Nada fácil, en principio, organizar una muestra sobre alguien que fue fundamentalmente un pedagogo, sin armar un relato estructurado pedagógicamente y, por ende, con probable carencia de chispas creativas: por cierto, el tipo de pedagogo, o maestro, sujeto de la exposición, en este caso ayudó a evitar la trampa. Jesualdo –así todo el mundo conoce a Jesús Aldo Sosa Prieto–, ha sido, a lo largo de varias décadas, una de las figuras clave en la modernización de la enseñanza a nivel continental, alimentando entre otras cosas –precisamente– el desarrollo libre y sistemático del lado creativo de los niños. Cuando en 1928, luego de algunas experiencias montevideanas, se mudó a Canteras del Riachuelo, en el departamento de Colonia, empezó su pequeña revolución: frente a un alumnado postergado –no existían clases luego del cuarto año– y amarrado a la perpetuación de un desconocimiento general que no los alejara del trabajo del campo o de la cantera de granito, únicas perspectivas posibles, Jesualdo y su esposa María Cristina Zerpa, directora de la escuela, fomentaron salidas frecuentes en las que los alumnos podían aprender sobre los diferentes oficios con una guía y atizaron sus potenciales artísticos, invitándolos a “representar” su entorno con palabras y dibujos, cimentando así una conciencia firme de su propio hábitat. Fundamentalmente, implementaron una escuela moldeada a la medida de sus usuarios, y no una que siguiera el usual patrón de domesticación indiferenciada. Por supuesto, esta posición extremadamente progresista, junto al acercamiento y luego adhesión al Partido Comunista de Jesualdo, le trajeron, dos veces –por sendas dictaduras– la prohibición de ejercer la docencia. Pese a ello, no paró de escribir, y su bibliografía didáctica y educativa es realmente nutrida, como revelan las vitrinas que en el museo albergan sus libros: gran cantidad de tomos, incluyendo el que fue su “best seller”, aquellas Memorias de un maestro (1935) que arrancan con un irónico “Río de la Plata, ¡Tierra de promisión!” para luego denunciar la explotación asalariada de los de “abajo”.
Bien clara, dados los aportes a la pedagogía de Figari, la ubicación del homenaje en este museo. Y acertados los dos núcleos expositivos elegidos por Adriana Gallo para poner en escena a Jesualdo. La sala “central” está dedicada a los documentos que relatan al hombre y su alcance teórico-práctico: los mencionados volúmenes (incluso los del Jesualdo lírico, empezando por la colección mallarmeana de poemas Nave del alba pura, de 1927), otros testimonios de papel (cartas, manuscritos, libros de otros autores dedicados a él, fotos), pero sobre todo el producto vivo de su actuación docente: dibujos y cuadernos ilustrados de sus alumnos de la época. Resulta transparente cómo semejante atención puesta en la expresividad de los niños dio frutos en ellos, incluso estéticamente: salvo un puñado, todas las obras/ tareas son resueltas con una gran pericia técnica y una inventiva que realmente sorprenden. A los costados de ese foco, Gallo armó, en dos salas más chicas, una selección de piezas de artistas contemporáneos: en forma empática con el objeto de su investigación, lo hizo de forma creativa y con una buena dosis de libertad. Manejó piezas preexistentes y escogió por afinidades temáticas (a veces fuertes, a veces no). Una solución preferible, creo, a la de seleccionar obras directamente inspiradas en el pedagogo: con excepciones, así suelen resultar trabajos poco ágiles. En cambio, es estimulante cierta indeterminación, junto a los intersticios especulativos que basculan entre la figura de Jesualdo y piezas que recorren en varios casos caminos conceptuales. En las Dos líneas paralelas de Luis Camnitzer que suben parte de la escalera del museo –una de objetos pegados a la pared y una de puro texto– parece reflejarse la doble obsesión jesualdiana, la “práctica” de la clase en la clase (o fuera de ella) por un lado, por el otro la incesante especulación sobre la propia búsqueda, encarnada en sus libros. Siguiendo, y limitándome a los casos más sugerentes, se destacan las dos reglas de Ana Tiscornia –una “para tomar todo tipo de medidas” y otra, arqueada, “para medir curvas leves”–, que postulan cierta emancipación de los instrumentos (en este caso, propiamente escolásticos) con respecto a su uso común; el breve video sin título de Patricia Bentancur que, en lo que parece un ritual educativo, aplica lentamente unas palabras a una especie de pizarrón hasta conformar una frase “poética” de Alejandra Pizarnik; la escenificación “fría” de la naturaleza, que vertebraba la vida de los alumnos de Jesualdo, por mano de Brian Mackern, que en su Caja de tormenta metaforiza en diagramas, leds y algodón el temporal de Santa Rosa más torrencial de la historia. La aparición de obras de dos pintores fallecidos sigue rieles más lineales: el gran óleo de Tola Invernizzi (así como los grabados de este que ilustran un volumen de Jesualdo) habla de la sólida amistad entre los dos, mientras que el retrato de Manuel Espínola Gómez lleva directamente como título Duras y constantes introspecciones / Arribos temblorosos en la geográfica memoria (Jesualdo Sosa).
En un momento de grandes y atormentados debates sobre la educación, nacional y globalmente, no sólo es apropiado reiluminar los contornos, ya borrosos, de la silueta de alguien a quien el escritor ucraniano-argentino César Tiempo definió como un “maestro que tiene la conciencia dramática de su responsabilidad”: lo es también ponerlo a conversar con nuestro presente y sus recursos intelectuales.
Jesualdo: la palabra mágica. Curadora: Adriana Gallo. Museo Figari (Juan Carlos Gómez 1427), hasta el 14 de octubre.