Algunas veces, los infinitos sonidos de una ciudad pueden trazar espesos y fascinantes mapas. En otras ocasiones, el arte puede apropiarse de ese paisaje y componer conciertos sorprendentes. Este es el caso del valenciano Llorenç Barber, artista, docente, musicólogo e investigador que ha musicalizado más de 150 ciudades y campanarios a lo largo del mundo. Este artista sonoro fue uno de los precursores del minimalismo musical español, y desarrolló una importante apuesta como creador de colectivos en torno al arte de vanguardia y la música posmoderna.

A los 20 años, Barber fue alumno de grandes referentes como el compositor alemán Karlheinz Stockhausen -uno de los más destacados de la música culta del siglo XX-, o el húngaro György Ligeti -Stanley Kubrick incorporó algunas de sus composiciones como parte de la banda sonora de 2001, Odisea del espacio, aparentemente sin su autorización-, y en 1970 lo impactó la lectura de Silence, una recopilación de charlas y textos del compositor y teórico estadounidense John Cage (1961). Así comenzó una extensa carrera, y se convirtió en el primero en apostar al espacio público como campo sonoro, organizando conciertos en sitios como campanarios, calles o parques. Entre el minimalismo, la improvisación y la ejecución constante de la libertad, Barber desplegó su obra al margen de las instituciones habituales, aunque haya sido director del Aula de Música de la Universidad Complutense de Madrid, desde la que organizó una treintena de cursos de creación musical, cientos de conciertos y cuatro festivales de libre expresión sonora.

En el marco del Festival Internacional de Arte Sonoro Monteaudio17, la Escuela Universitaria de Música invitó a Barber y a la etnomusicóloga mexicana Montserrat Palacios, especializada en cantos de tradición oral y antropología sonora, para que realizaran un taller de arte sonoro en espacios públicos. Además, hoy a las 19.30, en el Centro Cultural de España, conversarán sobre el arte sonoro en España y el libro La mosca tras la oreja (2010), que escribieron juntos, y mañana a las 20.00 ofrecerán un concierto performático en la Facultad de Artes, junto a los artistas que participaron en ese taller.

Hace unos años, Barber decía que, se mire por donde se mire, para él un artista es “un ser humano inquieto que inventa estrategias para que el vivir suyo y el de sus coetáneos sea más pleno y rico”. En ese entonces contaba que la primera vez que se atrevió a “sonar” una ciudad se quedó “de piedra al advertir cómo la ciudad entera devino oreja comunal y gigantesca”, y por “el hecho de que todos hicieran un hueco en sus vidas para escuchar, comentar y participar en un mismo hecho. ¡Y un hecho sonoro! El sonar de sus campanas les abrió sus memorias hasta lo más recóndito. Y ni los perros dejaron de participar en coro en el evento”. En diálogo con aquella experiencia, la diaria consultó al musicólogo por el Taller de Música Mundana que creó en la Complutense en un momento fermental -poco tiempo después de la caída del régimen franquista-: el valenciano cuenta que ese taller surgió a partir de la música improvisada libre, el minimalismo tecnológico, la cantidad de músicos de toda Europa que llegaban a España, e incluso su asombro por el mundo anglosajón, “y esa libertad inusitada de la gente que en aquella época podía llegar a tocar debajo de un puente. Cuando me invitaron me puse a su altura, y creé una pieza, Sambori [“rayuela” en catalán], en una versión para calle y autos [según el movimiento de cada automóvil, se producían notas en tiempo real] y en otra versión para pájaros y parque. Fue mi traducción personal de lo que yo creía que ellos estaban haciendo”, dice, y advierte que “el espacio es música a recorrer... ya sea un pájaro comiéndose una miga de pan, o un auto que no sabe que está siendo traducido -a partir de un código que inventé- a sonidos”. Así, define su vida como una experiencia “de aluvión”, en la que va “descubriendo cosas, las va guardando y luego busca soluciones” posibles.

¿Y en cuanto a sus procedimientos compositivos? Dice que de ese modo es como se teje una base sobre la que trabajar, “pero cuando llega el momento de traducir ese algo siempre empiezo con grupos, porque mi ego no es el de una gran estrella, sino que más bien se inclina a la colaboración. Por eso siempre busco talleres, grupos de compañeros escogidos para crear, como el Flatus Vocis Trío [que creó en 1987], y siempre estamos buscando grupos o manifestaciones plurales, sean talleres o festivales. Después, con todo eso tienes que hacer algo, y ahí es cuando llegan las campanas. Entonces descubro una salida de emergencia, ¿qué hacen ahí esos monstruos sonoros, que no los toca ni el sacristán? Lo interesante es que en el mundo anglosajón y el germano las campanas cumplen funciones muy claras y delimitadas, mientras que en el mundo latino son algo más, porque son muy desafinadas, están en templos olvidados o muy llenos de gente, no son electrificadas, y cuando lo son no nos sentimos a gusto. Digamos que hay una cercanía entre la campana y una comunidad que está en cambio constante, y campanas que empiezan a ser olvidadas, y que llegan a cero en su actividad y en su significación pública. Y ahí es cuando entra el arte”. Explica que el diálogo de campanas se da motivado por que el “humano es un ser fugitivo que nace y muere en media hora. Y ¿quién señala el nacimiento y la muerte? Todos esos tránsitos los señalan las campanas, y por eso es un instrumento de lo transitivo y de lo desconocido, porque está entre el cielo y la tierra: a la tierra sabemos muy bien cómo labrarla, pero al cielo ya veremos. Con lo cual hay todo un emblema y una simbología que alguien tiene que abordar desde el arte”. Así comenzó a engendrar soberbias composiciones minimalistas orquestadas por un inédito conjunto de bronces y cuerdas.

En cuanto al arte sonoro conceptual, Barber cuenta que se trata de una narración que hasta entonces no existía: “El poder se ocupa de lo obvio, cuando se trata de un nuevo paradigma difícil de explicar, y de dudosa procedencia, pues no hay narración, sino más bien cortina de humo. Por eso, a lo largo de siete años [con la investigación que desembocó en el mencionado libro La música tras la oreja. De la música experimental al arte sonoro en España], pusimos las bases de lo que ha ocurrido, cada día, desde hace 100 años; quién lo ha escrito, dónde lo ha publicado, con qué lo defiende, cuántos manifiestos se han hecho sobre los antecedentes que ahora llamamos arte sonoro, y que no es un invento de la nada. Desde el futurismo hasta ahora se han dado 20 oleadas de vanguardias, seudovanguardias, inventos, ilusiones, pero nadie ha querido -monográficamente- darles un sentido más o menos lineal”. Monserrat Palacios puntualiza que, además, no sólo se trata de una historia lineal, sino también de una reconstrucción “de muchos paradigmas que se pensaban dados, y que veíamos que estaban surgiendo. O sea que no sólo se pone al día el pasado, sino que también se cuestiona lo que está surgiendo hasta 2009. De modo que no se trata solamente de los 100 años del futurismo, de una mirada hacia atrás, sino de una desde el hoy, y desde el lugar hacia donde creemos que nos dirigimos, y de por dónde se vislumbra esto que ahora se llama arte sonoro, y que antes no estaba tan claro. Se hace en primera persona, con Llorenç, que tiene la vivencia de todo un momento histórico del que fue pionero, cuando el arte sonoro todavía no tenía etiquetas”.

Consultados sobre la performance de mañana, explican que se trata de una obra coral que surge de la improvisación y de creaciones colectivas que se fueron gestando en el taller. Palacios adelanta: “No sólo vamos a estar en el teatro, también ocuparemos el espacio público y nos interrelacionaremos con el público, llevando a la práctica esa idea, tan propia del arte sonoro, de que al sonido lo hacemos entre todos y el sonido somos todos. Entonces, aquí no se diferencia entre unos que proponemos el sonido, lo hacemos y lo actuamos, y otros que nos miran y nos escuchan. Hay que cambiar y tergiversar esa frontera entre los actores y la gente sentada. Y, sobre todo, recuperar la idea de que la música no existe en ausencia de quien la escucha: el sonido es creado por la escucha. Por lo tanto, no hay una obra cerrada, no hay un concepto de composición, sino más bien uno de improvisación, de creación en tiempo real y de transversalidad entre el que escucha, el que propone y el que actúa”.