Roger Chartier (Lyon, 1945) forma parte de la cuarta generación de la Escuela de los Annales, corriente historiográfica fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre. Como investigador, desde principio de los años 80 se ha dedicado especialmente a la historia del libro, de la edición y de la lectura, y, además de ser profesor en el Collège de France y en la Universidad de Pennsylvania, tiene una larga trayectoria como invitado en cursos de varias universidades latinoamericanas. En español se han publicado, entre otros, sus libros El mundo como representación, El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII y La historia o la lectura del tiempo, además de La historia de la lectura en el mundo occidental, proyecto colectivo que codirigió con Guglielmo Cavallo.

Hace unos días estuvo en la Universidad Nacional de Rosario, donde recibió un doctorado honoris causa (su cuarto en Argentina) y a principios de esta semana dio dos conferencias en Uruguay: una en la Alianza Francesa, titulada El pasado en el presente. Ficción, historia, memoria, y otra en la Facultad de Humanidades, bajo el nombre Shakespeare y Cervantes. Encuentros imaginarios y apropiaciones textuales. El lunes lo encontramos en el coqueto hotel Hyatt Centric y, en un español fluido, que aprendió en la escuela y perfeccionó, sobre todo, en España y Argentina, habló con la diaria del mundo digital, la crisis del libro y las humanidades.

Una de sus dos conferencias en Montevideo vincula a Cervantes y a Shakespeare... ¿Qué piensa de la famosa frase que se encuentra en el Quijote: “la verdad, cuya madre es la historia”?

–Si seguimos a Borges, debemos pensar cosas contradictorias. En “Pierre Menard, autor del Quijote”, cita la misma frase y le da sentidos totalmente opuestos si se piensa en el contexto de 1605, el de la primera edición del libro, o en el de Menard, en los años 1930. Si en el segundo caso se abre a una dimensión relativista de la verdad histórica, en el primero es más una afirmación clásica, heredada de la idea de que la historia est magistra vitae, la historia es la maestra de la vida. Por eso la frase podría servir a toda la corriente que viene después de Hayden White, que considera que la verdad histórica es similar o semejante a la verdad de la ficción, o a quienes, como Carlo Ginzburg o yo, defendemos la idea de que hay un registro de verdad histórica que es diferente, porque supone operaciones de conocimiento, establecimiento de fuentes y, sobre todo, el sometimiento del discurso a los criterios de la prueba. La cita, a través de la lectura de Borges, abre los dos caminos.

Pero usted se decide por uno de ellos.

–Yo pienso que evidentemente existe la producción de una verdad por la ficción, de una verdad de los individuos que entienden el mundo, la naturaleza, pero que esta verdad no es del mismo orden, desde su construcción, que la verdad histórica, que requiere la delimitación de un problema, la elección de una serie de documentos transformados en fuentes y de un modelo explicativo y, finalmente, el criterio de las pruebas que, en un momento dado y en una comunidad historiográfica dada, son consideradas relevantes.

En este sentido, usted ha utilizado las obras históricas de Shakespeare para explicar “la fuerza de las representaciones del pasado propuestas por la literatura”.

–Es un buen ejemplo de esa distinción, porque en la época de Shakespeare está la historia escrita por los cronistas, que intenta estar lo más cerca posible de los acontecimientos, plasmada en los criterios de su tiempo –que no son los nuestros–, pero que respeta lo que debe respetar: la exposición de los hechos en su sucesión y el intento de descubrir las razones de lo que ocurrió y de las conductas de los individuos. Cuando Shakespeare se apodera de estos textos (sobre todo de las crónicas de Holinshed) como materia para sus propias obras, desarrolla una gran libertad en relación con sus fuentes. Así, transforma el orden cronológico de los acontecimientos y atribuye a algunos de ellos dimensiones que no tuvieron, porque los convierte en el encuentro de varios acontecimientos. Un ejemplo de esto es la rebelión de Jack Cade en la segunda parte de Enrique VI, basada en una revuelta de 1450 que existió, pero que Shakespeare describe como si fuera la de 1381 [la de Wat Tyler], más violenta, más milenarista, más apocalíptica.

Para el autor, lo que se debe producir es una verdad dramatúrgica, y a partir de ese momento su ficción puede jugar con los hechos, las cronologías o incluso lo que se pensaba o se decía de la psicología de los individuos, los reyes, aristócratas, ministros, porque la idea de producir esta fuerza de la representación dramática de la historia es que siempre esté basada en la ambivalencia, en la incertidumbre. Sin embargo, el resultado, para nosotros y para muchos ingleses del siglo XVII, es que la presencia del pasado era la historia que contaba Shakespeare mucho más que la de los cronistas, leídos solamente por los eruditos o por los dramaturgos que querían escribir obras teatrales de naturaleza histórica.

Ahora pasa eso con las películas.

–Claro, porque en las sociedades contemporáneas los historiadores ya no tienen el monopolio de la presencia del pasado. Por eso se deben comprender las relaciones y las diferencias entre las tres formas de esa presencia, que son a través de la memoria –ya sea individual, comunitaria o institucionalizada–, la ficción y, frente a esas dos modalidades, el trabajo de los historiadores.

¿En qué estatus se posiciona esta última modalidad?

–Por un lado, en un estatus de homología, porque los grandes libros de Paul Ricoeur, de Michel de Certeau, en cierto sentido también de Ginzburg, han mostrado los parentescos que existen entre escribir la historia y escribir la ficción e, incluso, han propuesto tomar para la escritura de la historia formas que son las de las películas, como el travelling, el close-up o la construcción retrospectiva y, de esta manera, hay algo compartido en cualquier forma de escritura que representa el pasado.

La diferencia es que, aunque exista este parentesco retórico, hay una diferencia epistemológica fundamental, que es el contenido de la operación histórica. De Certeau decía que la historia es como un discurso doble: está el discurso del historiador, que es el del presente, el que intenta comprender y explicar, y dentro de ese está el discurso del pasado, que son las citas, los documentos, las voces del pasado. Esta estructura desdoblada es una característica específica del discurso historiográfico, incluso si toma fórmulas de la escritura de ficción.

A la inversa, un novelista puede utilizar referencias de documentos, citas, reproducciones de esos documentos en el texto, bibliografía o notas de pie de página que remiten a las fuentes consultadas, pero solamente cuando quiere imitar la forma de un libro de historia, ya que no es una modalidad de expresión requerida por la novela.

¿La diferencia es, entonces, desde dónde se escribe?

–Y desde dónde se lee. La apuesta fundamental no es pensar que la historia debe hacer callar las otras modalidades de presencia del pasado, sino que debe hacer a los lectores o espectadores conscientes de las diferencias, porque el placer o el tipo de saber que la ficción conlleva no es del mismo orden que el saber controlado de un historiador, miembro de una comunidad de conocimiento. Por eso, indicar las representaciones del pasado que se pueden encontrar en una ficción y cómo, aunque tengan una gran fuerza estética, afectiva, no necesariamente son adecuadas a lo que fue ese pasado, no es desmentir o ignorar su fuerza propia, sino evitar una confusión.

¿Cómo ve la liberación de documentos privados, por ejemplo en Wikileaks o los recientes Panama Papers?

–No hay una verdad absoluta, y siempre se debe medir lo que es una contribución a la democracia y lo que puede ser puesto al servicio de una ideología o conllevar un peligro para un Estado, una nación, una comunidad o algunos individuos. Así que soy un poco ambivalente... Por un lado, puede mostrar aquello que era ocultado, dar existencia pública a lo que normalmente se mantenía en secreto. Por otro, como hemos visto en el caso de la última elección estadounidense, puede ser un elemento de propaganda, una intrusión en el campo político relacionada con la ideología de quienes hacen ese tipo de exhibición para servir a una política particular. Eso implica, como en el caso de Julian Assange, una inversión del proyecto, que en cierto sentido consiste en abstraerse del campo político para demostrar o exponer mecanismos secretos que podrían ser contrarios a la democracia.

Más allá de esto, pienso que pueden existir razones legítimas para mantener secretos algunos documentos, no para ocultar la corrupción, sino porque pueden implicar la vida de mucha gente, como en el caso de secretos de tipo militar. En este sentido, no se puede imaginar una transparencia absoluta. Y menos aun si está al servicio de una causa política que es todo menos transparente, como en el caso del apoyo dado por Wikileaks al señor Trump.

¿Están las humanidades en crisis?

–Bueno, están en crisis desde el mundo griego, desde Aristóteles... Depende de lo que se entienda por crisis. En un momento dado había modelos de comprensión dominantes (como lo fue en muchas disciplinas el estructuralismo), que en los últimos 30 o 40 años se han fisurado, multiplicándose los tipos de aproximación: en este caso, la crisis es la fuente de una riqueza o de una energía, porque esas disciplinas se han alejado de un modelo de comprensión que se consideraba el único legítimo. Si hablamos del papel que desempeñan las humanidades en el espacio público y en la decisión política, tal vez tengan menos impacto hoy que hace 20 años, cuando en Francia figuras como Georges Duby o Jacques Le Goff eran, a la vez, grandes historiadores desde el punto de vista de la disciplina y voces que intervenían en el campo cultural o en el espacio público. Esto se ha perdido, y hoy lo más importante son las voces tecnocráticas, que no se preocupan mucho del pasado ni de las humanidades, o bien las de quienes algunas veces se llaman intelectuales y, como no tienen ningún saber particular, opinan sobre todo.

La opinión es interesante de por sí, pero no más o menos que la de cualquier ciudadano. Si los intelectuales pueden o deben tener un papel particular es porque tienen un saber, generalmente se les paga por construirlo, y es a partir de este saber controlado que pueden opinar en el espacio público. Eso se ha perdido, me parece. Ya sea, como decía, para favorecer un discurso puramente tecnocrático, o para construir un diálogo presuntamente intelectual pero en el cual no hay contenidos de saber: hay opiniones (de derecha, de extrema derecha, de izquierda), que son legítimas como tales, pero a las que no entiendo por qué se les da tanta importancia cuando son proferidas por una clase particular de individuo. Lo cierto es que la opinión del taxista, del empresario, del obrero, tienen tanta importancia como estas. Hay, entonces, una impostación del papel del intelectual, particularmente en Francia, que me parece un elemento de la crisis de las humanidades. Decía, como broma, que por mucho tiempo “intelectual francés” era...

...casi una tautología.

–Sí, sí. Ahora puede ser un oxímoron.

¿Esto está ligado a cierta recesión del libro como objeto?

–Ese es otro problema. Una consecuencia de esto fue también una crisis de las universidades, que no es necesariamente lo mismo que la crisis de las humanidades, sino una crisis de los presupuestos, de las condiciones de trabajo; la administración tiene un peso cada vez más fuerte y la investigación se redujo. Esto puede conducir a una producción científica que adquiera formas no tan visibles como lo eran antes los libros; así sucede con todos los informes, reports y resultados de investigaciones colectivas, que no circulan mucho fuera de la academia.

Otro asunto tiene que ver con el mundo digital, cuyo uso cotidiano es ya universal. Esto hace que la noción misma de libro pueda desaparecer; no sólo se trataría de una desaparición en tanto objeto, sino también en tanto discurso, porque lo digital es un mundo de lectura segmentada. Ese peligro no parece extremo, porque en el mercado del libro, el impreso mantiene 95% de las ventas salvo en Estados Unidos, pero el problema es saber si la gente todavía lee de aquella manera. Los que leen así prefieren la forma tradicional, pero hay una competencia en la enseñanza con otras formas de discurso que, incluso si fueron pensados como obras unitarias, son apropiados como una serie de citas, de partes desvinculadas, en las que se pierde la relación entre el fragmento y la totalidad.

De esta manera, hay una incertidumbre en cuanto al tipo mismo de cultura textual, que podría conducir incluso a una dificultad de comprensión –y tal vez de producción– de un discurso que suponga una organización, una arquitectura en la cual cada parte, capítulo, párrafo, desempeñe un papel específico. Sin embargo, la responsabilidad no es sólo del mundo digital, porque el uso de apuntes, de extractos, fue siempre una práctica universitaria, pero se reforzó porque en lo digital hay una inmediatez del fragmento, ya sea en la escritura de por sí fragmentada, como los tuits, los sms o a veces los mails, o esa tendencia a imponer una estructura de fragmentos autonomizados, que implica el riesgo de perder la comprensión de la obra como tal. Este es un elemento, si no de crisis, de incertidumbre o de inquietud.

También se da la simultaneidad de varias lecturas...

–Absolutamente. Sin embargo, esto tampoco nació con el mundo digital. En el Renacimiento, en el tiempo del humanismo, una técnica de lectura dominante era justamente la de extraer del texto fragmentos para reutilizarlos y, a su vez, gran parte de los libros impresos eran antologías. La gran diferencia es que en esos casos la totalidad de la obra se da a ver, si no a leer, a través de su forma de inscripción en el libro. De este modo, nadie está obligado a leer todas las páginas, pero la forma material dada al discurso impone la percepción inmediata de la totalidad; si se extrae un pasaje, se sabe de dónde se extrae y a qué momento pertenece.

¿Se puede dar, en el mundo digital, lo que decía Michel Foucault acerca de la muerte del autor?

–Puede ser, pero tal vez no ahora, porque lo interesante del mundo digital es que intenta conservar todas las categorías y criterios del mundo impreso, prácticamente las mismas desde el siglo XVIII (copyright, propiedad intelectual, derechos de autor), para estabilidad de la obra y singularidad de la escritura. En ese sentido hay una continuidad.

Pero, evidentemente, el mundo digital puede prometer otras perspectivas en las cuales los textos sean abiertos, móviles, maleables, y, en este sentido, la escritura sería un proceso colectivo y desaparecería la idea de propiedad literaria. Hay experiencias muy marginales de estas nuevas posibilidades de la técnica digital, pero por ahora lo digital es muchas veces mera digitalización de un libro que ha existido, de un documento escrito. La edición digital quiere ser algo idéntico a la impresa, con las mismas categorías: hay autores, editores, derechos, un acceso pago y, de alguna manera, se debe violentar el mundo digital para impedir que los textos puedan ser retransmitidos, copiados e impresos, y lograr que el lector no pueda entrar en el texto.

Fijar el texto digital es un poco ir contra su naturaleza, que es ser móvil, abierto. Hay ejemplos muy concretos, particularmente en las ciencias. Por un lado, la edición digital contiene todo lo que decía la impresa, y puede así mantener los precios extravagantes de las revistas científicas –el promedio de la suscripción anual a las de química es hoy de 5.000 dólares, pero llegan hasta 25.000–. Entonces, hay un mercado cautivo y de esta manera se ve que lo digital no es necesariamente equivalente a la democratización o a la circulación abierta, porque en este caso se mantiene la imposibilidad de transmitir el texto sin pagar, o sin que una institución haya pagado por sus miembros. Frente a esto, muchos científicos, particularmente de la biología y la matemática, quieren lo contrario, el acceso libre al resultado de las investigaciones, y les han impuesto a esas revistas que lo hagan posible, por lo menos algunos meses o años después de la publicación de los artículos, pero para la ciencia no es como para las humanidades: las cosas deben ser inmediatas, y por eso han creado una alternativa; hay varias “revistas” de open access.

¿Estamos, entonces, en un período híbrido?

–Sí, y eso es lo que hace difícil los diagnósticos, porque tenemos todavía tres culturas de lo escrito: la manuscrita, el mundo enorme de lo impreso y el mundo no menos enorme y aun más universal de lo digital. Digo más universal porque en el siglo XVIII no todos podían tener una imprenta, y hoy casi todos pueden tener alguna pantalla.

¿Cree que es un medio de democratización?

–En primer lugar, sí. La idea es que a partir de este momento hay una posibilidad del conocimiento y de la comunicación que se democratiza. Después de esto, hay que ver qué tipo de democratización es, porque también aumenta el acceso a errores y falsificaciones. Estos tienen una fuerza en el mundo digital que no tenían en el impreso, porque había una jerarquía de lo que se podía esperar en relación con el conocimiento. Algunas editoriales y autores le dan un peso de verdad a lo que publican cuando se trata de textos de conocimiento, mientras que las revistas de los quioscos no tienen exactamente los mismos criterios. Así, hay un orden que limita la circulación, por ejemplo, de las falsificaciones históricas.

En el mundo digital, todos los textos aparecen de la misma manera, todos son accesibles y, si el lector no está preparado, puede aceptar como verdaderos banales errores o, de modo más peligroso, falsificaciones de la historia. Así que también soy ambivalente en esto, aunque sociológicamente hay, sí, una democratización que, en un sentido, puede ser una forma de encarnación de la Ilustración del siglo XVIII. Kant decía que las luces son cuando cada individuo puede hacer un uso público y crítico de su razón, y hemos visto que hay un espacio público que se construye digitalmente y que más o menos corresponde a esa definición. Individuos que, como lectores y como escritores, intercambian opiniones, proyectos, intervenciones, en un espacio no limitado por la comunicación impresa, porque cada uno puede tener acceso a este espacio público, mientras que medios como los periódicos, los diarios y los libros tienen un filtro.

Sin embargo, por otro lado hay un peligro enorme de que se pierda la percepción de la relación entre tipo de discurso y tipo de conocimiento. El riesgo más grande es que el mundo digital es inmediato, no hay un aprendizaje particular, porque saber cómo funciona un aparato no es un aprendizaje de contenidos, sino de técnica. Por eso, el papel de la escuela, la biblioteca o los medios debe ser enseñar a la gente a viajar en este mundo de la superabundancia textual e iconográfica.

Un ejemplo de esto es cuando se manifiesta la dificultad de encontrar ciertas cosas en internet.

–Claro, porque los motores de búsqueda no son neutros. Se ha demostrado cómo Google distribuye el orden de las informaciones en relación con intereses económicos: durante mucho tiempo, cuando se buscaba Shoá u Holocausto, lo que aparecía en los primeros resultados era la propaganda negacionista.

¿Cómo afectan la lectura los distintos soportes físicos?

–Aquí debemos evitar, en general, dos perspectivas. Por una lado, la tradicional, que no se preocupa por el soporte. Según esta visión, la gente lee obras; la materialidad es ignorada, pero es fundamental. La novela del siglo XIX, en América o en Europa, se publicaba como folletines en los diarios o por entregas, y eso establecía relaciones de escritura y de lectura completamente diferentes. La misma obra podía recibir estructuras y sentidos totalmente distintos, porque la forma material importa, tanto en la concepción de la obra por su autor como en su apropiación por el lector. La otra perspectiva peligrosa es la de pensar que hay un determinismo absoluto de la forma, que el lector está completamente sometido a ella y no puede tener espacio de invención o de creación en la lectura. Entre estas dos figuras extremas, debemos comprender cómo el soporte afecta la lectura, cómo hace posibles algunas maneras de leer e imposibles otras.

Como decía, imponer una lectura de fragmentos aislados, autonomizados, a obras que nunca concibieron sus partes de esta manera es uno de los efectos de distorsión que se dan en el pasaje de una forma material de edición a otra. Más generalmente, pienso que la diferencia es que en el mundo de lo impreso la lógica de la lectura y de la búsqueda es de tipo espacial. La página es como un territorio, igual que la librería: toda la lógica es de contigüidad física, y esto permite encontrar lo que no se busca, por eso muchas veces se utiliza la metáfora del lector como viajero, nómade o peregrino. En la página del diario se pueden encontrar una columna, una reseña, un reportaje, un aviso publicitario, que están juntos pero no son homogéneos.

Por su parte, la lógica del mundo digital es por temas (tópicos, rúbricas, palabras claves) y establece un orden más horizontal, de la nomenclatura enciclopédica. El resultado es que uno encuentra mucho más rápidamente lo que busca, pero el contexto no es más físico, material, entre cosas que no tienen porqué estar temáticamente relacionadas. En una revista electrónica, un periódico electrónico o un sitio web de venta de libros impresos, el contexto se da entre artículos que pertenecen a varias fuentes pero que tratan el mismo asunto, mientras que en el mundo impreso el contexto se da en la proximidad entre artículos sobre varios temas.

La lógica temática profundiza; la espacial es más de la variedad, en cierto sentido. La lección, en todo caso, es que no hay equivalencia. Lo que nuestros discursos deberían sugerir es el mantenimiento de esa coexistencia de la que hablaba, mientras que la tendencia –o más que la tendencia– es considerar que hay equivalencia y sustituir. Hay diarios que han desaparecido en su forma impresa y las librerías en Europa tienen grandes dificultades, en parte creadas por la presencia de la venta online.

Recientemente estuvo en Montevideo su compatriota Barbara Cassin y, en una entrevista, se manifestó muy preocupada por el avance del globish [por global english, inglés global]. ¿comparte usted esta preocupación?

–Con el mundo digital hay varios intentos de encontrar lenguas universales. Una sería la iconográfica, los emoticones y los emojis, que deben valer en cualquier lengua porque expresan emociones o registros de sentido. Otra perspectiva es la de lo universal a través de una lengua particular, como era en un tiempo y para una parte de la población el latín. Entonces, la cuestión es mantener las lenguas de cada uno con un sistema de signos universalmente comprendidos, o bien hacer del inglés la lengua universal de la comunicación.

Esto conduce a que esta lengua impuesta, sin ser completamente nueva, se aleje del inglés y se aproxime a una lengua reducida a sus elementos esenciales, como el idioma de las disciplinas científicas, que no es incorrecto pero tiene una estructura muy rígida, casi formularia. El problema puede ser, del lado del inglés, una invención algunas veces literaria de una lengua mestizada con otras, como el spanglish y varias otras, o bien, del lado de las otras lenguas, una forma de empobrecimiento, de pérdida de ciertas características individuales [por ejemplo, los tildes] y de alteración, como vemos generalmente en la comunicación electrónica.

Para mí es importante que el modelo de las disciplinas científicas no se aplique a las humanidades y ni siquiera a las ciencias sociales, porque para nuestras disciplinas, la historia, la literatura, las ciencias humanas y las sociales –tal vez con la excepción de la economía, que se ha acercado al modelo científico del que hablaba–, hay una indisociabilidad entre la lengua, la escritura y la manera de concebir, organizar, plasmar un discurso, más allá de los efectos estéticos que se puedan producir. Entonces, todo el esfuerzo es el de hacer visible esta preocupación.

Yo soy profesor en Filadelfia, y lo primero que les indico a los estudiantes es que existen lenguas que no imaginan, o que conocen pero que nunca vincularían con el saber, porque la idea espontánea es que lo que importa es el inglés, y si algo no está en inglés es porque no es importante, lo cual conlleva un gran empobrecimiento. Está esa sentencia atribuida a una gobernadora de Texas [Miriam A Ferguson]: “Si el inglés fue bueno para Jesucristo, debe ser bueno para los niños de Texas”, que no sé si es verdadera, pero resume una posición hegemónica y al mismo tiempo ciega de Estados Unidos.

Por otro lado, hay dos cuestiones: una de principio y otra pragmática. Es verdad que en un encuentro científico o de cualquier tipo, si se piensa que la gente debe poder comprenderse, algunas veces sólo el inglés es la lengua compartida. No voy a oponerme a este uso pragmático, pero en la definición teórica el problema es mantener la posibilidad para cada uno de aprovechar la sutileza, la riqueza, la belleza de las distintas lenguas. Esto tiene que ver con un tema al que supongo que Barbara Cassin estaba muy atenta: el de la traducción, que es otro elemento de crisis, no en relación con el mundo digital, o sí, pero indirectamente. En Estados Unidos, las editoriales universitarias tienen una gran reticencia a publicar traducciones y en toda Europa es igual, incluso en Italia, que fue durante mucho tiempo un país famoso por esta actividad. El problema tiene varias dimensiones: una humanista, respecto de la pluralidad de las lenguas; otra pragmática, de cómo comunicar; y otra editorial, que es lo contrario de la globalización: porque hay una película de globalización, pero por detrás el mundo global está muy compartimentado.