Uno: reforma escolar, bibliotecas públicas, masificación de la lectura (circa 1875)

Hacer libros, folletos, periódicos, es decir, crear las herramientas para la formación de lectores, fue, piénsese lo que se quiera, una finalidad constante de las elites desde que la República Oriental del Uruguay se consagró como Estado en 1830, luego de un arduo y continuo proceso de lucha y negociación. Pero sólo cuando, hacia fines de los años 70 del siglo XIX, el vacilante país alcanzó una razonable organización estatal, cuando la población de su capital pasó a ser más de un tercio del exiguo total –en el que 45% eran extranjeros, con predominio de los italianos–, procuró ponerse a la vanguardia de la enseñanza y de los planes de lectura de América Latina.

A mediados de aquella década, el coronel Lorenzo Latorre modernizó el país con mano de hierro. Al tiempo que se alejaba cualquier expectativa de una distribución de la riqueza entre las mayorías, el dictador impulsaba la reforma escolar bajo la conducción del liberal José Pedro Varela (1845-1879). Unos años antes, en 1868, Varela había fundado la Sociedad de Amigos de la Educación Popular junto con un grupo de jóvenes; en 1874 había publicado su razonado estudio La educación del pueblo. Montevideo apenas contaba con un deficitario sistema educativo –en su mayoría en manos privadas– incapaz de cubrir la demanda de una población nueva; las bibliotecas públicas estaban desprovistas de materiales; la lectura era privilegio de pocos; las novelas en folletín que aparecían en la prensa nutrían la imaginación y las expectativas del mayor número de consumidores. Como efecto doble de la acción de la Sociedad de Amigos y del fuerte impulso estatal a la reforma, en poco tiempo la alfabetización se duplicó, se fundaron bibliotecas en distintos puntos del país, se proyectó una Enciclopedia de la educación –inspirada en un proyecto similar al de Domingo Faustino Sarmiento– con miras a la formación de los maestros que se necesitaban para cubrir el gran aumento de centros educativos. Este esfuerzo, por el que Varela se inmoló, supuso la integración de la población del país mediante la escuela pública como institución central. Como consecuencia rápida, la lectura se multiplicó y otras perspectivas se abrieron en un país que todavía tenía limitados medios para la producción de impresos propios y que comenzó, de a poco, a depender cada vez más de la creciente industria editorial argentina más que de la de cualquier otro punto del mundo que hablaba, escribía (y traducía) en español.

Dos: refundación de la Biblioteca Nacional, crecimiento de la oferta bibliográfica y del público (1880-1890)

• El 26 de mayo de 1816, en pleno gobierno patrio artiguista, se inauguró la primera Biblioteca Pública, con un fondo bibliográfico que, según Ramón Masini, rondó los 5.000 volúmenes. Fuera de algunos libros que pertenecían al convento de San Francisco, la mayor parte provino del extinto sacerdote José Manuel Pérez Castellano, de Dámaso Antonio Larrañaga –quien habría entregado unos 800 tomos y se haría cargo de la dirección del establecimiento– y de la colección de José Raimundo Guerra. La biblioteca contó con el entusiasta apoyo del jefe de los orientales, pero la triunfal invasión portuguesa que sobrevino muy pronto, en 1817, reconvirtió su local en cuartel.

• En 1830, constituido el nuevo Estado, la Asamblea Constituyente ordenó la reinstalación del establecimiento. Los fondos correspondientes –según testimonia un informe de 1834 del diplomático francés Raymond Baradère– fueron utilizados para otros fines. Una comisión trabajó sin mucho éxito; otra, establecida el 18 de julio de 1838, consiguió el objetivo de la reapertura de la Biblioteca y Museo Públicos de Montevideo, para disfrute de “las personas que quieran”. En otras palabras: la Biblioteca Nacional fue, desde el comienzo de la vida republicana, el espacio de mayor democratización posible, sin distinción de tipo alguno. En 1840 se le encomendó la dirección al poeta Francisco Acuña de Figueroa, quien hizo todo lo que estuvo a su alcance para mantener una dignidad básica de la institución, pero esta pronto se debilitaría en grados intolerables con una nueva guerra, que se prolongó desde febrero de 1843 a octubre de 1851. Desde 1847, bajo sucesivos directores, la Biblioteca funcionó a duras penas, en locales pequeños y precarios.

• En 1880 asumió Pedro Mascaró y Sosa, quien refundó en un solo organismo la Biblioteca y el Museo Nacional y Archivo General Administrativo, separados otra vez a comienzos del siglo XX. En ese entonces, la Biblioteca funcionaba en un ala del edificio del Teatro Solís. Como lo documentó el joven director, en un detallado artículo escrito a pedido de la Enciclopedia Británica, dos años después de que tomó posesión del cargo se había triplicado las existencias de libros; se ordenaron las colecciones de hojas volantes, periódicos, mapas, fotografías y otros documentos; se amplió la sala de lectura, con apertura del horario nocturno para la consulta; se incorporaron nuevas estanterías; se editó el primer Anuario bibliográfico nacional (1895) y se vigiló el cumplimiento del depósito legal de impresos que sin éxito se reclamaba desde 1842. Mascaró –hermanastro del dictador Máximo Santos, quien lo había ungido en el cargo– se mantuvo en la dirección de la Biblioteca, no sin dificultades, hasta su prematura muerte, ocurrida en 1904.

• Ya a fines de siglo XIX fue posible notar en la sociedad uruguaya las consecuencias de la reforma escolar en el consumo de libros, en especial de novelas de autores extranjeros, que se importaban en altas proporciones y hasta se editaban en forma más o menos clandestina en el país, así como el creciente interés por la lectura de un selecto grupo. De paso por Montevideo, el periodista estadounidense Theodor Child escribió que las “librerías de Montevideo presentan las mismas características que las de Buenos Aires. Las vidrieras están abarrotadas de las últimas obras [...] traídas de París no bien se editan”. Entre esas librerías hubo una, fundada en 1871 y pronto establecida como la primera editorial nacional de importancia, que perteneció al inmigrante gallego Antonio Barreiro y Ramos. La casa permaneció abierta hasta fines del siglo XX, con una imprenta muy relevante y asumiendo, entre otros rubros, la edición de textos para uso didáctico.

Tres: el patrimonio bibliográfico y la formación de las clases medias (1910-1912)

“No hay lectores”, le dijo Carlos Reyles al periodista José Virginio Díaz, cuando este lo visitó en su estancia en 1903. Y agregó: “Roxlo y Florencio Sánchez han debido emigrar. Rodó deberá igualmente emigrar... Javier de Viana lo ha hecho, lo hizo Acevedo Díaz... Es una calamidad escribir obras en este país; se necesita ser un verdadero héroe nacional y estar dispuesto a tirar plata a la calle”. Por eso no puede extrañar que se siguiera confiando en la prensa como una posibilidad de contacto material y simbólico con los receptores nuevos de los escritos de cualquier procedencia. En rigor, había cada vez más lectores, pero sobre todo de novelas escritas en otras lenguas, leídas por una minoría en el original y por una mayoría en traducciones, generalmente reproducidas del español peninsular o de las que salían en Argentina, tanto en libros como en periódicos. Y empezaba a haber lectores de folletines criollos en la línea de los que en Argentina publicaba Eduardo Gutiérrez (a partir de Juan Moreira, 1879-1880) y en esta orilla se multiplicaban, aun en toscos libros de previsible amplio consumo, tanto que esa difusión irritó al joven Florencio Sánchez.

Un artículo que, sensatamente, ha sido atribuido a José Enrique Rodó (1871-1917), titulado “Cómo ha de ser un diario”, propone que la prensa tiene el deber de “democratizar la cultura, haciendo llegar los reflejos de ella allí a donde rara vez logra penetrar el libro, y atrayendo la atención [...] hacia las cuestiones de interés puramente espiritual, que permanecerían en la clausura de la biblioteca o de la cátedra”. La observación es justa: de modo complementario a la ausencia de editoriales y a la multiplicación de periódicos que venían a cubrir ese espacio, cuando Rodó fue director de la Biblioteca Nacional y, sobre todo, cuando fue diputado nacional en representación de un sector del Partido Colorado, se preocupó fuertemente por los problemas del libro y la lectura. Tanto en una función como en la otra pugnó por el desarrollo de la vida espiritual de sus compatriotas y por el amparo de la vida para el libro en el país. Contribuyó a la ley de creación de institutos de enseñanza media en cada capital departamental, aspecto decisivo para el desarrollo del conocimiento (1912) y, por supuesto, para la proliferación de bibliotecas y librerías en las pequeñas ciudades del interior. Dos años antes redactó con otros legisladores una ley para eximir de impuestos a los libros que llegaban del exterior; apoyó enfáticamente el aumento del presupuesto para la Biblioteca Nacional y acompañó al diputado blanco y escritor romántico Carlos Roxlo en un proyecto sobre la propiedad literaria y artística, en el cual se pretendió fomentar a los editores sin dejar a la intemperie a los autores. “Esta es una ley, más que de presente, de porvenir”, dijo Rodó. Nadie lo contradijo salvo el futuro, que nunca vio cumplir esa sentencia a cabalidad. Por el momento, la última historia general de la Biblioteca Nacional corresponde a Arturo Scarone, uno de sus directores, y es de 1916.

Cuatro: el Estado editor: la Colección de Clásicos Uruguayos - Biblioteca Artigas (1950 a la actualidad)

El Estado uruguayo en su mayor expansión, desde el segundo gobierno de José Batlle y Ordóñez (1911-1915), se mantuvo al margen de las políticas de estímulo de la lectura, fuera de su cara intervención en la enseñanza primaria y media con la subsiguiente producción de textos para uso escolar, en la que los escritores tuvieron un papel activo: José Pedro Bellán, Juana de Ibarbourou, Fernán Silva Valdés, Alberto Lasplaces, Humberto Zarrilli, entre otros. En los años 40 hubo intentos de crear bibliotecas oficiales que apenas si pasaron de una media docena de títulos. El gran proyecto se lanzó en 1950 con la Colección de Clásicos Uruguayos - Biblioteca Artigas, en ocasión de las efemérides que recordaron el centenario de la muerte del general José Gervasio Artigas, cuando ocupaba el ministerio del ramo el escritor Justino Zavala Muniz, a quien correspondieron otras iniciativas, como la creación de la Comedia Nacional. Clásicos Uruguayos se convirtió en la única política editorial continua y vigente. Atravesó todos los gobiernos democráticos, la dictadura, y se prolonga hasta hoy, luego de dos décadas en que languideció (1985-2004). La ley fundacional estableció una comisión editora presidida por el ministro de Educación y Cultura –en su origen, de Instrucción Pública y Previsión Social– y los directores del Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional y el Museo Histórico Nacional. En 1985, con el retorno de la democracia, el gobierno de la época nombró director honorario al profesor Juan Pivel Devoto (1910-1999), quien desde la fundación, como director del Museo Histórico y luego como ministro (1962-1966), había tenido un papel fundamental en esta colección, así como en otros planes editoriales (las efímeras Biblioteca Americana y Biblioteca Universal). Desde 2005, con la llegada al gobierno del Frente Amplio, ocupa la dirección honoraria de la colección el doctor Wilfredo Penco, quien reactivó el adormecido fondo editorial poniendo énfasis en la recuperación de textos y autores más recientes, sobre todo del campo literario.

La Biblioteca Artigas se situó en una general reformulación del marco institucional-cultural en que intervenía el Estado desde los años 40 del siglo XX, como contrapeso al intento más fuerte, e inmediatamente anterior, llevado a cabo por el gobierno autoritario del doctor Gabriel Terra (1933- 1938). En ese cuadro, entre otras iniciativas, se fundó la Academia Nacional de Letras (1943), se creó la ley del Archivo Artigas, a fin de reunir toda la documentación vinculada con la época cifrada en el primer caudillo oriental (1944), tarea que continúa; se creó el Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, que dirigió Roberto Ibáñez (1948) y que pasó a ser absorbido por la Biblioteca Nacional en 1960.

En la cercanía de los dos centenares de volúmenes, acompañados en todos los casos con documentados prólogos y, en ocasiones, con notas, la colección ha publicado textos fundamentales del país, organizando así un canon nacional, en especial en literatura (Juan Zorrilla de San Martín, Eduardo Acevedo Díaz, Rodó, Julio Herrera y Reissig, De Ibarbourou, Juan Carlos Onetti, Carlos Martínez Moreno, Amanda Berenguer), historia y ciencias sociales (Carlos María Ramírez, José Pedro Varela, Pablo Blanco Acevedo, Pivel Devoto, Carlos Real de Azúa), filosofía (Carlos Vaz Ferreira, José Pedro Massera) y pensamiento estético (Pedro Figari, Joaquín Torres García). Hasta el volumen 100, como informó en 1966 el director del Instituto Nacional del Libro de la época, Ignacio Espinosa Borges, “los tirajes eran de 3.000 ejemplares, de los cuales un millar se destina para el fomento bibliotecario y el canje internacional, y el restante para la venta”. Esa masividad se ha esfumado en las últimas décadas, a tal punto que no es fácil encontrar en librerías los títulos más nuevos. Con todo, un sitio oficial en internet (bibliotecadelbicentenario.gub.uy) reproduce la colección, hasta lo publicado en el último ciclo, autorizando su descarga gratuita junto a muchos otros textos publicados por el Estado otrora y, algo inorgánicamente, en los tiempos cercanos por otras instituciones.

Cinco: la edición nacional y su contrapeso público: avances y frenos (1964-1995)

Después de muchos años de discusión pública y de diálogo entre representantes estatales y agentes privados, se creó la Comisión Nacional del Papel, reglamentada por ley en 1965. La iniciativa cambió radicalmente la situación del campo editorial privado, acompañando a otras propuestas del Estado que venían de antes, como la ley de préstamos blandos del Banco de la República a los escritores nacionales para la edición de sus obras. Esta ley había permitido, según José Pedro Díaz, difundir “libros que de otro modo no habrían podido ser financiados”, mientras “la Feria de Libros y Grabados [dirigida por Nancy Bacelo] ponía en las manos del público, en la explanada municipal, la producción de los editores nacionales”. Tal alianza de hecho entre las políticas públicas y la acción privada marcó un punto alto en la historia de los impresos y la lectura en Uruguay, con derivaciones profundas.

La exención de todo tributo para el papel destinado a publicaciones con fines culturales permitió, desde entonces, el avance de las editoriales uruguayas, en particular de Alfa, Arca, Ediciones de la Banda Oriental, Pueblos Unidos, Tauro y otras menores. Ante el aumento de costos y la inflación, pero también el creciente prestigio de la literatura latinoamericana, el libro en otras lenguas empezó a retirarse. Ángel Rama señalaba en 1961: “[desde] 1955 a la fecha [...] se ha cuadruplicado el precio de los libros. En ese mismo período se registró un encarecimiento de origen de las ediciones que, con diferencia de matices, es extensible a los mayores mercados libreros: Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Italia, España, Argentina”. Para el crítico, el libro uruguayo “no se ha encarecido, sino [que es] el comprador quien se ha empobrecido”. Aun en un contexto de crisis que se fue agravando, de no haberse aprobado la política proteccionista a las ediciones nacionales, estas nunca habrían podido despegar. El público radicalizado de las clases medias –sobre todo los más jóvenes– hacia fines de esa década respondió favorablemente al estímulo de las nuevas editoriales y su oferta, que buscaba respuestas a la novedosa situación que se estaba viviendo.

Por ley del 28 de diciembre de 1964 se creó el Instituto Nacional del Libro, entre cuyos cometidos fundamentales se encontraban la difusión y la distribución de las publicaciones oficiales en todo el territorio nacional y aun fuera de este. Para entonces, las ediciones del Estado uruguayo eran numerosas, en particular las de Clásicos Uruguayos, que ya había alcanzado 120 títulos. Pero, además, había que sumar otro cúmulo de ediciones de tipo jurídico, digestos, leyes, tratados y, también, publicaciones periódicas, entre las que se encontraba la Revista Nacional, iniciativa de la época terrista en 1938 y que se publicó sin interrupciones, con frecuencia mensual y luego trimestral, hasta 1968, en manos de la Academia Nacional de Letras. El Instituto fue, durante la gestión de Ignacio Espinosa Borges, su primer director, una herramienta eficaz aunque progresivamente desfinanciada, sobre todo a partir de la aguda crisis que se desató hacia 1966 y se profundizó en los años siguientes. Durante la dictadura inaugurada en 1973 cumplió con sus cometidos básicos, pero sin mayores alcances. Cuando en 1987, ya restaurada la democracia, fue nombrado director Claudio Rama, el instituto cobró otro vigor con algunas pocas ediciones de libros y la apertura de librerías en distintos puntos del país, así como un moderno espacio en Montevideo en el cual se desarrollaron diferentes actividades. Un nuevo cambio de gobierno, en 1990, trajo a la dirección a Julián Murguía, quien varió el rumbo suprimiendo las librerías, por deficitarias. En momentos en que la Colección de Clásicos Uruguayos había perdido fuerza, el instituto puso su acento en la tarea editorial de manera programática, sobre todo en dos líneas: libros para personas con dificultades de visión (colección Brazo corto) y una serie de obras de teatro nacional, además de la búsqueda de algunos acuerdos de coedición con sellos independientes. En 1995, luego del fallecimiento de Murguía –que coincidió con la asunción de un nuevo gobierno–, por ley de Rendición de Cuentas se integraron las funciones del Instituto del Libro al Archivo General de la Nación, cambiando su denominación por Centro de Difusión del Libro y la Lectura. Desde entonces ha perdido casi toda iniciativa. Sus funciones se reparten entre muchos organismos oficiales carentes de coordinación entre sí, sin medios de difusión claros y casi sin puntos de venta –las ferias de libros suelen ser sus pocas oportunidades de visibilidad, aunque no siempre–, con la excepción de un pequeño reducto en el hall de acceso al Archivo General de la Nación, del cual muy pocos deben tener noticia.

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