“Si algo te enseña el género, es que es necesario disputar los espacios, y Casa de las Américas es uno de los espacios culturales latinoamericanos más importantes. Así decidí presentar mi obra allí y gané. Creo que galardonar mi trabajo respondió también a un afán de reparación, en todo caso la respuesta de Casa de las Américas ha sido muy generosa y abrió un diálogo fraterno y respetuoso”.

La semana pasada, Diego Falconí, ensayista, abogado y catedrático quiteño, presentó en la Universidad La Sapienza de Roma, por primera vez en Europa, su libro De las cenizas al texto. Literaturas andinas de las disidencias sexuales en el siglo XX, que ganó el premio cubano Casa de las Américas 2016 al mejor ensayo de tema artístico-literario. La actividad tuvo lugar en el ámbito del VI Congreso Mitos Prehispánicos en la Literatura Latinoamericana, organizado por el Departamento de Estudios Europeos, Americanos e Interculturales de esa universidad.

La tapa del volumen, que hasta el momento no ha encontrado otra editorial que la propia Casa de las Américas, muestra una obra del pintor y jesuita panameño Hernando de la Cruz, de la escuela quiteña de arte del siglo XVII, que se conserva en la iglesia San Ignacio de Loyola de Quito, ubicada en la esquina de García Moreno y Sucre, justo en el centro de la ciudad colonial. El Infierno es un óleo sobre lienzo, gigantesco, donde cuerpos de demonios castigan cuerpos humanos de penitentes; entre ellos, el nefando, como se definía en aquella época a quien cometía el llamado pecado de sodomía. Ese cuadro representa, para Falconí, uno de los primeros códigos penales de la zona andina, que trataba de normar los cuerpos y las personas por medio de las imágenes.

–¿De dónde surge el interés de analizar el mundo de la sexodisidencia en la literatura desde los estudios andinos?

–Por un lado, de la constatación de que durante el siglo XX las escrituras lesbianas y gays eran mucho menores y más discontinuas que en otras regiones latinoamericanas, como el Caribe o el Cono Sur. Por otro lado, al interesarme como persona migrante en los estudios decoloniales, al llegar a España y darme cuenta de que estaba en el centro de la colonia empecé a leer las crónicas de Indias, algo que nunca había hecho antes. Además, hubo influencia de una ciudad como Barcelona, donde el género es parte de la vida urbana, una ciudad muy liberada.

–¿Qué encontraste en esas crónicas?

–Los cuerpos carbonizados y desaparecidos, hechos cenizas, de los indios prehispánicos sodomitas. Durante mi infancia me hablaron del genocidio que existió en las comunidades indígenas cuando llegaron los españoles, pero nunca me dijeron que había habido un genocidio sodomita, un genocidio marica. Me di cuenta de que faltaba completamente parte de esa historia, y sentí que existía un relato de ausencia que traté de juntar de alguna manera.

–Tu obra se centra en el análisis de cinco escritoras y escritores que te permiten problematizar la identidad andina en los estudios de género y sexualidad.

–De hecho, no analizo escritores ejemplares, sino autores que tienen unas fisuras y que me permiten encontrar mi texto y también otras formas artísticas. Son los ecuatorianos Pablo Palacio y Adalberto Ortiz, el colombiano Fernando Vallejo, el peruano Jaime Bayly y la boliviana Julieta Paredes. Traté de que cada capítulo del libro sirviera para abrir una mirada diferente. Palacio me permitió hablar del canon literario que construye la realidad, lo que dice qué textos son importantes y cuáles son prescindibles en la construcción cultural de un país; y, justamente, los textos de personas sexodisidentes no son importantes. Pero Palacio, autor fundamental para explorar el canon andino, aborda personajes homosexuales que, sin embargo, son siempre aniquilados. Algunos autores dijeron que Palacio era el inicio del canon sexodisidente, y no deja de ser irónico que el inicio del canon muestre homosexuales derrotados. El canon literario dominante no sirve para una lectura desde la sexodisidencia y me hace entender por qué yo, creciendo como persona homosexual en Ecuador, no podía encontrar un lugar para mí en la cultura. El segundo autor que analizo es Jaime Bayly, un escritor que ganó premios muy prestigios y luego se convirtió en un famoso periodista de la derecha. Su trayectoria me ha dado la posibilidad de analizar cómo llegó a la zona andina la etiqueta gay, y su incidencia en la construcción de la identidad homosexual en los Andes. La figura de Bayly determinó cuáles son los cuerpos que pueden apropiarse de esa marca, y la matriz de clase es fortísima, aun más en una zona conflictiva como los Andes. Bayly, para construirse y sobrevivir como gay, no se centra en un proyecto inclusivo: por el contrario, crea otras categorías de despojados. Por lo tanto, hay que sospechar de la etiqueta “gay”, que parece liberar a las personas y en realidad sirve para construir a alguien de la clase media-alta, de un cierto tipo de piel. El marica y el gay son dos cosas distintas. El marica es la persona que transgrede la normalidad, mientras que el gay es alguien que empieza a cumplir las normas. La tercera mirada es la de Julieta Paredes, feminista boliviana aymara. Su escritura lleva consigo mucha contradicción. Ella defiende el mundo aymara y se define como aymara, pero escribe sólo en español, reproduciendo un mecanismo colonial. Paredes nos muestra cómo la colonización en la zona andina tiene que ver con cuestiones de clase, de raza y de colonialidad, y entonces no se puede hablar de emancipación sólo a partir de la etiqueta de “gay” o “lesbiana”. El cuarto es Fernando Vallejo, colombiano. Él aborrece a indígenas, negros y mujeres, y sin embargo nos permite pensar en cuestiones de hermandad, sobre todo por su trabajo con las personas que tienen sida. Adalberto Ortiz, escritor afrodescendiente, es la quinta mirada que asumo. Ortiz toma los mitos que circulan en las poblaciones afro, y yo utilizo el de la Tunda, la historia de un ser que rapta los niños y se los lleva al monte; la población persigue a la Tunda, y cuando el niño reaparece está entundado, o sea, tiene un hechizo con derivaciones sexuales. Ortiz es un mulato y utiliza la historia de la Tunda en un relato escrito, pero no es un traidor, lo que hace es dejar a la Tunda libre. Dice que la Tunda es una fuerza que sirve para cambiar la sexualidad. Ese gesto me permite pensar, en formas ancestrales, en cómo la literatura representa una salida de ese canon del que te hablaba al comienzo, dominado por hombres blancos y heterosexuales.

–Más allá de los análisis de textos literarios, creo que el interés más profundo de tu trabajo tiene que ver con los procesos de decolonización y la capacidad de disentir.

–Mi trabajo es un intento teórico con muchas trampas. No sigo el rigor filológico o histórico, sino una intuición y un uso metafórico de los textos que tienen un posicionamiento político y crítico. Soy consciente de que en cierta forma también reafirmo cierta colonialidad, porque hablo desde una perspectiva de hombre privilegiado. Pero quiero pensar que tengo una sensibilidad respecto de ese privilegio y trato de desmontarlo. Creo que para leer la complejidad del mundo tenemos que privilegiar las narraciones periféricas, descentrar la mirada para nutrirla, buscar las disidencias en los márgenes, y que por eso es importante focalizarnos en los Andes, repensándolos y evitando tanto la visión colonial como la cuzcocéntrica. Néstor Perlongher es fundamental para reflexionar, en el siglo XX, sobre la liberación de los sujetos sexodisidentes. En uno de sus ensayos dice que para pensar la disidencia sexual en América Latina tenemos que imaginar esa “Safo de Guayaquil”; como argentino y homosexual nos propone desorientar la mirada, pensar desde el margen, remontar a los Andes. Mi propuesta es pensar lo andino, pero también lo latinoamericano. Latinoamérica sigue siendo un espacio de resistencia, a la que se tiene que apostar para escapar de asimilaciones demasiado sencillas como la del LGBT, que muchas veces se queda en construcciones identitarias que se normalizan y no ponen en discusión a la sociedad. En la realidad no existe una masa indistinta, sino cuerpos que se posicionan políticamente desde sus espacios. De esos cuerpos debemos salir.