Quería ser pintor, pero como le resultaba muy difícil se decidió (son sus palabras) por algo más sencillo y se dedicó a la poesía. John Ashbery había nacido el 28 de julio de 1927 en el estado de Nueva York. Hijo de una profesora de biología y de un agricultor egresado de la Universidad de Cornell, se crio entre la granja de sus padres, cerca del lago Ontario, y la casa de su abuelo materno, Henry Lawrence, profesor de física en la Universidad de Rochester, ciudad en la que Ashbery tomó sus clases de pintura durante la adolescencia. Tras terminar la secundaria en la prestigiosa academia Deerfield, en la que conoció la obra de algunos de los grandes poetas contemporáneos, como Wallace Stevens y Dylan Thomas, entró en Harvard para estudiar literatura y se graduó en 1949 con honores, con una tesis sobre la obra del inglés WH Auden.

En esos años se hizo amigo de los poetas Kenneth Koch y Frank O’Hara, que luego serían parte, junto a James Schuyler, Barbara Guest, Ted Berrigan, Kenward Elmslie y otros, de la Escuela de Nueva York, un grupo informal de artistas que compartían, más que un estilo, su interés por el surrealismo, el expresionismo abstracto, la música experimental y el teatro de improvisación. Es por eso que pensar en el grupo es pensar, más que en una escuela literaria (como su nombre sugiere), en un ambiente cultural en el que alternaban la poesía francesa moderna (de Arthur Rimbaud y Stéphane Mallarmé a Guillaume Apollinaire y Paul Éluard) y la de los rusos Vladimir Mayakovski y Boris Pasternak; el cubismo y las pinturas de Willem de Kooning, Jackson Pollock, Philip Guston y Robert Rauschenberg; los músicos contemporáneos Ernst Krenek, John Cage y Morton Feldman, el jazz y Serguéi Rajmáninov, Franz Schubert, Jean Sibelius y Erik Satie; es pensar, también, en los Estados Unidos de la Guerra de Corea, el caso Rosenberg y el macartismo.

En aquellos años de formación se puede situar el primer primer período creativo de Ashbery, que va desde sus incursiones en revistas literarias como Poetry, mientras cursaba la universidad, hasta 1966, año de la prematura muerte de O’Hara y de la publicación de Rivers and Mountains, y que abarca esos estudios en Harvard, su primera estadía en Nueva York (durante la cual se especializó en literatura francesa en la Universidad de Columbia) y sus diez años en París. En esta etapa se incluyen, entonces, además de un par de obras de teatro y una novela escrita junto a Schuyler, los libros de poemas Some Trees (1956, ganador del Yale Younger Poets Prize) y The Tennis Court Oath (1962), signado por su experiencia parisina. En efecto, tras ganar la Fulbright Fellowship en 1955, Ashbery se mudó a la capital francesa, y esa oportunidad implicó para él, a la vez, el conocimiento de intensos movimientos de los años 60 (el cine de la Nouvelle Vague, la literatura del grupo Oulipo y de la Nouveau Roman, los postulados estructuralistas) y del poeta Pierre Martory, con quien vivió nueve años y cuya obra tradujo extensamente. Además, para llegar a fin de mes, comenzó a trabajar como crítico de arte en varios medios de prensa y a traducir al inglés novelas negras, así como a algunos de sus autores más admirados, como Rimbaud, Max Jacob, Pierre Reverdy y el polifacético Raymond Roussel, cuya novela Locus Solus dio nombre a una revista que Ashbery dirigía junto a Koch y Schuyler. De esos años son paradigmáticos “Europe”, poema-collage que, según Marjorie Perloff, funcionaba en parte como respuesta a la línea general de la poesía estadounidense de aquel momento, más cercana al simbolismo y a la herencia de TS Eliot, el extenso “The Skaters” y “They Dream Only of America”, que, en su yuxtaposición de elementos, transmite la experiencia moderna de la multiplicidad y de lo simultáneo, en un trabajo con la sintaxis que Ashbery aprendió de Gertrude Stein y que le valió a la vez su fama de difícil y la admiración de los artistas que conformarían el grupo Language.

En 1963, en un breve retorno a Nueva York, conoció a Andy Warhol, que en una ocasión lo mencionó como su poeta preferido, y al también poeta y fotógrafo Gerard Malanga, de quien se hizo muy amigo, sobre todo a su regreso definitivo a Estados Unidos, tras el cual fue nombrado editor ejecutivo de la revista ART-News y comenzó a dar clases de escritura creativa en el Brooklyn College. Esa amistad con Warhol y su juicio favorable sobre la obra de este, a menudo denigrado por su “superficialidad” y a primera vista tan radicalmente opuesto a la poesía intelectual de Ashbery, en general criticada por su hermetismo, son no obstante comprensibles. En efecto, el expresionismo abstracto, el arte pop y la escritura de Ashbery, que en principio son tan disímiles, comparten un rechazo a la trascendencia en el sentido de lo que estaría, eventualmente, más allá de lo visible. Sus versos, en ese sentido, pretenden no aludir a un contenido secreto, sino ser objetos en sí mismos y significar, según sus palabras, “lo que dicen” y nada más.

No sólo / Sino también

Es en los años 70 cuando Ashbery alcanza su pico creativo, en parte debido a los estudios canónicos de Harold Bloom, casi siempre parciales y puestos en duda por el poeta. Esta segunda etapa se extenderá 20 años y dará libros fundamentales, como The Double Dream of Spring (1970), que le valdrá la atención de la crítica; las prosas de Three Poems (1972); el multipremiado Self-portrait in a Convex Mirror (1975); Houseboat Days (1977), As We Know (1979), Shadow Train (1981), A Wave (1984, en el que incursiona, por ejemplo, en algunas formas de la poesía japonesa) y el poema-libro Flow Chart (1991). Su estilo se condensa y deja de lado algunos juegos surrealistas, depura sus experimentaciones más arbitrarias y cierto uso del nonsense, para crear poemas densos y atrapantes, que juegan con el humor, el coloquialismo y los clichés, y presentan, como el cuadro del Parmigianino que da título a su libro de 1975, una visión envolvente, que se deleita en la indeterminación, en los comienzos in medias res y en los cambios de perspectiva, evidentes en las sistemáticas variaciones de los pronombres personales. De esta época son sus poemas más importantes, como “Syringa”, “Litany” (en internet se puede oír a Ashbery junto a Ann Lauterbach leyendo las dos partes de esta pieza en simultáneo), “Wet Casements” y “At North Farm”, en los que profundiza las ideas de la metamorfosis y la natural multiplicidad del yo, que se refracta en mil voces.

Es por eso que en la poesía de Ashbery no sólo hay una gran preocupación por los reflejos y las representaciones (fotografías o cuadros), sino también por el sonido, aunque no de un modo literal, sino, como sostiene Larissa MacFarquhar, por un sonido que se asemeja al “producido por el sentido, que deja saber que hay sentido aunque no se sepa cuál es todavía”. En sus versos, por momentos larguísimos, entran distintos niveles de enunciación, que se mezclan, anulan la quimera de la unicidad y subvierten la idea de su supuesto solipsismo. Su poesía es diálogo (no en vano muchas piezas indican “personas” y otras siguen la forma epistolar) y se nutre del lenguaje entero: así, frases oídas al pasar, versos escritos o leídos o cantados años antes en contextos diversos, palabras tomadas de otros, todo entra si funciona. Cada poema es, para Ashbery, un campo de contingencias, más un procedimiento que un contenido: va armándose de a partes y no reclama para sí más forma que la suya propia, pero esto no lo hace ahistórico ni idealista, sino que lo aparta del sistema de comunicación simple y lo conforma como un modo refinado del lenguaje. Sin embargo, este refinamiento no se alcanza jamás mediante el uso de palabras consagradas; de Auden, Ashbery aprendió el manejo de lo coloquial, pero no en un sentido lato de “poema hablado”, sino en la imitación de la naturaleza fragmentada y elíptica del habla. A su vez, evita, como su admirada Elizabeth Bishop, todo tono confesional, de intimidad revelada, y esto potencia su apertura. Siguiendo esa línea, es interesante acudir a las palabras del poeta, que en una entrevista con Peter A Stitt publicada en 1983 hacía una analogía muy clara; hablando de su relación con el lector, sostenía que intentaba manejar las sorpresas y tratarlo con cuidado para no herirlo: al contrario que los que “se tiñen el pelo de azul y se ponen alfileres de gancho en la nariz”, decía, “intento vestirme de una manera apenas desaliñada, de modo que si el espectador se da cuenta se sentirá tal vez un poco confundido, pero no excluido, al recordar su propio imperfecto modo de vestir”. Vista así, la poesía de Ashbery, más que meramente oscura, es de una gran generosidad; no busca dar un mensaje ni apela a un significado único, sino que requiere la verdadera participación del lector.

“Es verdad que la vida puede ser cualquier cosa, pero algunas cosas / definitivamente no lo son. Esta mano enguantada, / por ejemplo, que se desliza / con tanta seguridad hacia la mía, como si pretendiera quedarse”, termina uno de los poemas del libro con el que inauguró el siglo XXI, Your Name Here (2000). En su etapa final de poeta consagrado, aunque reflexivo sobre la mortalidad y su legado, Ashbery continuó intentando siempre alejarse de lo que él mismo llamó “ashberismos”, con sus experimentos formales y un intento continuo de reinvención, en volúmenes como Chinese Whispers (2002), Where Shall I Wander (2005), Planisphere (2009) y Breezaway (2015). El domingo, su esposo David Kermani, a quien conoció en 1970, anunció su muerte en su casa de Hudson. Pintor trunco, novelista ocasional, dramaturgo esporádico, crítico y profesor más por necesidad que por vocación, Ashbery fue el mayor poeta estadounidense de su tiempo. Como en los versos que cierran uno de sus más deslumbrantes poemas (“Seré reservado. / No repetiré los comentarios de otros sobre mí”), la última palabra es suya.