“Lo mejor es la realidad. Al duro. La tomas tal como está en la calle. La agarras con las dos manos y, si tienes fuerza, la levantas y la dejas caer sobre la página en blanco. Y ya. Es fácil. Sin retoques”, dice Pedro Juan, el protagonista de Trilogía sucia de La Habana (1998), Animal tropical (2000) y Fabián y el caos (2015), entre otras. Se trata del álter ego de Pedro Juan Gutiérrez, el vendedor de helados, obrero, líder sindicalista, soldado, boxeador, cortador de caña y periodista que, en verdad, siempre quiso ser escritor. A veces cuenta que José Lezama Lima vivía a tres cuadras de su casa, en La Habana, y que para escribir se encerraba, se ponía “el cuello y la corbata y se aislaba en su mundo y en sus libros, porque no le interesaban la vulgaridad, chaperos, camellos y jineteras [prostitutas] que había a su alrededor. Él consideraba que eso no era material literario... y le salió muy bien, es uno de mis dioses. Sin embargo, yo escribo de lo que veo por la ventana, de mi barrio, Centro Habana, brutal, visceral y lleno de negros pobres”. Así fue como pobló sus historias de sexo, música, travestis, viejas locas, chulos y prostitutas pícaras, ruidosas y sucias que, en vez de cantar boleros, mendigan, venden maní y sobreviven, a la vez que trazan una memoria de esa compleja realidad cubana. Cuando en 1998 publicó en Anagrama su monumental Trilogía..., a los pocos días lo echaron de la revista para la que trabajaba: aunque ya se ha traducido a más de 23 idiomas y varias de sus obras se editaron más tarde en Cuba, hoy, casi 20 años después, aquella trilogía feroz continúa prohibida.
Si bien prefiere no hablar de política, la obra de Gutiérrez registra las perversiones del proceso revolucionario, y muchos lo leen como el autor del ocaso de la revolución. Sobre todo en Miami: “Esas cosas me desagradan tanto que me propuse no ir a Miami, aunque tengo la mitad de mi familia allí. Fui invitado a Arizona y volé directo desde La Habana, y tengo invitaciones de las universidades de Chicago y Los Ángeles, pero no pasaré por Miami”, comentó hace un tiempo. Con un mundo narrativo consolidado mediante historias siempre apegadas a la fuerza de sus personajes, con escenas memorables y mínimas que estremecen, su obra se construye por medio de una personalísima sintaxis que persigue la vibración exacta. “Aquel era un buen lugar, sucio, derruido, arruinado, todo hecho trizas, pero la gente parecía invulnerable. Vivían y agradecían a los santos cada día de vida y gozaban. Entre los escombros y la cochambre pero gozando”, se lee en El rey de La Habana. Así, se convierte en un explorador incansable de sentidos; evidencia como nadie lo irreversible del atropello y la miseria, y aquello de que las cosas fundamentales suceden mientras pasa el tiempo.
Invitado por el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, visitó por primera vez Montevideo: después de mirar extrañado las casonas de la Ciudad Vieja y reconocer el parecido con las construcciones habaneras, admitió que en verdad acepta muy pocas invitaciones para ir a ferias o festivales. Es que ya lleva más de 20 años “en esta parafernalia” y ha ido bajando un poco el ritmo porque le resulta muy difícil sostenerlo. “Demasiada locura. Y yo necesito tiempo para escribir”.
–¿Estás un poco cansado de que te pregunten por tus escenas de sexo o cuánto hay de tu historia en las novelas? ¿O aceptás que eso ya forma parte de tu condición de escritor?
–No, no, incluso he dejado de ir a ferias porque a veces me da la sensación de que soy un payasito, hablando de si Pedro Juan, de si es un álter ego, un personaje o qué. Soy una persona bastante normal, hasta donde un escritor puede ser normal, y hay ciertos esquemas que no me interesa seguir repitiendo constantemente, porque se vuelven clichés.
–Y creés que la importancia del sexo para los cubanos responde a su condición de pueblo mestizo.
–No sólo en Cuba, sino en todo el Caribe. Hay demasiada testosterona en el aire. Más que con el calor, pienso que tiene que ver con algo genético, en la mezcla de africanos y españoles. Tenemos una bioquímica en la que le damos mucha importancia al sexo, y eso marca la vida cotidiana. Es un bolero, una ranchera, un tango continuo. Y el tango no sé, pero lo demás refleja esa idiosincrasia dramática y furiosa nuestra. En La Habana la gente es más desconfiada, más tensa, más agresiva. El interior es más calmado. Toda mi familia es de campo, de la zona de Pilar del Río, y por eso está así, laxa. Y yo, que soy más habanero... [gesticula con los brazos].
–En el campo viviste tu infancia y tu adolescencia, y por un buen tiempo, sin luz eléctrica, lo cual me imagino que impulsó los relatos orales.
–Sí, en Diálogo con mi sombra. Sobre el oficio de escritor Pedro Juan me entrevista y yo voy contestando con cierta cordura. Hablo sobre esto de la oralidad, porque mi familia era campesina, y vivíamos sin electricidad ni radio. Hablábamos mucho, entre nosotros y con los vecinos. Me crié en ese mundo en el que se comentaban los chismes, qué pasó con este, qué pasó con el otro. Parece que todo eso se fue quedado en mi mente. Ya con 13 años escribí un poema para una noviecita que tenía, y funcionó. Con 18 años había confirmado que lo que me interesaba era eso: hablar con la gente que estaba a mi alrededor, investigar y escribir sobre ellos, indagar en profundidad. Trabajé 26 años como periodista, y eso acentuó más la idea de indagar, preguntar, de algún modo manipular a la gente, utilizar todos los recursos posibles para que me dijeran todo eso que no querían, para después poder emplearlo. El trabajo de escritor es un poco hijo de puta. De algún modo eres un traidor. Hay varios autores que han escrito sobre esto, y hay uno israelí, Amos Oz, que lo hizo sobre este tema del traidor. Yo soy un traidor y a veces me causa problemas, pero después me recupero. Si no, no puedo cumplir con mi oficio. En mi caso me ha traído problemas con los vecinos de alrededor, ahí en Centro Habana. Tienes que ser astuto y ágil; si no, es imposible escribirlo. Gente que aparece en Trilogía sucia... ya se murió, ya pasó. Y están ahí, son personajes incorporados a ese libro que se va a seguir leyendo.
–Vas trazando una memoria de la realidad cubana. ¿Se dio como algo intuitivo?
–Pienso que sí. Fue algo totalmente circunstancial. Estaba atravesando una etapa muy mala, había todo un derrumbe de la utopía, yo vivía un divorcio muy esquizofrénico, separándome de mis hijos, un gran quiebre en mi vida, y muy violento, porque el país entró en un período económico especial, con un hambre y una miseria como nadie se puede imaginar. Todo eso se juntó para que escribiera a fondo sobre lo que pasaba a mi alrededor. Lo hice en forma de pequeños cuentos, pequeñas viñetas. Más o menos cada 15 o 20 días escribía uno, y el libro se armó solo. En realidad no es un libro pensado, proyectado como tal. Por eso hay repeticiones, personajes que vuelven a aparecer y después se pierden. Es como un gran mural de la sociedad en su momento. Ya tiene 20 años y se sigue traduciendo. En este momento se está editando en Islandia, y tal vez dentro de poco comience la edición en Rusia y Japón.
–¿Y ahora? ¿Cómo te vinculás con aquella trilogía iniciática?
–Trato de no leerla más, y tampoco a El rey de La Habana. Me recuerdan momentos muy complejos. Pero siempre hay productores dando vueltas para llevarlos al cine. Con El rey... se hizo una película hace dos años; la dirigió un director español y en Cuba no la dejaron filmar. Pero son dos libros en los que me volqué más. Los otros tienen mayor elaboración, algo que en esos dos fue mínima, porque escribía a full. El rey... lo escribí en 57 días, conmigo ya medio loco. Después fui cogiendo un poco más de control.
–¿Cómo surgió ese interés por escribir de un modo tan natural que no “parezca literatura”?
–Fue cuando leí Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote. A los 16 o 17 años había leído bastante, y cuando saqué de la biblioteca Desayuno en Tiffany’s, en una edición de Bruguera seguramente muy mal traducida, me impactó mucho. Dije: “Esto no parece literatura. Algún día me gustaría escribir de esta manera”. Ese y La metamorfosis, de [Franz] Kafka, fueron los libros decisivos. Después, poco a poco, la vida siguió su curso.
–Mientras trabajabas de lo que podías.
–Trabajé de muchas cosas desde los 13 años. A los 23 empecé en el periodismo.
–Con el que pudiste viajar a la frontera de México y Estados Unidos, y hasta a favelas de Brasil.
–Sí, de 1973 a 1998 viajé muchísimo: todo Brasil, México, España, muchos lugares de Alemania. Siempre como periodista y a veces como poeta experimental. Todo eso me fue sirviendo de material. Escribía poesía y cuentos, pero no me gustaban. Lo primero que escribí y me gustó fue Trilogía... Y ahí ya tenía 44 años.
–¿De qué dirías que despertaste en ese momento, cuando empezaste a escribir la trilogía?
–La trilogía me hizo sufrir mucho, porque aquella situación tan mala era masiva. Todos la sufríamos tras muchos años de ilusión política, social, ideológica. De pronto, toda mi generación se dio cuenta de que nada de eso funcionaba. Algunos, como yo, se alcoholizaron mucho, otros se fueron del país a Miami o donde fuera, otros se metieron a religiosos. Gente que había sido comunista y atea hasta hacía tres días de pronto te la encontrabas por la calle con un crucifijo. Y no entendías qué cosa era esa. Cada uno trató de encontrar una sustitución de esa utopía que nos había derrumbado, convertido en ruina.
–En un momento de la trilogía se lee: “Vives en la utopía y la utopía se desmorona. La culpa no la tiene la utopía”.
–¿Eso es mío?
–Sí, hasta donde sé...
–¿Esa frase es mía? ¡Ah, entonces me estoy repitiendo! No me acordaba de eso. Me ha pasado de todo con la trilogía. Muchos años me tocaban la puerta de la casa. Una vez fue un español con varias hojas de frases así como esa, muy tajantes. Otra vez se apareció una mujer con un CD de toda la música que se menciona, veintipico de canciones. Son cosas muy bonitas.
–Y con respecto a lo de la utopía, ¿tiene que ver con cómo se puede pervertir o no un proceso?
–Desde que empecé a escribir intentaba tachar todo lo que pudiera parecer político. Porque hay escritores cubanos que se hunden al intentar explicar la política desde la literatura. Eso no funciona. Se puede criticar la política desde el periodismo o desde un análisis sociológico. Pero la literatura debe funcionar en otro nivel. Por eso siempre intentaba tachar todas las referencias, pero así y todo quedaban cosas contundentes como aquella. Pero mira que fue un libro escrito sin miedo. Me daba igual lo que pasara, o la represión que tomaran conmigo, o lo que fuera. De hecho, cuando se publicó el libro, me botaron del periodismo, me echaron a la calle y a mí me daba igual, porque sentía que me había desquitado, me había vengado. No sé de quién ni de qué. Quizá de mí mismo. Así asumí una nueva etapa de mi vida como escritor.
–Y así fuiste rescatando eso que Cuba prefería ocultar, como la homosexualidad, la prostitución, la pobreza.
–Justo la última novela que se publicó en España, Fabián y el caos, habla de los tiempos en los que se reprimía mucho la homosexualidad. Fabio [Hernández, al que le dedica el libro], un gran amigo de la secundaria, siempre fue muy gay. Irremediablemente gay. Yo le decía: “No tengas tanta pluma. Contrólate, que te buscas problema”. Se molestaba conmigo, porque él era así, en una época en que era muy difícil ser gay en Cuba. Y le pasó lo que le pasó. Era un gran pianista y le destruyeron la vida. Fue así con miles de personas: unos por gays, otros porque andaban de haraganes con una guitarra y no trabajaban. Entre fines de los 60 y los 70 fue una época muy compleja. Y yo estuve unos 20 años pensando si escribir o no esa novela. No por miedo político o represiones, sino por Fabio, y por no utilizarlo. Me parecía que escribir eso era utilizarlo. Después de darle vuelta tantos años me decidí, porque tenía la historia completa. El final no fue como lo cuento en la novela, fue mucho peor. Para poder escribirlo, suavicé un poco las cosas. Y Fabián y el caos habla precisamente de eso: un escritor o un periodista, si tiene un poco de vergüenza, se busca problemas. Si no, es que no le interesa la sociedad.
–Este libro es el que se puede asociar de un modo más directo con tu biografía, aunque los otros también retomen experiencias.
–Sí, menos El rey... y Nuestro GG en La Habana [2004], en todos los demás aparece Pedro Juan y son muy autobiográficos. Algunas de esas experiencias las voy escribiendo en un blog.
–En el que hablás de grandes fotógrafas, como Vivian Maier y Diane Arbus.
–En Cuba tenemos muy poca información, pero tengo la suerte de vivir seis meses en España y seis en La Habana. En España accedo a mucha información, a veces demasiada, hay una saturación de información. Cuando llego a Cuba para, porque no la ofrece la televisión, y no hay periódicos ni revistas; a internet sólo tengo acceso una vez a la semana porque alguien me lo facilita. Es como vivir en otra época. Por eso aprovecho en España.
–Volviendo a la novela, Fabián y el caos es la única que está narrada por capítulos paralelos. ¿La degradación de una familia y de un país sólo se puede contar por medio de fragmentos?
–Son cuestiones técnicas. Cada libro es un experimento. Nunca había escrito de esa manera, con dos personajes contando su historia; un capítulo de Fabián y otro de Pedro Juan. Lo que me interesaba, y eso lo tenía muy claro, era enfocar la novela sobre Fabián y disminuir la importancia de Pedro Juan, que me servía de contrapunto para avanzar en la historia. Con Fabián tenía una deuda, y con este libro la saldé. La técnica surge cuando te enfrentas al material y te preguntas cómo escribirlo. De eso se trata.
–¿Cuáles dirías que son los principales obstáculos que tiene que vencer un escritor que trabaja con materiales autobiográficos?
–Quizá la vergüenza. Tienes que utilizar mecanismos para que parezca un cuento, sin que se den cuenta de que estás hablando de ti mismo y de la gente que te rodea. Raymond Carver habla algo sobre esto en un texto que leí hace poco. Dice que hay que estar muy decidido para exponerse y hacer un striptease delante del público. Tienes que saber que te estás exponiendo y estar muy seguro de esa apuesta. Necesitas mucha fortaleza interior para decidirte a hacerlo.
–Siempre decís que el leitmotiv de tus libros no es el sexo, sino la pobreza. Y lo cierto es que la miseria atraviesa cada una de tus historias, pero sobre todo en la trilogía y El rey... se trata de una pobreza distinta, porque son tipos que viven el instante –entre el hambre, la mugre y la desesperación–, y eso les permite gozar.
–Es que realmente los cubanos somos así. Es increíble. Pero ahora mismo, con el ciclón, la gente ponía música. A veces se angustian y tienen que tomar un ron para olvidarse del problema. Pero en general hay mucha alegría. Y eso es muy raro, aunque no hay otra manera de enfrentar la vida con tanta pobreza y tantos problemas. Creo que esa alegría y ese amor por la música son genéticos. Si algo no tiene solución, ya veremos qué hacemos, mientras vamos tomando ron y jugando dominó. Esa es la esencia del ser caribeño. Y lo mismo en la parte oriental de Cuba, donde la gente es muy loca, muy sexual.
–A su vez, ironizás sobre los turistas que sacan fotos o hacen jogging, con gallardía, en medio de los escombros.
–Es que cada día rechazo más ese tipo de turismo. Como los que deciden ir a África. Pero es una opinión. Y la gentrification es un problema. Incluso acá, mira, esa se vende, aquella también. Y son casas antiguas que me recuerdan mucho a Matanzas [donde nació] y La Habana. Es un problema. Lo más jodido es que van desplazando a la gente del barrio. En La Habana es un proceso lento, y por suerte el gobierno no permite que los extranjeros compren.
–La única presencia uruguaya en tu obra es la de Mario Benedetti, al que tratás de “conseja espiritual”.
–Él como persona era maravilloso. Una vez lo entrevisté en el hotel Riviera, cuando vivió un tiempo en Cuba. Cuando el fotógrafo se fue, Benedetti se quitó los zapatos y las medias, puso los pies en un sofá, se echó para atrás y empezamos a hablar. Fue una entrevista larga. Pero correspondía a la etapa de la utopía, y era un poco pedagógico, se reducía a eso. También pasó con los últimos textos de Julio Cortázar, que se jodieron. Por suerte él hizo libros maravillosos, y los otros son unos pocos. A [Juan Carlos] Onetti, por ejemplo, lo leí mucho en los años 70. Era un tipo tremendo, ¿no? Vivía borracho. Sobre todo después del exilio. Pero con él me quedé en aquellos años; después no se publicó más en Cuba.
–¿Te sentís menos solo y aislado ahora que se comenzaron a editar tus libros en Cuba?
–Sí, y cada vez que me dan buenas noticias es un aliciente. En Cuba no gano dinero, porque prácticamente no pagan. Si te cuento lo que cobro por un libro te echas a reír. Pero mi público natural son los cubanos. Quiero llegarles a ellos. Hace años que hay una edición pirata de Trilogía... y El Rey..., y se vende mucho. Hace unos meses estaba hablando con un librero y yo pensaba que vendía uno o dos ejemplares al mes, pero, sin saber quién era yo, me dijo que compraba 50 por mes y los vendía en dos o tres semanas. Me quedé callado, porque no podía echar a perder la fuente... Justo ahora sale Fabián y el caos sin que le quiten una palabra. Y eso habla de una flexibilidad importante.
–¿Y la literatura cubana sigue marcada por el adentro–afuera?
–Totalmente. Los libros de Guillermo Cabrera Infante, Abilio Estévez y Guillermo Rosales no se publican ni se conocen. Hay mucha separación entre la literatura producida en el exterior y la producida en Cuba. Hay muchos motivos, muchos rencores y odios entre los que están afuera y y los que están adentro. Ahora vivimos un momento distinto hasta cierto punto. Los escritores que están afuera no quieren reconciliarse. Fueron muchos años... Por suerte, la transición se está haciendo lentamente, porque puede ser muy peligroso. Y eso hundiría mucho más al país y le daría mucha más inestabilidad. Prefiero que vayan así, sobre todo eliminando prohibiciones, respetando más los derechos humanos y las libertades individuales. Se va logrando poco a poco.
–En definitiva, como diría Pedro Juan, ¿“sin fe cualquier otro sitio es un infierno”?
–Y yo nunca pude vivir permanentemente fuera de Cuba. Soy un romántico incurable, a pesar de todo. Y me debo a ellos. Por supuesto que no salgo en televisión ni me entrevistan los periódicos, no tengo difusión ni me dan premios, pero así y todo hay lectores que me reconocen. Y eso es lo que reconforta. Porque uno, quiera o no, cumple una función social.