Esta breve nota refiere a la situación de un adolescente sordo que, al vivir a 150 kilómetros de Montevideo, veía limitadas sus posibilidades de inclusión social y educativa. Se trata de una historia que amerita ser contada, porque da cuenta de una práctica socioeducativa que oferta la posibilidad de un cambio de la que se apropia un adolescente para encarnarlo. Al mismo tiempo, es una denuncia acerca de las escasas posibilidades que, desde la educación pública –y en esto incluimos las prácticas socioeducativas del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU)–, se brinda para alterar lugares y situaciones que “cronifican” la vida de muchos niños y adolescentes.
En este caso, se trata de un adolescente sordo del interior del país que transita por un proyecto de protección centrado en el desarrollo de capacidades para el desempeño autónomo. Es un proyecto de una organización de la sociedad civil en convenio con el INAU, y para los adolescentes se trata del último eslabón del sistema de protección a la infancia y la adolescencia.
El 8 de setiembre me encuentro, en un mensaje de Whatsapp, una foto de la diaria en la que se muestra a un grupo de estudiantes del liceo 32 que asistieron a la marcha que año a año reclama el cumplimiento de los derechos de las personas sordas. Presto atención y uno de ellos es el mismo joven que me había mandado el mensaje, con el que desde hace tres años trabajo en la referencia socioeducativa. Este joven creció a 150 kilómetros de Montevideo y al terminar la escuela se encontró sin opciones: no había forma de que un muchacho sordo de 17 años pudiera continuar sus estudios en su territorio. Su situación socioeconómica era frágil: una madre jefa de familia que asumía la maternidad de varios hijos, lo que condujo al núcleo a vincularse con varias instituciones del Sistema Nacional Integrado de Cuidados. Uno de estos centros planteó la posibilidad de conectarse con un proyecto de autonomía en Montevideo, y eso se concretó.
El primer encuentro con él y su madre estuvo caracterizado por una precariedad en la comunicación que resultó preocupante; sus señas eran escasas y, además, caseras. Empezamos reconociendo dos aspectos muy relevantes: uno, su clara voluntad de venir a Montevideo; el otro, la necesidad que tiene cualquier persona de comunicarse con otros. Este joven tenía varios entrecruzamientos que estancan cualquier autonomía: haber crecido en situación de pobreza, tener un diagnóstico de sordera (¿discapacidad?), ser del interior y trasladarse a Montevideo para continuar sus estudios. A partir de esto, sólo interrogantes. ¿Cómo pensar la autonomía desde un sujeto que presenta varias contingencias que lo ubican en lugares de desventaja social? ¿Cómo superar ciertos efectos segregativos de sus condiciones biológicas, económicas, sociales y territoriales?
La referencia socioeducativa es un vehículo en el que se sostiene la pedagogía de la presencia, que se preocupa por articular claves de lectura del mundo. Se juega en varias trincheras: en la transmisión de contenidos propios del proyecto de la autonomía, como saber moverse por la ciudad, poder encontrar canales de comunicación con su entorno, la gestión de la vida cotidiana (administración de dinero y tiempos) o la incorporación a espacios de integración social como el estudio y el trabajo. Otro frente –y el más complicado– radica en la mediación con instituciones, en este caso el liceo, que se presenta como lugar común privilegiado para integrarse a su comunidad: aprender (por fin) su lengua, poder incorporar la lectoescritura del español y, sobre todo, a encontrarse con otros. Su integración con los pares fue paulatina pero segura, lo que costó más fue (es) el vínculo con el mundo adulto, con los responsables de una institución que adopta un discurso de bilingüismo e integración pero, al mismo tiempo, reitera (en modo real) su promesa de expulsar a los estudiantes apenas se suscita un conflicto, como si ese fuera el único método para resolver los problemas.
En la residencia estudiantil el joven fue el epicentro de los vínculos sociales; entre compañeros se cuidaban y se acompañaban en el destierro, en su condición de estudiantes provenientes del interior. Siempre se plantea que las personas sordas son extranjeras en su tierra, ya que no hablan la lengua propia del territorio, entonces, en este joven sucedía por duplicado. Sin embargo, en los hechos parecía ser todo lo contrario: estaba hallando su lugar y encontrando a las personas con las que pasar juntos. Los que venimos trabajando desde hace años en proyectos de autonomía tenemos claro que uno de los factores que desenlazan en su favor es el de elegir con quién se va a compartir parte de la vida. En este tiempo el joven ha ampliado su circulación por diferentes ámbitos, algunos propios de la comunidad sorda y otros más “comunes”. Ha accedido a una beca laboral, hace natación y en un par de meses terminará el ciclo básico (si salva Inglés, su inentendible y tercera lengua). En este tiempo me ha interpelado una y otra vez el concepto de discapacidad, y con este joven confirmo que no es un sustrato propio de la persona, sino que, por sobre todas las cosas, la discapacidad está en las respuestas sociales que hemos construido sobre algunas personas. Y esto pasa con la discapacidad, pero también con las niñas, niños y adolescentes cuando los construimos como menores, con la pobreza, cuando los vemos como carentes o peligrosos, con el que tiene una orientación sexual minoritaria y lo catalogamos como “desviado” o “enfermo”, entre una larga lista de desaciertos en la construcción de estereotipos sociales. Una vez más, a pesar de todas las etiquetas y rótulos que podamos colocar a las personas, el oficio de sostener la propuesta educativo-social centrada en el sujeto y sus posibilidades ha respondido a las tantas preguntas que cotidianamente me hace mi entorno no profesional: ¿se puede hacer algo por esta gente? La clave está en priorizar contenidos culturales que lo vayan conectando con sus entornos (alejados y próximos), potenciar sus habilidades, generar condiciones para que transite por experiencias significativas y respaldar las decisiones que le vaya tocando tomar. La respuesta que le di a este joven en el Whatsapp, después de ver la foto, fue: “Seguí luchando por lo que te corresponde”.
La discapacidad y sus tratamientos
Se pueden identificar tres modelos que a groso modo las sociedades han definido y a partir de los cuales han generado un tratamiento para las personas. En el primer modelo, el de la negación y eliminación, el ser era considerado defectuoso e inservible, por lo que podía ser eliminado, abandonado o guardado. El segundo modelo es el clínico-higienista, está centrado en la medicina y propone que el sujeto sea un paciente crónico y centre todos sus esfuerzos en rehabilitarse. El tercer modelo es el de autonomía personal o de vida independiente: desplaza la problemática de la persona con discapacidad al entorno que cuenta con barreras físicas y sociales que reducen el acceso de las personas, y plantea que estas pueden y deben ser removidas. Esas barreras sociales siguen estando fundamentadas precisamente en los estereotipos y en los prejuicios hacia las personas con discapacidad. Si bien responden a momentos distintos de la historia, aún los tres modelos conviven en nuestra sociedad.