Es probable que algunos lectores asocien a Hebert Benítez Pezzolano (Montevideo, 1960) con su labor como docente, sus papeles ensayísticos, su trabajo como editor o su copiosa investigación académica más que con su producción poética. Sucede que han pasado 13 años desde su última publicación en este rubro, y eso puede hacernos perder de vista la continuidad que este nuevo libro le vuelve a otorgar a su esporádica obra. Ya sabemos por Horacio que, a la hora de mostrarle las cosas de uno al mundo, está muy bien no tener apuro: Detrás del ojo mudo (1989), Introducción al límite (1993), Amor de precipicio (1996) y Matrero (2004) precedieron a este Sesquicentenario (2017), que el año pasado entró al vapuleado, vetusto y cansino parnaso oriental, al obtener el primer premio de poesía inédita del Ministerio de Educación y Cultura.

“Sesquicentenario” es una palabra rara, exquisita pero que no memorizarías, aunque en el fondo sepas que designa algo importante, tanto que quizá sea mejor no remover, no definir, no recordar. Es el 150° aniversario de un suceso, y en este caso el yo lírico nos da una sola coordenada temporal: octubre de 1975. Un dato autosuficiente que nos sitúa en el contexto local y social hacia donde la voz poética retrocede (la juventud de los 15 años) –ahora sí– con la necesidad de remover, redefinir y cantar la sinfonía de un recuerdo que se ha prolongado más de la cuenta y se nos aparece cada vez más nítido: “Sonaron las campanas del sesquicentenario. Una sinfonía de suelas y timbales / de cuando en el balneario había torcacitas, chingolos y churrinches asombrando / las escamosas pieles de los pinos”.

Un epígrafe del poeta metafísico John Donne nos espera sentado en el pórtico de entrada: “and therefore never send to know for whom the bell tolls; it tolls for thee”; (“y, por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”). La filiación conceptual se extiende, por transitiva, a la novela de Ernest Hemingway Por quién doblan las campanas (1940), que narra la historia de Robert Jordan, profesor republicano que lucha en la Guerra Civil Española.

Por lo que sé, la doctrina trascendental de Donne indica que cada hombre representa a la humanidad y que esa multiplicidad del ser es la que hace que cada acto individual adquiera la importancia de un acto colectivo. Si aplicamos este sentido de unidad al poemario, sería en vano optar por una lectura independiente de cada texto, ya que las 19 “partes” de Sesquicentenario (partes como de una partitura, como de una canción llena de variaciones y climas) están ligadas por una cuerda muy gruesa, capaz de sostener el movimiento de una campana pesadísima que a los uruguayos nos sigue despertando de la siesta: “y la madrugada nos cambiaba para siempre una parte del brillo de los ojos, / mandando la otra parte hacia la infancia / que como un niño cada vez más pequeño / se alejaba hacia atrás con todos sus juguetes”.

La paradoja del sesquicentenario que plantea Benítez es especial, ya que conmemora el aniversario de la llamada declaratoria de la independencia y de sus valores humanistas (1825-1975), ante la total pérdida o ausencia de estos en el momento evocado, debido a la presencia del régimen dictatorial. Siguiendo las huellas en el barro que nos dejó, rumbo al horizonte, el jinete de Matrero, llegamos hasta la orilla de este nuevo poema/canción, en el que la mirada retorna al pasado reciente (no tan reciente para algunos, no tan pasado para otros). Esta vez, el acercamiento se produce desde lo conmemorativo, acicateado por una especie de reloj vital que dejó “marcados” a quienes vivieron, de cerca o de lejos, aquellas oscuras peripecias. La envergadura de un proyecto de madurez poética de esta especie trae grabada la inevitable sensación de estar frente a un verdadero concepto madre que guía al creador. Cuando la realidad del objeto poético es más fuerte que su referente, es capaz de convertirse en otra realidad aun más potente, la de la poesía como vivencia: “el viento daba seda a los temblores de lo bello, / las ramas del imaginar coloreando las pupilas / al descubrir cuánto podían las palabras / pintarse de otro modo”.

El sesquicentenario no sólo funciona aquí como un tejido escritural hilvanado con destreza formal, sino que la creación de ese espacio se transforma en una excusa para que la voz adquiera el espesor de un testimonio y emerja desde el silencio para decir lo suyo: “Mientras, la brisa de la tarde nos daba el aire dulce, / aquellos sabores abrazados de inminencias, / como fotografías que aún no había sacado nadie”. La música, en este sentido, es muy importante, ya que ese decir está perfectamente calibrado bajo un tono menor que atraviesa cada pasaje. A su vez, la versificación larga encuentra campo fértil para desenvolverse a sus anchas, en parte debido al justo aprovechamiento que el recurso anafórico propicia, cuando las palabras que lo guían explotan al máximo los momentos de tensión sensorial. La frase estribillo “Sonaron las campanas del sesquicentenario” funciona como disparador y desata un torrente de imágenes que se acomodan sobre la página con una naturalidad tan vertiginosa como eficaz: “de cuando los verdores del mar y de los ojos / se confundieron para dar a luz a fibras del espíritu, / de cuando en los fulgores el sueño / de entre todos los brazos de las aguas / nacieron pimpollos / de una conciencia / soplos, alientos, brumas rutilantes / pájaros y liebres montaraces”.

Al final del volumen hay una sección de “comentarios”, en la que comparecen las lecturas que Jorge Arbeleche, Rafael Courtoisie, Circe Maia y Álvaro Ojeda hacen del libro. Son compatibles entre sí y cumplen con su aporte, pero ninguna se sale de lo esperable y, por eso, resultan ineficaces para darle al lector una interpretación verdaderamente diferente del significado de la obra o el tratamiento del tema. Tal vez habría resultado más rica la inclusión o alternancia de voces procedentes de otros núcleos generacionales. La “buena salud” de la poesía, como se dice por allí, no depende de la calidad constatada por un puñado de jueces (mucho menos si son los mismos de siempre), sino de la multiplicidad de lecturas y de las interpretaciones obtenidas a partir de ellas, que complementen el sentido de una obra y la revitalicen. Sesquicentenario pudo (y puede) ser un buen ejemplo para provocarlas, porque es un libro de alta factura, pero hoy esas lecturas parecerían estar ocurriendo en otros lugares, lejos de los premios y de los sillones. Con seguridad, ofrecerían visiones muy diferentes sobre este libro, sobre el pasado, sobre el presente y sobre el estado de salud de nuestra valerosa poesía actual.

Sesquicentenario, de Hebert Benítez Pezzolano. Antítesis, 2017. 48 páginas.