Lo primero: no importa cuán sucintas y básicas sean las sinopsis, ni cuánto énfasis se le ponga al asunto de las persecuciones automovilísticas y la trama centrada en el crimen, Baby, el aprendiz del crimen, antes que una película de acción, es un musical. Ya en la mismísima escena inicial da respuesta a uno de los problemas ontológicos fundamentales de toda película de ese género: ¿la música en el film es diegética o extradiegética? Es decir, ¿ocurre fuera de lo que realmente está sucediendo en el film (como en la inmensa mayoría de las bandas de sonido), o proviene de algún elemento auténtico dentro de la escena misma? Baby... se coloca en la segunda de las opciones, un terreno que nos habilita a un segundo quiebre taxonómico: ¿los pasajes musicales son parte de una suspensión de la realidad en la que los personajes entran y salen, quizá bailando o exponiendo alguno de sus conflictos –y cambiando así las reglas de juego de lo verosímil–, o están integrados a la realidad misma del film?

Esta subdivisión es de lo más interesante, ya que la barrera suele ser más porosa. En la mayoría de los musicales, el pacto con la verosimilitud casi siempre se arregla a un costo alto, al hacer que los personajes canten o bailen algo que está sonando en el ambiente –muchas veces el resultado es una película con música, más que musical– y en otros casos toma una forma de show percusivo escénico a lo Stomp Out Loud (Luke Cresswell y Steve McNicholas, 1997).

Baby... se coloca en un punto entre esas dos categorías y lo hace mejor, y de modo más musical y más verosímil que casi cualquier otra película del género. Tenemos a un chofer de atracos, sucinta y ridículamente llamado Baby, víctima de un constante zumbido en el oído derecho que sólo se puede aplacar escuchando música. Pero más allá de ese mecanismo de alivio sensorial, Baby tiene los audífonos de su iPod perpetuamente conectados a sus oídos, e interactúa todo el tiempo con lo que escucha. Lo que diferencia a este personaje del resto de los mortales es que, lejos de adaptar la música a su escenario (como los que alguna vez hemos elegido una canción como soundtrack de algo que nos sucede), logra modelar el escenario para que se adecue a su música. Todo esto es en base al ritmo, que no proviene de un afuera del film, sino del mismo conductor, y se inserta en su vida y en la de quienes lo rodean. Y, más aun, lograr que el escenario se acomode a lo que se está escuchando, y no a la inversa, va más allá del personaje: es casi la declaración de principios de una película que levanta lo visual sobre los cimientos de lo musical, en vez de hacerlo al revés, como la inmensa mayoría.

Todo lo que se puede decir respecto de esta semiótica musical está en los primeros cinco minutos, posiblemente una de las escenas mejor musicalizadas de los últimos años. Sin preámbulo alguno, tenemos un banco, las ruedas de un Subaru deportivo que estaciona, un corte al primer plano del conductor oculto tras unos lentes, y la introducción de ese arrollador tema que es “Bellbottoms”, de The Jon Spencer Blues Explosion. Los cortes a cada uno de los rostros de los asaltantes coinciden con el redoblante, y cuando salen del auto y buscan las armas en la valija, también lo hacen al ritmo del beat entre blusero y garagero. En vez de acompañarlos a la escena mucho más emocionante del atraco, la cámara se queda dentro del coche, detenida en Baby, que mira la nada, con las manos imantadas al volante, hasta que irrumpen los coros de la canción y los canta celebratoria e intempestivamente, como si fuera el mismísimo Jon Spencer. Baby actúa cada uno de los versos, y cuando los asaltantes vuelven con el botín, vemos cómo la música no sólo tiene un valor de disfrute y distracción, sino que marca el ritmo de cómo opera el conductor. Casi como si fuera un equilibrio interno del arte marcial, es la música lo que le dicta a Baby cuándo hacer un derrape, cuándo poner quinta, cuándo frenar o cuándo adentrarse en un túnel. El mundo y la música están sincronizados, pero de golpe eso no parece producto del trabajo de edición de una figura exterior a la realidad del film, sino de algo que está dentro de este.

Lejos de mostrar lo antedicho sólo como una carta de presentación, la película sigue su ruta ateniéndose firmemente a las mismas reglas. Casi inmediatamente a la primera escena del robo, vemos a Baby yendo a buscar café para sus compañeros, al son de “Harlem Shuffle” (en la versión original de Bob & Earl, de 1963), y esta vez se escenifica parte de lo que dice la letra (y no es sólo que el protagonista lo haga, sino que también el entorno reproduce lo que la canción describe, casi a modo de un lyrics video).

Hay un detalle minúsculo en esta escena que es tremendamente significativo: Baby está en el mostrador y el tipo detrás de la caja registradora le pregunta qué va a pedir; en vez de contestarle enseguida, repite de una manera falsamente dubitativa: “Yeah, yeah, yeah”, pero no porque esté dudando, sino para no perder, por la interrupción, el beat de lo que suena. Más evidente resulta otra escena de atraco –orquestada alrededor de “Neat Neat Neat”, de la banda punk The Damned–, en la que, en un momento, tienen que cambiar de auto y Baby pierde unos segundos para resincronizar su iPod a la parte de la canción en la que se había quedado. Todo esto nos dice algo más: Baby no es simplemente un conductor excepcional que utiliza la música a su favor: su fervor musical, por mejor que le salga lo que hace o por más en sincronía que caiga, no es únicamente parte de una habilidad, sino expresión de un verdadero trastorno obsesivo-compulsivo. La mayoría de los films resolverían esto mediante alguna escena en la que se explicara expresamente lo que le ocurre al personaje; en este caso, el director Edgar Wright lo resuelve por medio de un minúsculo gag incluido en una escena de acción.

Obviamente, ninguno de estos elementos fue creado de la nada. En primer lugar, el personaje del conductor casi autista (no pun intended), casi una mera extensión del auto, remite a la icónica y reciente Drive (Nicolas Windin Refn, 2011), que a su vez fue una especie de homenaje a The Driver (Walter Hill, 1978). Lo peculiar de Baby (Ansel Elgort) es que logra combinar el autismo monocorde del personaje que interpreta Ryan Gosling en Drive con un histrionismo explosivo que se da exclusivamente cuando hay música a su alrededor.

Por otro lado, el uso del soundtrack parece haber tomado la posta del mixtape de Guardianes de la Galaxia, no sólo por la autoconciencia acerca del material de escucha (en la película de James Gunn, el casete, lejos de estar mitologizado, era un detalle sublime de una década de música terraja entre los 70 y los 80), sino porque tiene un origen similar, en tanto último vestigio y recuerdo de una madre fallecida.

Finalmente, todo lo que se le puede encontrar de genial a Baby... es perfectamente reconocible como una extensión natural del cine de Wright, posiblemente uno de los más brillantes directores de comedia en lo que va de este siglo. La musicalidad ya se daba (entremezclándose con formatos de cómic y de videojuego) en Scott Pilgrim contra los ex de la chica de sus sueños (2010), pero también en Shaun of the Dead (2004), con la famosa escena de los golpes a los zombis al son de “Don’t Stop me Now”, de Queen, y en Una noche en el fin del mundo (2013), con música pasada de moda que vinculaba a un grupo de amigos que volvía a juntarse.

Baby Driver apenas da explicaciones psicologizadas, abunda en personajes caricaturescos, y entre el protagonista y Debbie hay una historia de amor a primera vista clásica y funcional. Todo lo complicado se deja en suspenso, en aras de lo auténticamente divertido. En este sentido, la película de Wright es a la saga de Rápido y furioso lo que Kingsman: el servicio secreto (Matthew Vaughn, 2015) a los últimos films de James Bond: si en nuestra comida favorita hay un ingrediente que nos gusta más que otro, ¿por qué no hacer un plato entero con ese ingrediente? Así de simple, así de redondo: Baby, el aprendiz del crimen es como un sándwich perfecto con todo lo gustoso de los musicales y del cine de acción.

Baby, el aprendiz del crimen (Baby Driver), dirigida por Edgar Wright. Reino Unido/Estados Unidos, 2017. Con Ansel Elgort y Kevin Spacey. Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas.