Nació en Montevideo en 1974. Cuando tenía nueve meses, sus padres se exiliaron en Buenos Aires y no volvieron. Con el tiempo, Vera Giaconi comenzó a trabajar como correctora y editora para distintas revistas y editoriales, y en 2011 sorprendió con un extraordinario libro de cuentos, Carne viva: con una prosa depurada y punzante, un mordaz sentido del humor y una endiablada capacidad para construir historias crueles y paisajes oníricos, Giaconi debutó con siete relatos cargados de tensión, fascinación ante el horror y un grupo de mujeres siempre al borde de la eclosión. Conscientes de la nada y el sinsentido, estos personajes circulan entre escenas domésticas y reuniones familiares, siempre motivados por la fascinación del abismo, sin saber que, como advertía Friedrich Nietzsche, “cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Este año, la escritora publicó un nuevo libro de cuentos en Anagrama, Seres queridos, que parte de ese mismo universo: explora los límites del vínculo con una madre, hermanas, parejas o amigos, desnudando el infierno oculto que mantenemos dentro. Así se suceden celos, envidias, rencores, venganzas y supervivencias, signadas por una escritura seca, cortante y vertiginosa.

Si en Carne viva las protagonistas, desde la fragilidad de ese límite, se enfrentaban como podían a las expectativas sociales y familiares, en Seres queridos el quiebre es impulsado por circunstancias específicas, como la distancia –de los amigos, de un familiar–, la pérdida o la dictadura, sin que ellas logren comprender el mundo en el que viven, y mucho menos comunicarse. Asociada a la corriente de narradoras anglosajonas como Flannery O’Connor, Eudora Welty y Katherine Mansfield, que “viene poniendo al realismo en ascuas”, Giaconi traza historias que alientan y horrorizan al mismo tiempo, mientras ensaya una sintaxis perfecta y cautivante, en la que lo único que importa es intentar retener la música invisible de esos vaivenes de la existencia. O, simplemente, de esos pasajes adormecidos tras la irrelevancia cotidiana. El viernes 22 a las 20.00 estará en una mesa del FILBA sobre violencia contemporánea y literatura, en el Centro Cultural de España, junto a Gabriela Cabezón Cámara y Rafael Courtoisie.

–¿Cómo fue que decidiste empezar? Sé que de niña, por ejemplo, escribías muchas cartas.

–Mirá, creo que había algo que formaba parte de esa rutina de la niña que fui. Mi madre es profesora de dibujo y con mi hermano dibujábamos mucho, por eso era muy común que yo dibujara y alrededor escribiera cosas. Como si la imagen sola no alcanzara. Después, hubo un momento en el que me pregunté qué hacer con todo eso, y decidí darle un poco más de forma. Ahí, de adolescente, empezaron los talleres [entre otros, el de Mario Levrero]. Pero creo que la escritura siempre estuvo por ahí dando vueltas, y no sé muy bien por qué. Nunca encontré a nadie que pudiera explicármelo claramente.

–Como tu obsesión por los tiburones.

–Exacto, eso mismo. Espero no tener otras; sería una especie de freak extraña. Pero sí, ahí tenés dos.

–En todos estos años, ¿cómo has sobrellevado esa dualidad entre lo uruguayo y argentino?

–Es tan raro eso... A veces me dan ganas de pedir que en la partida de nacimiento me pongan “Río de la Plata” para resolver esa cuestión, porque siempre estás traicionando un poco a uno y a otro. Tengo a toda mi familia en Uruguay: mis abuelos mientras vivieron, mis tíos, mis primos, la familia un poco postiza que se creó en Buenos Aires con los amigos que se exiliaron con mis viejos y luego volvieron, todos. Nosotros fuimos los que nos quedamos. Además, una parte muy importante de mi infancia la viví en Uruguay, porque todos se ocuparon de que tanto mi hermano como yo viajáramos seguido y tuviéramos mucha conexión con ellos, pero toda mi formación fue en Buenos Aires. Voy a Montevideo y en seguida me sacan la tonada porteña, pero acá en Buenos Aires siempre alguien me dice “vos sos uruguaya”, por alguna expresión.

–¿Cómo vivieron el exilio? ¿Era algo de lo que se hablaba en tu infancia?

–Sí, se hablaba muchísimo. Estaba muy presente, sobre todo porque durante mucho tiempo mis padres no pudieron volver. De Uruguay venían a visitarnos, pero no podían hacerlo muy seguido porque era caro. En esa época todo era caro. Viajar, hablar por teléfono. O sea que el exilio estaba siempre, había una ausencia imborrable. Todos mis compañeros tenían a sus abuelos, sus primos y sus reuniones familiares; nosotros teníamos un gran montaje, muy lindo y muy genuino, pero no era lo mismo. Y mis padres tenían 24 años cuando se vinieron.

–Yendo a tu obra, ¿qué es lo que más te interesa de esa estructura contenida que implica el cuento?

–Hay varias cosas. Por un lado, me resulta muy apasionante esto de poder generar una relación completa con un lector, en muy pocas páginas. Cuando funciona, claro, porque el desafío siempre es intentar que funcione. Al mismo tiempo, se produce esa combinación de que se trata de un artefacto que tiene esa potencia totalizadora, completa, en pocas páginas; no como una novela, con una totalización que se encuentra a lo largo de un extenso ejercicio. Al mismo tiempo es algo muy frágil porque, por algún motivo extraño, los lectores somos menos pacientes con el cuento. Si al segundo párrafo no estamos enganchados, no nos cuesta nada soltar y pasar al cuento siguiente, o directamente a otro libro. A las novelas les damos la oportunidad hasta 60 o 70 páginas antes de descartarlas.

–¿Aterra la brevedad?

–¿Sí, no? Por algún motivo, es como si fuera más fácil decir “este cuento no es para mí” y soltarlo. Y por ahí pasaron 20 líneas. En ese desafío hay algo que me resulta muy interesante. Y también me gusta el recorte, porque hay muchas decisiones que tomar.

–Como el ritmo, que en tu caso es muy sostenido.

–Sí, trato de cuidarlo. Es muy importante por esto mismo: lograr generar una melodía que, de alguna manera, seduzca. Y ya no por cuestiones de trama ni de intriga, sino por la musicalidad que se pueda dar dentro de la frase, para que al lector le resulte más difícil irse. Que una oración lleve a la siguiente y se vaya quedando.

–¿Cómo fue que derivaste hacia esas mujeres que viven momentos de tensión o de quiebre –ya sea por una muerte, la anorexia o la depresión– y que, si bien no dejan de ser funcionales, están al límite del derrumbe, de la convención social de normalidad?

–El primer libro surgió después de que estuve escribiendo durante muchos años. Y por eso es que elegí cuentos –quedaron un montón afuera– que, justamente, armaban ese universo muy homogéneo. Es un universo muy compacto; incluso los últimos tres cuentos son una larga historia, y me interesaba eso mismo que estás diciendo: la idea de explorar a los personajes cuando todavía funcionan pero están al borde, a punto de quebrarse. Si nos diéramos permiso podríamos quebrarnos varias veces por semana; sin embargo, nos levantamos, nos vestimos y seguimos andando, y son muy pocas las personas a las que les contamos que estamos medio rotos. Al resto del mundo le estamos mostrando una entereza que, si alguien rasca un poco, no es tan así. Entonces me gusta eso, mostrar a los personajes en un estado de vulnerabilidad muy grande, sin atacarlos ni caerles encima con un diagnóstico. Porque, justamente, cuando uno está roto es cuando es más vulnerable en todo sentido, incluso moralmente. Uno se vuelve más proclive a dar espacio a sentimientos que en otras situaciones puede llegar a cuidar un poco más. Necesitaba un poco eso.

–Ese estado, justamente, despabila lo que el hábito automatiza.

–Y es algo que ofrece el narrador. Porque en ese mundo en que se están moviendo, ellas no están mostrando prácticamente nada. Quienes las rodean siguen siendo tan funcionales como ellas, y tampoco sabemos si están rotos o no. Por eso, en el tríptico [de Carne viva, “Nosotros”, “Un pequeño cambio” y “Bajo la piel”] con el personaje de Ema y la anorexia como enfermedad, sin que se nombre nunca a la anorexia en los cuentos, y aunque el narrador no lo diga, uno la ve muy rápido, porque tiene que ver con lo mismo, forma parte de esa obsesión. Durante un tiempo leí mucho sobre eso, porque me resulta muy revelador de algunas cuestiones que funcionan en las personas. No tiene que ver sólo con la imagen, sino también con que alguien pueda ser tan fuerte para, en realidad, debilitarse. El nivel de fortaleza que necesitan para llevar eso adelante es tremendo, porque se van rompiendo delante de uno. Y ellas necesitan una determinación, una fuerza y un poder sobre sí mismas para romperse. Eso me conmueve mucho.

–Si bien esto lo ofrece el narrador, el acceso es lateral, como si el lector espiara desde un rincón.

–Me gusta mucho pensar desde dónde va a estar mirando el lector. Por eso la cuestión de no caerles con un juicio a los personajes, de no dar la verdad ya juzgada a los lectores, sino más bien habilitar lo que se muestra, para que después el diálogo con la historia lo establezcan los lectores. Por eso, también, eso de cuidar mucho en qué momento y cómo terminar las historias; y en qué momento comenzarlas, con qué información. Porque la información es indispensable, pero a veces se puede volver enemiga del relato. A mí me gusta que las posibilidades del lector se amplíen.

–“Dumas” y “A oscuras” tienen como escenario de fondo la dictadura. ¿Te interesó trabajarla como materia narrativa?

–Sí, definitivamente. Son dos historias que tienen mucha raíz en mi historia personal, aunque no sean exactamente autobiográficas. Hacía mucho que buscaba las estrategias para poder hablar de esa parte de la historia sin sentir el peso del documental o el informe, para vivirlo como una experiencia. Lo conversé con amigos que vivieron lo mismo como “hijos de”, esa cuestión de sentirnos completamente atravesados por una historia, pero desde un lugar diferente. Porque al mismo tiempo éramos chicos y nos cuidaban mucho de eso: vivíamos otra vida que no lo registraba para nada, pero estaba completamente atravesada por la dictadura. Con esas dos historias encontré la posibilidad de hablar de esa dualidad: de lo que estaba pasando y, al mismo tiempo, de cómo podía estar viviendo eso un niño. Nos pasaba eso, pero también otras cosas. Incluso cuando la conciencia era muy grande, y la discusión hacia dentro de la familia era muy clara, uno sabía dónde estaba. Fue algo que intenté trenzar en esos dos cuentos, junto a la temperatura de las cosas que pasan, que es muy similar. No es algo liviano ni un festejo. Cuando encontré esa estrategia me di cuenta de que ahí sí tenía algo mío para decir.

–¿Cómo te vinculás con otros escritores próximos en edad que, con muchas variantes, también han trabajado la extrañeza desde lo doméstico, como Federico Falco, Mariana Enríquez o Samanta Schweblin?

–Leyéndolos con gran obsesión. También tiene que ver con eso que decís, de tratar de entender por qué circulamos en ciertas zonas que se parecen, aunque en algunas cosas se diferencien mucho. Los sigo desde sus primeros libros, así que mi relación es desde la admiración.

–La incomunicación y la soledad determinan los vínculos más cercanos de varios de tus personajes.

–Era algo que me interesaba explorar. Sobre todo esa ficción que se crea alrededor de los círculos familiares, de eso que parece tan natural y tan orgánico, cuando en verdad no es así, sino que requiere un gran esfuerzo y una ficción común para que se mantenga y funcione. Y no siempre funciona bien, aunque cuando se da cueste mucho verlo. Ahí uno se siente muy mal, como si no fuera natural tener problemas de comunicación, de afecto, de relación y de comprensión con las personas con las que la genética te llevó a compartir casa, y la idea de cariño. Creo que el afecto es algo que está en todos, pero de ahí a poder convivir feliz y armoniosamente hay una distancia grande. Es la apuesta que quiero hacer con esas historias. Yo entiendo que se vea con cierta oscuridad, pero a mí me pasa que cuando veo a alguien muy enojado, no deja de causarme gracia. Es un poco monstruoso, en el sentido de una caricatura. En ese momento están algunos de los personajes; aunque no deje de ser oscuro, aunque no deje de ser tenso, también tiene ese otro color, ese otro margen.