Desde el primer plano de la película lidiamos con la ilusión y la develación de sus procesos. Vemos una cabeza gacha, en actitud triste o perezosa. Nos damos cuenta de que es un rostro artificial, pero por la forma en que está tomado y por las proporciones podríamos suponer que corresponde a una persona que lleva una máscara. En forma casi inmediata, se acerca alguien y empieza a manipular esa cabeza, ajustando su posición. Constatamos que es inerte y pesa muy poco: no era una persona enmascarada, sino un muñeco. Vemos algunas cosas más alrededor; hay gente que realiza actividades cotidianas en una casa (prende la cocina, se sienta a tomar mate) y esto se alterna con las acciones vinculadas al muñeco y a otros objetos escénicos. De pronto, el muñeco “se despierta”, y esa sensación mágica está reforzada por la música que empieza a sonar en ese momento y nos baña en fantasía, con timbres que recuerdan a los de un gamelán indonesio. Pero en forma casi inmediata vemos a los titiriteros alrededor del muñeco, manipulándolo. Están iluminados, pero aun así nuestra vista no puede dejar de magnetizarse con los movimientos expresivos del muñeco. Y cuando suena una voz fuera de campo, el rostro del muñeco se da vuelta como si hubiera escuchado al que habló, y el montaje lo va a vincular con el hombre que habla, como si realmente hubiera una correspondencia de miradas. Sigue una fascinante conversación de trabajo entre los titiriteros acerca de cómo refinar pequeños gestos: cómo dar la impresión de peso e intercambios acerca de la postura del muñeco y las continuidades, todo en ese ambiente hogareño, poblado de objetos tan comunes como una cocina, una caldera, una estufa, un televisor o una botella vacía de Coca-Cola.

Costuras a la vista

Es recién al final de la película que se identificará a esos titiriteros. Se trata de los integrantes de Cachiporra Artes Escénicas, antes Títeres de Cachiporra, un grupo formado por Javier Peraza y Ausonia Conde. Ahora forman parte de él también sus hijos, y hay algún nieto en el aprendizaje del oficio. No son rostros que se identifiquen a nivel masivo, pero en el ámbito de las artes escénicas se trata de eminencias: hace más de 40 años que Javier y Ausonia están en la vuelta, participaron en un centenar de festivales internacionales, ganaron premios. Son unos capos en lo que hacen. Desde el inicio partieron de una fascinación con formas escénicas de distintas culturas, de ahí que lo de “títeres” les quedaba realmente corto, porque además de la tradición, heredada de Europa, de los muñecos de guante (incluidas las típicas obras con cachiporra de las que el grupo sacó su nombre), ellos lidian también con sombras, transparencias, títeres de varilla, teatro negro y otras técnicas inspiradas en prácticas de China, India, Indonesia y Japón.

En esas prácticas, muchas veces algunos elementos de la manipulación son visibles, como sucede cuando se pone en acción al muñeco del inicio de la película, similar a los que se usan en el bunraku japonés. Apreciar la magia del movimiento de las figuras no es algo que implique necesariamente ocultar a quienes las manipulan. Es más: nuestra atención puede oscilar entre la representación mediante el muñeco y la técnica y la emoción inherentes a quienes lo están moviendo y compenetrándose con él. Se disuelve ahí la dicotomía entre ilusión y ruptura de la ilusión.

Esa noción tiene mucho que ver con el asunto central de este documental, que es un proyecto de recorrida por algunas escuelas rurales y trabajo con los niños que asisten a ellas, emprendido por Cachiporra en 2008 y 2009. A cada una de las escuelas hicieron reiteradas visitas: presentaban el espectáculo y luego les mostraban a los gurises qué era lo que ocurría detrás del escenario, les explicaban cómo habían realizado tal o cual efecto, los invitaban a manipular e inspeccionar los distintos artefactos, los estimulaban a concebir y realizar ellos mismos obras de ese tipo y los ayudaban en ese proceso.

Aprendizajes

Los ilusionistas es una obra humilde, acerca de un arte que por lo general es considerado menor y que no suele ser asunto de discusiones culturales ni tener mucha presencia en los medios de comunicación. Además, en este caso está mostrado en escuelas públicas de localidades recónditas, a cada una de las cuales asiste más o menos una decena de niños. Desde una concepción “espectacular” del espectáculo, esta descripción quizá no transmita lo encantadora, divertida, interesante y bella que es esta película y todo lo que muestra.

Por un lado, el goce tiene que ver con la creatividad y habilidad de los espectáculos del grupo Cachiporra. Por otro, hay que ver lo que es la reacción de los niños: son rostros de real fascinación, carcajadas, sorpresa, interacción entusiasta, todo eso captado por la cámara con cercanía y meticulosamente armado en el montaje. Vemos los espectáculos junto a los niños, contagiados por su alegría y desde su mirada, y además ellos se constituyen en otro espectáculo adicional y complementario. Cuenta también la excepcional habilidad de los titiriteros para convocar a la participación y explicar, en términos totalmente accesibles para chiquilines de cinco a diez años (pero interesantes también para nosotros) los procedimientos que usan y varios de los detalles técnicos que deben tener en cuenta.

Está también lo rural de la escuela rural. Son niños del campo, con vivencias totalmente distintas de las de la gente de la ciudad. Los artistas abren muchas vías de intercambio, porque de inmediato queda claro que ese público infantil sabe muchas cosas que ellos no saben, y que tienen que ver con caballos, ovejas, plantaciones. La distribución del saber se vuelve bidireccional. Finalmente, en el clímax de la película, los niños de una de las escuelas presentan la obra que hicieron (que tiene que ver con los procedimientos para plantar lechugas y cuyos personajes son dos agricultores y dos lechugas), y los artistas profesionales ahora son parte del público. La obra está realmente muy buena, y ahora nosotros asistimos a ella junto a los Cachiporra, compartiendo con ellos el encantamiento y las risas. Se siente además la satisfacción por el resultado, quizá superior a sus mejores expectativas, de la labor de divulgación, estímulo y enseñanza, y la confirmación de la importancia de cultivar las expresiones artísticas en ese tipo de comunidades, no sólo por sus potencialidades de entretenimiento y placer, sino también como una vía muy rica para elaborar cuestiones cruciales en sus vivencias.

Saberes

Mario Jacob hace documentales desde los años 60. El último que había dirigido, sin embargo, es de 2001. Estuvo, por lo tanto, ausente durante el tiempo transcurrido desde entonces, una década y media en la que el cine uruguayo se acercó a algo parecido a cierta estabilidad y el estreno de una película nacional dejó de ser una excepcionalidad llamativa. Digo “parecido a cierta estabilidad” por cuestiones como las que ilustra la propia película: aun a esta realización sencilla de un director histórico del cine nacional le llevó, una vez finalizado su rodaje, ocho años ser estrenada.

Hay una paradoja (¿contradicción?) en el hecho de que el trabajo de Cachiporra, que disuelve la oposición entre la ilusión y el desnudamiento del dispositivo que la produce, haya sido retratado en un documental observacional que es 100% “transparente”, es decir que en ningún momento se acusa la presencia del equipo de filmación. No hay una sola mirada a cámara, cosa que es llamativa en una película que involucra a muchos niños chicos y en la que hay escenas en espacios cerrados no muy grandes. Tenemos una gran concentración e inmersión en las situaciones mostradas.

Esta inmersión está hecha con singular habilidad. La sabiduría de la mirada de Jacob se nota a cada paso, y junto con el fotógrafo Diego Varela y el sonidista Daniel Márquez lograron una visión del Uruguay rural como no recuerdo haber visto nunca: la niebla matinal, el pasto húmedo, el barro, los bichos, las carreteras, el interior de los hogares y escuelas, los rostros: uno casi siente los olores, la temperatura y la brisa. Hay algunos planos increíblemente sugestivos, como uno tomado desde atrás del escenario: vemos de cerca a los títeres, más lejos está la fila de niños que son espectadores de la obra, y aun más al fondo, la carretera por la que pasa un camión enorme. Y el plano final condensa la idea de la inversión de perspectiva, porque está tomado también desde adentro del retablo, y desde allí vemos el exterior, en el momento en que los titiriteros, después del espectáculo, interactúan con los niños.

Un texto presentado en pantalla al final de Los ilusionistas nos informa que la experiencia de Cachiporra con las escuelas rurales, “lamentablemente, nunca más se repitió”. Importa tenerlo presente, porque esta película, además de ser un placer en sí misma, es la muestra más elocuente de la enorme relevancia que pueden llegar a tener este tipo de iniciativas, con un costo relativamente modesto y grandes resultados en lo educativo.

Los ilusionistas, dirigida por Mario Jacob. Uruguay, 2017. Auditorio Nelly Goitiño.