Quizá no haya textos más pretenciosos y vacíos que muchos de los que se escriben desde el ámbito psi sobre literatura. Se destacan en aburrimiento aquellos en los que el escritor-psi intenta capturar el alma sintetizada del escritor mediante toscas herramientas profesionales. En esos casos, el psiquiatra o psicólogo –que se dice apasionado por la literatura– maniobra con la obra y los llamados datos biográficos del escritor engarzándolos con un torpe vocabulario teórico, adjudicándole finalmente cierta característica, trastorno o enfermedad mental, que con presunto valor de causa vendría a explicarlo todo. En este campo pueden encontrarse ríos de basura sobre el marqués de Sade, Franz Kafka o Fernando Pessoa, que conforman ese territorio minado de lugares comunes al que suele nombrarse con la combinación de las palabras arte y locura.

Leopoldo María Panero (1948- 2014) fue un escritor español cuya figura, su personaje, se presta particularmente para esos juegos. Publicó más de 30 poemarios, cuentos, traducciones, ensayos y crítica periodística. Sin embargo, se lo suele asociar con unas pocas palabras: loco, drogadicto, alcohólico, psicótico, delirante, esquizofrénico. Sellos que se le pusieron desde muy joven y que, como en un palimpsesto, se le fueron agregando a lo largo de su vida; sellos que dieron pie a una reducción psicopatologizante de su vida y de su obra. El libro Leopoldo María Panero. La locura llevada al verso, que acaba de publicar la psicoanalista uruguaya Raquel Capurro, es una de las excepciones que aparecen muy de tanto en tanto. Producida desde estas tierras, merece no pasar inadvertida.

“Lo peor es que se droga”

En 1968, a raíz de un rechazo amoroso, Panero intenta suicidarse. Ese mismo año, desde el encierro psiquiátrico, publica su primer poemario, En el camino de Swann, que llevó a que en 1970 el crítico catalán Josep Maria Castellet lo incluyera en la antología Nueve novísimos poetas españoles, en la que fotografiaba la aparición de escritores que rompían con los cánones y las tradiciones de la literatura de su país. Así, a sus 22 años ya estaban dos elementos que lo acompañaron el resto de su vida: la escritura que lo ligaba a cierto público lector y al ámbito literario, y las intervenciones de la psiquiatría en su vida, que llegaron en forma de diagnóstico, psicofármacos, electroshock y, fundamentalmente, el encierro durante gran parte de su vida en manicomios, de los cuales dijo poder oficiar de guía turístico. “Restos de comida dibujan la silueta / del manicomio / y he aquí que sale un hombre / a recoger las heces. / He aquí los hombres que masticó la vida. / La muerte, la única que no mastica”, escribía Panero cuando ya llevaba más de 20 años de experiencia en instituciones psiquiátricas.

Capurro anota que “si algo de locura y de provocación se jugaron de su lado en su reacción ante la decepción amorosa, la acogida que le fue reservada hizo [...] que en ese momento se operara un cambio de registro de su experiencia al ser leída –diagnóstico mediante– como manifestación de una enfermedad mental”. Panero se resistirá insistentemente a esta operación desde su escritura y también en sus apariciones públicas. Por ejemplo, en la película El desencanto (Jaime Chávarri, 1976, disponible en Vimeo), sobre el derrumbe de su familia, que gira alrededor de los sucesos posteriores a la muerte de su padre –el también poeta Leopoldo Panero (1909-1962)–, habla de su primera internación en 1968 y le dice a su madre: “En ocasión de un intento de suicidio mío que fue de opereta [...], para evitar tratar de comprender las razones que me habían impulsado a ello, en lugar de pedirme explicaciones y tratar de remediar la situación que lo había producido, decidiste meterme en un sanatorio donde lo pasé muy mal”. A su madre se le había dicho: “Lo malo no es el intento de suicidio, lo peor es que se droga”, y se le recomendó internarlo en una clínica psiquiátrica, sin que quedara claro si el motivo era su intento de autoeliminación o que fumaba marihuana. La madre sale al cruce: “No era sólo la droga, sino también unos médicos dispuestos a sacarme el dinero, probablemente, que me hablaban de neurosis depresivas, palabras que yo no entendía demasiado”.

Resistente

Al abordar la escritura de un libro sobre Panero, Capurro busca no caer en una réplica de aquella operación: “Ni una psicografía, ni una historia clínica yuxtapuestas a su obra serían un buen sendero. Nadie dirá mejor su experiencia que como la ha escrito el mismo Leopoldo María Panero. Nuestro intento será el de circunscribir algunos giros importantes de su vida y leer cómo los hechos biográficos –su experiencia– son transformados por él en escritura, con la que interpreta y a la vez cuestiona las lecturas psiquiátricas y jurídicas que le han sido impuestas”. Se despoja entonces del género biográfico (los hechos), de la psicología aplicada (las características del escritor) y también de la crítica literaria, porque “la experiencia misma del poeta, su locura con sus vaivenes y matices, no queda allí entramada, como él mismo lo reclama”.

Desde Montevideo, su acceso a documentos es limitado: trabaja con la obra publicada de Panero, y unas pocas fuentes secundarias: una biografía, tesis doctorales sobre él, libros de crítica literaria. Desde allí va a citar cartas, manuscritos, entrevistas. Capurro sortea a su modo las dificultades y no parece querer ocultar el hilo de su zurcido: a cada paso nos dice cómo consiguió dar con un texto agotado, las entrevistas que miró en Youtube, cierta información que le mandaron por correo electrónico. Incluso comete la irreverencia –tal vez adelantándose a la del lector– de citar a la denostada Wikipedia cuando se trata de tramas laterales.

Panero, gran lector de Sigmund Freud y Jacques Lacan, se servía de cierto psicoanálisis para defenderse del positivismo biologicista que se le aplicaba en el cuerpo (mientras a los Mario Bunge –que calaron hondo en España– el psicoanálisis les servía como blanco al que apuntar para hacer de eso sus carreras académicas). Capurro recorre algunas de las citas del poeta a Lacan sin caer en el blablacanismo agotador, buscando más bien descifrar cuál es el uso que hace el poeta de esos textos. Gilles Deleuze, Michel Foucault y Jacques Derrida son otros de los nombres-armas de Panero, que los utiliza tanto en sus discusiones cotidianas con el personal del manicomio como en sus irrupciones públicas.

En una incómoda entrevista que le realizó Fernando Sánchez Dragó para Televisión Española (disponible en Youtube), denuncia las ataduras a la cama por “tener un pensamiento raro”, y también a los psiquiatras: “En el consultorio privado clientes, y en el manicomio peores que reos”. Inconforme con el trato que desde el Estado se le da a la locura, su posición es reafirmar lo que lo hace distinto: “Somos diferentes, sí, somos diferentes. Somos realmente diferentes, radicalmente diferentes, felizmente diferentes. [...] El Homo normalis nada puede, ya que es tan sólo esclavo de su apariencia”, escribía desde el manicomio, en artículos de antipsiquiatría que publicaba en el diario ABC.

Testigo

Leopoldo María Panero incomoda. Lleva consigo esa inquietante extrañeza que producen los personajes interpretados por Roberto Suárez. El poeta se resiste a ser captado en una frase, es irreductible a un diagnóstico e incluso irreductible a la figura del poeta loco. “En ningún lado me gusta hacer el papel de loco”, dijo disgustado en una de las entrevistas en las que le preguntaron sobre sus apariciones en la pantalla grande. Prefería presentarse bajo la forma de los poemas, con los que dispara cual ametralladora en todas las entrevistas que pueden encontrarse en Youtube. En uno que titula “Autopsia”, así se presenta: “Aquí estoy yo. Leopoldo María Panero / hijo de padre borracho / y hermano de un suicida / perseguido por los pájaros y los recuerdos / que me acechan cada mañana / escondidos en matorrales / gritando por que termine la memoria / y el recuerdo se vuelva azul, y gima / rezándole a la nada porque muera”.

El Panero que nos acerca Capurro no es el personaje de los documentales sino el escritor; no un psicótico, sino aquel que, por ser un raro, fue psiquiatrizado por el Estado con el aval de su familia. Por esto el libro no interesa sólo al ámbito psi, sino, como se dice en la contratapa, “a cualquier lector atento a la singular experiencia de la locura”.

En estos tiempos en los que se discute en Uruguay qué debe hacer el Estado con “los locos”, leer a Leopoldo María Panero puede servirnos como el relato de alguien que padeció desde dentro los manicomios. Él dice, con su resistencia, cómo un diagnóstico psiquiátrico no es un hecho sin consecuencias y puede ser una forma de encorsetar la subjetividad del otro. También es testigo de cómo la violencia de los manicomios no finalizó con su cierre y se trasladó a los lugares que se construyeron en España como alternativos al manicomio, y que en el Uruguay actual hay quienes, desde el sistema partidario, consideran el modelo a seguir.

  • Leopoldo María Panero. La locura llevada al verso, de Raquel Capurro. Editorial Me cayó el veinte, México, 2017. 305 páginas.

Santiago Navarro