A fines de los años 80, la editorial catalana Anagrama prácticamente monopolizó el mercado de la literatura más o menos moderna, gracias a sus (discutibles en lo léxico pero acertadísimas en la selección) traducciones de escritores anglosajones, sobre todo estadounidenses, de espíritu contracultural, que habían desarrollado sus obras a partir de los años 60 y de quienes existían pocas versiones en español, ninguna de ellas con distribución amplia. Entre aquellos libros, divididos sobre todo en las popularísimas (al menos entre cualquiera que fuera de culto y cool) colecciones Contraseñas (tapas de fondo blanco) y Panorama de Narrativas (tapas de fondo crema), que influenciaron en forma decisiva y excesiva la literatura hispanoamericana de finales del siglo XX, había una especie de santa trinidad venerada por todos los jóvenes intelectuales de la época, formada por escritores estadounidenses: el etílico y humorístico Charles Bukowski, el lacónico y chejoviano Raymond Carver, y Sam Shepard, que parecía un actor, un cowboy y un rockero en las fotos de las solapas y las portadas, y resultó ser las tres cosas.
Cowboy volador
Shepard era el más joven de esos tres escritores, el de obra narrativa y poética más escueta (su trabajo más prolífico fue en el campo de la dramaturgia, y la mayor parte de esta no ha sido traducida al español), y el más auténticamente rockero de ellos. Nacido en Fort Sheridan (Illinois), hijo de un piloto de bombarderos alcohólico y cowboy adolescente, Shepard se interesó en el jazz y el arte abstracto en la universidad, lo que lo llevó, lógicamente, a mudarse a Nueva York a principios de los años 60. Inserto rápidamente en el ambiente bohemio de la música folk del Greenwich Village y en el incipiente teatro Off-Off- Broadway, caracterizado por su carácter experimental, Shepard comenzó su carrera de dramaturgo con Cowboys (1964), pero también tocó la batería para los Holy Modal Rounders –un brillante y extrañísimo grupo de folk psicodélico que, como muchas bandas neoyorquinas, casi no se conoció fuera de la Gran Manzana, salvo porque una de sus canciones, “Bird Song”, formó parte en 1969 de la banda de sonido de la película Busco mi destino, dirigida por Dennis Hopper, retitulada “If You Wanna Be a Bird”–, y colaboró en guiones de Robert Frank y Michelangelo Antonioni, además de formarse como director y actor.
Amigo de Bob Dylan, amante de Patti Smith, pareja de Jessica Lange –con quien tuvo dos hijos– y conocido de medio mundo tanto en el ámbito de la alta cultura neoyorquina como en el popular Hollywood, Shepard ya había escrito cerca de una veintena de obras antes de cumplir los 30 años, pero seguía siendo esencialmente una figura del underground hasta que en 1978 comenzó a ser conocido en Hollywood gracias a su rol en la no muy exitosa pero aclamada por la crítica Days of Heaven, de Terrence Malick. En 1982 conoció a Lange –quien era en aquel entonces una de las mayores estrellas del cine estadounidense–, que fue su pareja durante casi tres décadas y que le dio una extraña notoriedad para un artista que siempre se había movido en ámbitos tan cultos como marginales. Su aspecto de galán lacónico lo llevó a participar en decenas de films a partir de entonces, y la actuación se volvió su actividad principal, por encima de la dramaturgia.
Como actor trabajó con cineastas como Philip Kaufman (The Right Stuff, 1983) –un rol que le ganó una nominación al Oscar–, Alan J Pakula (El informe Pelícano, 1993), Sean Penn (The Pledge, 2001, conocida en español como Asesino oculto, El juramento o Código de honor) y Ridley Scott (La caída del halcón negro, 2001), pero su principal aporte al cine no lo hizo frente a cámaras, sino con el dramático y parco guion de Paris Texas (1984), del alemán Wim Wenders, que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes y se convirtió en uno de los films más icónicos de su década. También era, con su combinación de espacios desérticos, pasados misteriosos, silencios significantes y relaciones tortuosas, una suerte de summa del estilo que había desarrollado el autor en sus obras de teatro, sus textos narrativos y su poesía; un estilo heredero de la lírica de carreteras de Jack Kerouac, que tal vez sea la contribución artística más perdurable de quien para muchos era tan sólo el apuesto marido de Lange, y que merece ser repasada.
Un par de suspiros clásicos
La nutrida obra dramatúrgica de Sam Shepard, que llegó a ser el autor nacional más representado (después del invencible Tennessee Williams) en los teatros de Estados Unidos en la década de los 80 e integrante de la Academia Americana de las Artes y las Letras, es mucho más variada de lo que se cree y va desde la ciencia ficción grotesca y rockera de The Unseen Hand (“la mano inadvertida” 1969), al avant-garde sexual de Oh! Calcutta! (1969) y el experimentalismo claustrofóbico de Cowboy Mouth (“boca de cowboy”, 1971) –que presentara al ámbito artístico a la entonces desconocida Patti Smith–. Pero, por debajo de esa diversidad, se caracteriza sobre todo por los dramas de pasiones descontroladas y cimentadas en pasados tormentosos, que han dejado a sus protagonistas con grandes heridas psicoemocionales. Es decir, el tipo de relaciones que se presentaban en la ya mencionada Paris Texas, y que poblaron su trilogía de obras más famosa, compuesta por Curse of the Starving Class (“la maldición de la clase famélica”, 1976), Buried Child (“niño enterrado”, 1978) y True West (“verdadero Oeste”, 1980). Curse of the Starving Class era una oscura comedia sobre una familia rural compuesta por un padre alcohólico, una madre deprimida y un par de hijos rebeldes; Buried Child –que ganó un premio Pulitzer– era un retrato de una familia rural en descomposición, afectada por la crisis económica de los años 70 en Estados Unidos; True West trataba de la rivalidad entre dos hermanos separados, que se enfrentaban por medio del arte y las palabras.
Las tres obras tenían en común, además de las características ya señaladas, la obsesión por lo familiar y por una cosmogonía del Estados Unidos de los cowboys, las carreteras y los grandes estudios de cine, y se desintegraban en cámara lenta junto a los universos emotivos de los personajes. Estos ambientes se continuaban en la que tal vez sea su obra más conocida, Fool for Love (1983), que dos años después tendría una versión cinematográfica dirigida por Robert Altman y protagonizada por el propio Shepard junto a Kim Basinger, y que se movía en varios tiempos de una relación amorosa, plagada por el exceso emocional. Esta, su pieza más exitosa –traducida por Anagrama con el título Locos de amor– es una excelente muestra del descontrol de personajes quebrados que caracteriza a gran parte del teatro de Shepard, y que ocasionalmente afecta en forma negativa a sus obras, que en realidad tienen su mejor ejemplo en el estilo más contenido de la aún conmovedora Paris Texas.
Sin embargo, entre los lectores hispanohablantes al menos, lo que más impresionó de Shepard fueron sus trabajos de prosa y poesía reunidos en los delgados volúmenes Luna Halcón (1973) y Memorias de motel (1983). El primero era una colección de textos de diverso estilo –pequeños poemas, cuentos breves, reflexiones en primera persona, poemas en prosa– de distintivo espíritu posbeatnik, que cerraban los años 60 con historias de drogas, electricidad y rock and roll, disueltas en un conjunto irregular y poco homogéneo, con momentos de formidable intensidad y otros de mera confusión. Memorias de motel, aunque mantenía la composición híbrida de pequeños textos y poemas, era mucho más homogéneo y se basaba explícitamente en las experiencias autobiográficas on the road de Shepard como músico o como actor. Un libro melancólico, bello y minimalista, que recuerda un tanto el estilo de Raymond Carver, pero con personajes exóticos y ocasionalmente famosos, entremezclados con perdedores y desconocidos que se van atravesando en sus caminos.
Ese formato fue continuado en los posteriores y menos recordados Cruzando el Paraíso (1997) y El gran sueño del Paraíso (2002). Pero para el público rockero su obra más significativa es Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera (1977), que demoró casi 20 años en ser publicada en castellano, una crónica de la primera y mejor parte de la Rolling Thunder Revue, legendaria gira que Dylan hizo junto a Joan Baez, Roger McGuinn y varios músicos más en 1975 (o sea, entre los discos de estudio Blood on the Tracks y Desire). Shepard, que viajaba con la gira para ayudar a guionar la no muy guionada película de Dylan Renaldo & Clara (1978), fue un testigo privilegiado del entorno del compositor mientras cruzaban Estados Unidos, utilizando su capacidad de observación poética para dar un raro retrato de la intimidad del reclusivo y hermético autor de “Blowing in the Wind”.
Sam Shepard falleció ayer a los 73 años en su casa de Kentucky, a causa de una esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad degenerativa que sufría desde hacía un tiempo. Una gran cantidad de estrellas de Hollywood expresaron su pesar vía Twitter, pero, por supuesto, eso poco tiene que ver con lo que queda del trabajo de este hombre, un artista estadounidense de fin de siglo que realmente se ganó esa denominación.