Ordeñó y marcó ganado, esquiló, fue a la escuela a caballo y se deslumbró con la historia del negro Das Neves, un veterano de 94 años que había tenido un abuelo esclavo. Como si fuera parte de su propia obra, Mario Delgado Aparaín nació en La Macana –un paraje de Florida– y vivió cerca de Sarandí del Yi, Rivera, Caraguatá y Minas. Desde entonces desplegó un sostenido registro de la oralidad y la cadencia de pueblos perdidos (“de esos a los que se desea llegar con ansiedad sólo si se viene en ómnibus desde el norte y con terribles ganas de mear, para, luego de vaciar la vejiga en el bar donde suelen cenar los camioneros, volver a subir y desaparecer”), donde conoció a los personajes más impensados.

Tomando caña y observando el panorama, el escritor recolectó para su obra una sucesión de comisarios, alcohólicos, contrabandistas célebres, pescadores, marineros, bichicomes y linyeras, a los que se agrega algún hombre-lobo. En paralelo a sus ocho libros de cuentos, en los que se encuentran relatos maravillosos –como “El canto de la corvina negra”, “La leyenda del Fabulosísimo Cappi” y “Cuento para madres negras”– y ejemplares como los de Vagabundo y errante. Peripecias de Pedro P Pereira, con el que ingresa por primera vez a Montevideo, Delgado Aparaín ha publicado nueve novelas, entre ellas la notable Estado de gracia (1983), un verdadero western de frontera en el que se cruzan ingleses, negras lavanderas y ferrocarriles; La balada de Johnny Sosa (1987), una epopeya fundacional sobre el pueblo Mosquitos y el negro Johnny, guitarrista y cantante de rock de un prostíbulo que entona con gravedad un inglés inventado (“dont cruai for a blac jet, beiby, ai seid”), obra que recibió incontables elogios de la crítica europea; Alivio de luto (1998), que acaba de adaptar al cine Guillermo Casanova con el título Otra historia del mundo y que registra, con maestría, la transformación de un pueblo ante el régimen militar, al tiempo que respira a través de un protagonista que se propone reinventar la historia; o una de sus apuestas más ambiciosas: la reescritura del terrible sitio a Paysandú, No robarás las botas de los muertos (2002). Mediante esta operación de rescate se reivindica a la dignidad y la resistencia, a negros y marginados, a sujetos olvidados por el mundo y la historia. O a tipos comunes que asumen extraordinarias aventuras. En definitiva, se trata de una sólida saga épica que persigue la vibración exacta del habla, de una prosa que descubre esos territorios adormecidos detrás de la irrelevancia cotidiana, ya sea en Mosquitos, San José de las Cañas, Montevideo o Santa Ana.

Con su inconfundible estampa, Delgado Aparaín recibió a la diaria en un bar de Brazo Oriental, donde volvió a confirmar su inigualable maestría de narrador oral: habló de sus personajes, de sus obsesiones, de su exilio argentino y de Un perro sin hombre, su notable cuento ilustrado por Fidel Sclavo que inauguró la nueva colección de Banda Oriental.

–¿Cuándo caíste en la cuenta de que en el mundo rural y urbano del interior había muchísima más fantasía que en la ciudad?

–Uruguay se divide en dos partes; es un enano cabezón. La mitad de la población reside en Montevideo, y la otra mitad, que creo que es la que vivió un proceso más identitario, es la que está al norte del río Negro. De ahí vengo. Es un lugar de una cultura muy particular y muy influenciada por el portuñol. Siempre pensé que es una cultura fronteriza que nació con crisis de autoestima incluida. En las tres Américas sólo hay dos núcleos mixturados por la frontera, uno es nuestro portuñol y el otro es el de la cultura chicana. Desde México y Estados Unidos, a esa cultura la han intentado consolidar: tienen su literatura, su gastronomía y su música. Nosotros, no. Y todos los que venimos del norte hacia el sur padecemos una crisis de identidad. Yo siempre sentí la marginación en el sur, como en Minas, por ejemplo.

–En esa época tu vínculo más cercano era el portuñol.

–Y para eso, mi arma de defensa era hablar más lento. Tanto a mi hermano como a mí –que éramos los únicos que íbamos a caballo al liceo– nos imitaban y se burlaban de nuestra forma de hablar. A mí no me gustaba, y menos que lo hicieran las gurisas. Entonces, para que no se notara tenía que pensar antes de hablar. Cuando me acostumbré a hablar así –que es como estoy hablando ahora–, nunca más se supo de dónde soy. Cuando viví en Buenos Aires y trabajaba en Clarín pensaban que era de provincia, por ejemplo. Cuando me tuve que ir a Buenos Aires me sentí muy mal y muy disminuido por haber tenido que irme a la fuerza, y me quedaba en una pensión.

–Que para rematar la pena se llamaba Mi Noche Triste.

–¡Mi Noche Triste! Y siempre pensé que los acontecimientos culturales más importantes eran los apagones. En una noche de apagón me pregunté: ¿qué estoy haciendo acá?, ¿de dónde vengo? Atendiendo a esa crisis me pregunté cómo la definiría, y me incliné por el quererse poco o nada a sí mismo, por suponer que en nuestro mundo interior no hay nada digno de ser querido. Y eso es falso, porque lo primero que uno tiene que querer es su propia historia. Pero la mayor parte de la juventud actual la ignora, porque se ha producido un fenómeno muy traumático, que es la interrupción violenta de la comunicación intergeneracional de una comunidad. Y al haberse roto, hay muy poca transmisión de la historia personal.

–¿La literatura funciona como operación de rescate, de lucha contra el olvido?

–Tal cual. Yo concibo a la literatura como una operación de rescate de aquellas historias que uno trata de salvar del olvido, de que no ingresen en el vacío. Cuando pensaba en gente analfabeta y riquísima culturalmente –en particular, familias negras descendientes de esclavos de las fazendas brasileñas de Rio Grande do Sul–, pensaba también qué triste que es cuando hay gente que nace, vive y muere sin dejar la menor huella sobre la tierra. Empecé a recordar a determinados personajes, con los que íbamos a la escuela a caballo, y cuando había tormentas eléctricas –por las que mi madre me prohibía volver a casa, ya que llegaron a morir compañeros a causa de los rayos– me quedaba en las casas de las familias negras y escuchaba a los abuelos.

–Como Das Neves. Me imagino que eso te marcó desde muy temprano.

–A fuego. Ellos me sirvieron de excusa para entender que la mejor fuente de creación es tu propio acervo cultural. Ese mundo, que se alimenta muchísimo de la imaginación, se me metió muy adentro. Me doy cuenta de que la vida urbana tiene muchas microhistorias: la ciudad es un espejo roto; todos tenemos un pedacito en el que nos reconocemos, pero nadie tiene uno suficientemente grande para ver su ciudad entera. Hay que recomponerlo para que todos se puedan ver. Y me doy cuenta de que la psicología social en el medio urbano es, al mismo tiempo, una esquizofrenia social.

–En aquel medio conociste a personajes que te inspiraron, como Pedro P Pereira, que te hizo delirar con su pasado.

–Ese era un vagabundo de Minas Gerais, hijo de una trapecista de circo. Tenía una pinta..., parecía un actor de cine. Cuando pidió para quedarse en un galpón, y se quedó por años porque se hizo amigo de papá [que era trabajador rural], con mi hermano lo adoramos. Se vestía todo de negro, el caballo era oscuro, y a cada rato le preguntábamos: “¿Cómo te llamás, Pereira”? Y él decía: “Me llamo Pedro P Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para Personas Pobres”. Le decían Pedro P. Y como era muy ampuloso, papá decía: “Pero este debe ser conde”. Y ahí todos le empezaron a decir “el conde de Caraguatá”. Es el personaje de Vagabundo y errante. A gente como él, si vos no la rescatás, nadie la va a conocer ni recordar. Esa tarea de rescate es la que me fascina. Y de eso se trata.

–¿Y ahora? ¿Cómo recordás aquellos ordeñes y esquilas de ovejas?

–Yo aprendí a andar a caballo antes que a caminar. Con 12 o 13 años ya sabíamos arar, plantar. Había que estar atento a las pariciones de las vaquillonas o de las ovejas, que tenían que ver con la luna. Y, al mismo tiempo, plantar y cosechar. Para mí no había nada más hermoso que ver cómo afloraban las plantas de las papas, por ejemplo. Y la verdad es que debe de haber pocas noticias tan dramáticas como cuando se habla del despoblamiento rural. A veces se burlan de los paisanos porque se los considera ignorantes o torpes, y yo veo que cuando expulsan a un peón rural es impresionante lo que se pierde. Porque con él se va un legado de varios siglos acerca de formas de plantar, de atender los partos... Cuando echan a un oficinista del Banco Hipotecario, lo sustituyen por otro. Eso ya lo vislumbró Mario Benedetti.

–Con el que discrepabas en aquella imagen del país afrancesado.

–Él decía que Uruguay es un país burócrata, y había escrito El país de la cola de paja, en el que decía que este era un país afrancesado, que miraba a Europa y estaba de espaldas a América. Curiosamente, Carlos Maggi tenía El Uruguay y su gente, y Washington Lockhart, El Uruguay de veras, y en todos le erraron a los títulos: eran “Montevideo de la cola de paja”, “Montevideo y su gente”... Yo sentía que a un tiro de cañón del arroyo Carrasco empezaba Latinoamérica, ese Uruguay mestizo. Ahora, este país recién está viviendo la adolescencia, y sólo nos aseguraremos la madurez si respondemos al hermanamiento con el resto de América.

–Hablando de ese otro costal, en la madrugada del 27 de junio de 1973 viviste una escena muy fuerte sobre la ruta 8.

–Pah... yo trabajaba en el liceo de Solís de Mataojo, y durante un tiempo fui el director más joven del país, con 24 años. Era un liceo popular que logramos habilitar. Todos los que trabajábamos ahí éramos honorarios; a veces la asociación de padres nos daba algunos pesos. El puente Fierro –como se le llamaba– era el lugar estratégico para que los maestros que iban a trabajar a las escuelas rurales de Montes, Migues y otros pueblos hicieran tiraje. Subíamos en los vehículos que nos pararan, desde camiones hasta carrozas fúnebres. Eran días muy grises. Montevideo hervía, la violencia se respiraba. El golpe de Estado era inminente. Con el tiempo me di cuenta de que había golpes maxitraumáticos y minitraumáticos, porque en la noche del golpe nosotros estábamos ahí, en medio de la madrugada y la cerrazón. Sobre el arroyo había una niebla tendida que flotaba y pasaba por encima del puente. A mí me gustaba ver cómo la niebla se hamacaba sobre ese puente. De pronto empezamos a escuchar un estruendo extraño, metálico y muy fuerte. Hasta que apareció, en el medio de la niebla, el primer tanque. Venían de Maldonado porque los había pedido prestados el comandante de la Región Nº 4 de Minas, Gregorio Álvarez, que después se los quedó. Y pasaban los tanquistas con medio cuerpo afuera, y no sé si sentían que estaban en Vietnam o qué, pero nos hacían señas con el dedo y nos gritaban: “¡Llegamos, pichis! ¡Jódanse!”. Nosotros empezamos a abuchearlos. Paró el último tanque y enfiló haciendo payasadas, simplemente para decir: “Vean quiénes mandan”. Unos días antes, y esta es una historia que me habría gustado escribir, se había elegido la Miss de Solís de Mataojo. Después eligen la Miss de Lavalleja, y sale la misma profesora de literatura que habían elegido en Solís. Y esa Miss Lavalleja se presenta a Miss Uruguay, y gana. Pero se vio en la encrucijada de aceptar la corona de reina la noche del golpe, y la reina que le entregaba la corona era Julia Möller. Esa es la microhistoria que contrasta con los tanques.

–¿Qué sucedió desde ese momento hasta que caíste recluido en el cuartel de Rocha?

–Fue todo muy rápido. Viví esa atmósfera de miedo, de sospecha, de persecución ideológica, que era insostenible. Es muy fácil ser de izquierda en una ciudad grande, donde uno se puede esconder en el gran número y resulta más fácil ser anónimo. Pero en un pueblo eso es imposible.

–Eso mismo es Alivio de luto.

–Es eso. Y fue la dictadura cívico-militar, porque estaban los militares y los alcahuetes que eran civiles. En todos los pueblos hay alguien con una autoridad innominada. Y por lo general son los profesionales, doctores que de la noche a la mañana veías salir del consultorio para ir a trabajar al cuartel, a supervisar que no se pasaran de la raya en las torturas. De repente, compañeros del liceo se cruzaban de vereda para no saludarte. O ibas a buscar un remedio a la farmacia y, justamente, de ese ya no quedaba. Qué casualidad. Todo era así. Y llegaba hasta el ridículo, como los “agentes secretos”, que creían que nadie los descubría [como el Negro Clinton y el detective Sherwood Cañahueca de sus obras].

–¿En ese entonces militabas a nivel partidario?

–Sí, mis primeras militancias fueron en el Frente Izquierda de Liberación, el Fidel. En el barrio, en el que vivían familias muy humildes, todas tenían un terrenito. Por eso se nos ocurrió hacer una cooperativa en la que la negra Antonia –que era la cocinera de uno de los hombres más ricos del país, y madre de un chiquito, Julito– tenía un terreno. Y yo le decía: “Plantemos sólo morrones, orégano y perejil”. Otros tenían terrenos más grandes pero con mucha piedra, y ahí plantábamos frutilla. Entonces, teníamos una cooperativa para comer. El día de las elecciones –Julito tenía nueve años– vi a Antonia en la fila para votar, con una lista de [Jorge] Pacheco. Muy delicado, me acerqué y le pregunté: “Antonia, ¿qué va a hacer?”. “Ay, Marito”, me dijo, “voy a votar a Pacheco porque me dijeron que a Julito se lo van a llevar a Moscú”. “Antonia”, le dije, “¿para qué mierda quieren a Julito en Moscú, si no sirve ni para avisar quién viene?”. Te encontrabas con esas situaciones. En Montevideo, El País y El Día te mostraban a página entera los tanques soviéticos dando vuelta la estatua de Artigas en la plaza Independencia. Eran los antecedentes penosos del Photoshop. Y eso, a gente como Antonia, la aterrorizaba. Esa era la atmósfera cotidiana.

–¿Cómo te detuvieron?

–Yo estaba en el gremio docente, y el liceo de Solís acababa de cerrar. Estaba la parada de ómnibus; a unos metros el liceo, y pegado, una farmacia. Veo que se detienen dos jeeps frente al liceo, el oficial se baja, tantea la puerta y ve que está cerrada. Y justo el farmacéutico estaba en la puerta de la farmacia, y cuando le preguntaron quién era el director me señaló en la parada. El oficial se acercó y me pidió que lo acompañara al jeep, sin decirme para qué ni por qué, y de ahí marché a Rocha. El profesor de Matemáticas era un comandante del Ejército, batllista, civilista y antigolpista. Un tipo que sufrió el golpe como un condenado, y fue el que me encontró. Empezó a recorrer todos los cuarteles, y desde un transmisor dio la orden de que me pusieran en un jeep y me llevaran a donde quisiera. Mi madre estaba trabajando de niñera en Manantiales: fui hasta ahí y le dije que me iba al campo. Ella me contó que había un vecino que tenía una estancia en Sierra de la Ventana, al sur de la provincia de Buenos Aires, y necesitaba un casero. Leguas y leguas sin un alma. Un día me llevó a Buenos Aires como cuentacorrentista, porque era el gerente general de la mayor industria de acero de Argentina. Después lo asesinó la Triple A.

–A toda tu obra la distingue un cuidado trabajo de la oralidad. ¿Siempre fuiste consciente de esa apuesta?

–Sí, me di cuenta de que los cuentos de [Juan José] Morosoli, por ejemplo, tenían un gustito, un olor a oralidad notable, porque él escuchaba mucho a la gente. A mi manera, yo también, e incluso era capaz de imitar a los negros, por ejemplo. Creo que la oralidad es la fuente más genuina del lenguaje escrito, y que la historia que uno cuenta es tanto más convincente cuanto más te acercás a la oralidad: la buena literatura es aquella susceptible de leerse en voz alta.

–¿Y la construcción de esos personajes del comienzo, como el misterioso Filisbino Nieto?

–El Filisbino existió. Era un tipo rarísimo, que andaba con seis pistoleros armados con Winchester 44, todos bien vestidos, de cuero, con sombreros negros. Venían de Bagé, pasaban la frontera de Aceguá, llegaban a las proximidades de casa y ahí acampaban. El jefe tenía parálisis en las manos.

–¿No podía disparar?

–Podía, y también armaba el tabaco [gesticula con las manos armando un tabaco de costado]. Tenía un Colt caballito grandote. Nosotros teníamos un perrito, el Pichu, que ladraba demasiado, y un día Filisbino le disparó adelante nuestro. Así nomás. Estos pistoleros, que eran bagayeros, tenían un carruaje de cuatro ruedas y dos caballos. Siempre andaba Filisbino con los pistoleros alcahuetes detrás. A veces, al que le gustaba provocarlo un poquito era a Pedro P, que en esa época estaba con nosotros. Porque algunas veces Filisbino le decía a mi madre: “Doña Olga, vamos para el Brasil, ¿precisa algo?”, como si fuera un mandado al almacén. Era un personaje increíble. Una vez llegó con una negra bellísima, a la que le decían Pajita [su personaje de Estado de gracia y Un perro sin nombre], pero su nombre era Areopagita, que es el apelativo de un santo.

–En algún sentido, Un perro sin nombre retoma Estado de gracia: junto al lobizón y a Pajita, consolida una hibridación entre Mosquitos y San José de las Cañas.

–¡Qué bueno!: es el mismo mundo. El acercamiento al sur se da por medio del mar. En el último libro [Tango del viejo marinero] está Mosquitos y está Santa Ana. A veces, la potencia de la historia te hace forzar la geografía. Lo que importa es que me resulte verosímil. Y yo me la creo.

–Pero además hay otra cuestión: la continuidad de las amenazas entre Estirling (“si sigue jodiendo, un día de estos voy a matar a Filisbino Nieto”) y el polaco.

–Buenísimo, porque se trata de una continuidad. Cuando tenemos un mundo interior que nos gusta porque está lleno de estos habitantes locos –siempre dije que no me hacía ninguna gracia tener monjas en mi pasado, pero sí putas y piratas–, opera como una doble fuente: por un lado, de reflexión, cómo pensamos ese mundo del que venimos, con sus valores, sus historias no olvidadas; y por otro, como una fuente de creación.

–El epígrafe de Olga, “se puede vivir en la miseria sin volverse miserable”, años antes lo había demostrado el negro Johnny Sosa. ¿Cómo fueron los primeros pasos de esa novela fundacional?

–Esa frase la decía mi madre cuando nosotros nos quejábamos de la pobreza... A la salida del liceo nocturno íbamos a los quilombos, a caminar por las calles para ver a las chicas. A mí me encantaba conversar y escucharlas. Me acuerdo de que uno de los quilombos tenía un local en el que cantaban tangos. Pero un día me encontré con un negro flaco, alto, motudo, que cantaba en inglés sin saberlo. Él mismo hacía las letras. Johnny soñaba con que lo descubrieran, como los descubridores de talento de Estados Unidos. Se trabajaba un aire melancólico y no sonreía, pero eso era porque no tenía dientes.

–Y es, a la vez, la epopeya de un músico negro y pobre que desafía al destino para convertirse en alguien con historia propia, sin dejarse domesticar por el régimen.

–Exactamente. La balada es un género musical irlandés, y se caracteriza por contar, cantando, la historia de un antihéroe. Siempre pensé que si se caracterizaba por contar historias de perdedores, acá eso lo hacía el tango. Johnny es un perfecto perdedor pero con mucha dignidad, porque defiende a ultranza lo que quiere ser. En este momento lo están traduciendo al macedonio.

–Yendo a No robarás..., ¿dirías que fue tu proyecto más ambicioso?

–Desde que vi El álamo [John Wayne, 1960] me empecé a interesar por el sitio de Paysandú. Empecé a jugar a recrear los días, con una estructura que fuera muy alejada de una historia partidaria. Por mi fascinación con la cultura negra del norte, empecé a leer crónicas de los ladrones de esclavos. Ahí, cuando se daba cuenta de las bandas de facinerosos brasileños que llegaban hasta Paysandú, descubrí que quería que los acontecimientos fueran contados por alguien de afuera, con una mirada distante. Así comencé a escribir desde el centro hacia afuera, desde el calabozo hacia atrás y hacia adelante. Y me empecé a entusiasmar con la humanidad de los personajes reales y ficticios. Te diré que hasta hoy me conmueven.

–Y ahora que ha pasado el tiempo, ¿dirías que ese transcurrir de pueblo en pueblo fue el que forjó tu sensibilidad?

–Sin duda. Yo he sentido el olor de los ricos y el olor de los pobres: si querés sentir el de los ricos, atravesá un freeshop. El de los pobres es de una asombrosa dignidad. Muchas veces tiene que ver con la naturaleza entrañable de las quintas, de las chacras, del olor a orégano en la piel de las cocineras. Me fascina la sensualidad de nuestra gente, en particular de la que pertenece a los sectores más jodidos. Ellos tienen un deseo salvaje de dejar de ser jodidos, y a veces ese deseo es más jodido que eso que quieren dejar de ser. La verdad es que los cinco sentidos de la pobreza siempre me cautivaron.