La cordillera de los Andes, que da locación y título a la nueva película de Santiago Mitre, admite varias asociaciones simbólicas dentro y fuera de la obra. En referencia a la trama, podría marcar un límite sin retorno entre el bien y el mal, que es tratado casi con ribetes metafísicos, sobre todo a partir de la anécdota del sueño del zorro rojo, confesada por el presidente argentino Hernán Blanco –Ricardo Darín, impecable como siempre– a una inquisitiva entrevistadora española.
Por otro lado, la cordillera –en la que aquí se celebra una reunión de mandatarios con toda clase de intrigas, arreglos y secretos– fue cruzada por José de San Martín en 1817 para enfrentar a las tropas españolas, en un hito militar que, junto a la revolución de Simón Bolívar, sería el punto de quiebre de las relaciones coloniales. En la reunión del film, Brasil se perfila como poderoso propulsor de una autarquía petrolífera, a partir de una alianza regional emancipada de las intervenciones de Estados Unidos. Ese anhelo representa, en cierta medida, una actualización de la gesta libertadora del siglo XIX.
Así, la película opera dentro y fuera de sí misma: dentro, por la relación entre la cumbre presidencial y demonios privados del presidente Blanco; fuera, porque de algún modo intentaría espejar un actual estado de las cosas en América Latina. El problema es que, entre ese adentro y ese afuera, Mitre y su coescritor insigne, Mariano Llinás, nunca logran una textura narrativa y conceptual lo suficientemente sólida.
En parte hay una película de intrigas políticas a lo House of Cards, en la que todos los políticos tienen segundas intenciones y abundan las puñaladas por la espalda. Al lío diplomático de la cumbre se agregan operaciones de Estados Unidos por medio de México, y una inminente denuncia de corrupción por medio del ex yerno de Blanco. Esto último lleva a que Blanco solicite que su hija Marina (Dolores Fonzi) vaya al hotel donde están los mandatarios, para saber un poco mejor dónde está parado. La visita se le va de las manos, ya que Marina entra en una especie de parálisis histérica, y hay que recurrir a un psiquiatra chileno. Mediante la hipnosis, la hija del presidente parece salir de ese estado semicatatónico, y en ese proceso revela algunos detalles de un pasado que no es el suyo, pero que presenta extraños y oscuros visos de realidad. Como en una reminiscencia de Caché - Escondido (Michael Haneke, 2005), un recuerdo familiar sepultado parece agitarse, tironeando en el interior del personaje de Darín, y enfrentándolo nuevamente a los fantasmas del bien y del mal.
Esto es en teoría lo que debería ser, pero el film nunca permite que las dos tramas se conjuguen del todo. Su unión se da en lo que nosotros imaginamos que quisieron hacer los guionistas, pero por lo general la llegada de la hija parece una irrupción molesta en el asunto de los verdaderamente más importantes tejes y manejes políticos, o la política es una cobertura un poco superficial e incómoda (o incómoda por lo superficial) del auténtico asunto personal y moral del presidente Blanco.
Al personaje de Darín le pasan cosas, y tiene escenas y momentos de gran autenticidad (toda su escena a solas con Fonzi es lo mejor de la película), pero nunca son convincentes las razones por las que los guionistas quisieron que viéramos eso. Todo queda en salpicaduras, cabos sueltos que en otro tipo de obras aportarían a un modelo para armar poco claro, que nos obligaría a hacer el trabajo nosotros, pero que en un formato como el de La cordillera simplemente parecen desarticuladas e inacabadas.
En cuanto a lo político, mucho se ha señalado a esta película de Mitre como cierre de una trilogía formada por El estudiante (2011) y La patota (2015). Así, La cordillera sería la versión en gran escala de los funcionamientos políticos a nivel micro que se daban en El estudiante. Si en aquella el trabajo de hormiga de Roque (Esteban Lamothe) para ir incorporando poder dentro del gremio de su facultad era una especie de espejo de la política argentina, en La cordillera la delegación argentina sirve como modelo en pequeña escala del funcionamiento global. El problema es que en este pasaje a lo “grande” parece que lo político pierde sutileza. En El estudiante la escala micro nos llevaba a debatir acerca de los arreglos necesarios en la realpolitik en torno a una especie de eje moral, y a considerar una compleja red de gradientes y acuerdos que daban mucho que pensar. En La cordillera todo eso es explícitamente sustraído, para llevarnos algo más esencializado, casi (como se dijo al comienzo de la nota) metafísico. Ante esa disputa entre el bien y el mal, lo que puede decir cualquier espectador una vez abandonada la sala es el burdo y apolítico “todos corruptos”.
El otro punto importante no tiene que ver con lo que se muestra, sino con lo que se oculta en ambos films. En El estudiante el peronismo surcaba la obra como un fantasma que, por no ser mencionado, se hacía aun más presente. En La cordillera esa invisibilización se opera sobre la crisis contemporánea de los populismos latinoamericanos. Brasil, en ese sentido, parece ser (todavía) un gran reservorio de todas las proyecciones alentadoras y tenebrosas del populismo, tanto en la referencia a la conformación de una alianza por fuera de arreglos con Estados Unidos como por la eventualidad de un impeachment (en evidente referencia a lo que sucedió con Dilma Rousseff) en la charla secreta que mantiene Blanco con el presidente estadounidense. En El estudiante la ausencia del peronismo aumentaba su presencia fantasmal; en La cordillera la ausencia de los populismos parece tomar un rumbo más banal e incómodo.
El problema al analizar La cordillera va en esa línea: ante la banalidad y la desarticulación de lo que presenta, uno no sabe en qué medida quiere hacerle decir más cosas de las que dice, o si es que no tiene mucho para decir.
La cordillera, dirigida por Santiago Mitre. Argentina/Francia/España, 2017. Con Ricardo Darín y Dolores Fonzi. Grupocine Punta Carretas y Torre de los Profesionales; Life Cinemas 21, Alfabeta y Costa Urbana; Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas; shoppings de Colonia, Las Piedras, Paysandú, Punta del Este, Rivera y Salto.