas, sus compilados de cuentos y sus ensayos sobre ciencia ficción la obra a la que volveremos una y otra vez. Cualquiera de los libros mencionados más arriba son ya clásicos y una lectura obligada para cualquiera que se proponga disfrutar de una escritura brillante, inteligente y plena de buenas ideas.