En un momento del documental Whitney: Can I Be Me, biografía documental no autorizada de Whitney Houston (1963-2012), su ex corista Pattie Howard comenta su rol de precursora de muchas artistas negras actuales y pregunta: “¿Dónde está el gran reconocimiento por su contribución al mundo?”; en ese momento, más que el efecto retórico de la pregunta al señalar un ninguneo artístico, la primera reacción es otra pregunta: “¿Qué contribución?”.
Pero, para bien o para mal, Houston fue la cantante afroestadounidense más influyente desde los días de Aretha Franklin, a quien superó con amplitud en términos de ventas y popularidad, y si efectivamente no fue nunca una artista adorada por la crítica ni reivindicada por el activismo étnico, sexual o genérico, su legado –tanto en términos de canto como de manejo de carrera– es evidente en figuras como Mariah Carey, Celine Dion, Christina Aguilera o Beyoncé, que han reventado cualquier cifra imaginable en cuanto a ventas de discos y recaudación de presentaciones en vivo. Es más, el estilo vocal de Houston –muchas, demasiadas, veces una acumulación de octavas y melismas (variaciones de notas sobre una vocal) más propia del Libro Guinness de los Récords que de cualquier emoción cantada real– se volvió escuela y regla de oro en los desagradables concursos de canto de la televisión internacional, donde es una fija que los participantes de buen rango y técnica van a intentar alguna versión de los temas que ella popularizó, algo que suele producir (cuando tienen éxito al emular la montaña rusa de un melisma al santo botón) el aplauso de jurados al parecer convencidos de que el canto es un arte de acrobacia.
Esto tal vez no haya sido culpa de Whitney Houston, sino más bien de su pertenencia a una tradición bastante vulgar de la canción popular estadounidense –la de divas exageradas, como Barbra Streisand–, en la que la cantante se insertó por voluntad propia, pero también por impulso de su familia y de su sello discográfico, que la modelaron desde muy pequeña con la idea de convertirla en alguien que le gustara a todo el mundo, lo cual suele ser provechoso económicamente pero no muy memorable en lo creativo. Definitivamente, la obra de Houston no es precisamente la de Nina Simone o Billie Holiday, pero no sólo batió varios récords de ventas de The Beatles, sino que también fue la primera estrella femenina negra de la era MTV, y su carrera se convirtió en un modelo global de producción empresarial (aunque fuera, sin duda, a partir de un talento natural), así que su importancia cultural –en el sentido amplio del término– es innegable y, jalonada por la tragedia de sus últimos años, en los que cayó en una espiral de autodestrucción asombrosa para alguien con una imagen inmaculada, la suya es una historia que merecía contarse, algo que Whitney: Can I Be Me intenta y logra a medias.
A priori, el nombre del inglés Nick Broomfield como uno de los directores del documental (junto al austríaco Rudi Dolezal) no produce buenas expectativas: Broomfield, que también es responsable del guion, tiene una nutrida filmografía de documentales caracterizados por su excesiva subjetividad y poca disciplina periodística, de los cuales el más conocido es Kurt & Courtney, un trabajo bastante impresentable en el que se sugería/sostenía que la muerte de Kurt Cobain no había sido un suicidio, sino un asesinato por encargo de su esposa Courtney Love. Con semejante precedente, era inevitable la sospecha de que este film podía ser un mero producto oportunista para adelantarse al rumor de que se estaba preparando un documental oficial sobre la carrera de la cantante –y para replicar el éxito de la reciente y amarillista película sobre Amy Winehouse (Amy, de Azif Kapadia, 2015), que tuvo una historia bastante similar a la de Houston–. Pero aunque algunos elementos confirman la desconfianza inicial en esta biografía no autorizada (testimonios de figuras de segunda fila, montaje un tanto desequilibrado, agujeros notorios), Whitney: Can I Be Me termina siendo más elegante e interesante de lo que se podía esperar, aunque más por lo extraordinario de su figura central que por las revelaciones que contiene.
Quién es quién
Cómo adelanta el título (“¿puedo ser yo?”) hay una tesis central, y es la de que Whitney Houston tuvo que sacrificar autenticidad para lograr éxito, y renegar de sus orígenes culturales y sociales para ser aceptada por el público blanco estadounidense. Así, el documental dedica varias escenas a sugerir –como corresponde al imaginario heroico de hoy en día– que la cantante tuvo una infancia llena de obstáculos debidos a su clase, color y sexualidad (se sostiene la teoría, más o menos confirmada, de que por lo menos era bisexual), que sólo pudo superar adaptándose a los requisitos del conservadurismo caucásico. Pero nada de eso tiene mucho sustento en los datos de su biografía, más allá de algunas declaraciones interpretativas: Whitney provenía de una familia de cantantes femeninas exitosas (su madre, Cissy Houston, fue corista de Elvis Presley y una gran intérprete de soul y gospel; su tía fue la soprano operística Leontyne Price; y su prima, Dionne Warwick, la cantante favorita del compositor Burt Bacharach), y creció en un ámbito de clase media alta, en el que recibió apoyo y educación para desarrollar su talento musical natural, al que sumaba, además, una belleza absolutamente fuera de lo común, lo que le permitió tener un contrato excepcional a los 19 años y, con el respaldo de una campaña publicitaria masiva, vender 28 millones de copias de su primer disco. En otras palabras, logró un éxito para el que se había entrenado desde muy joven, y hay que forzar mucho el relato para convertirlo en una historia de sacrificada trayectoria de los harapos a las joyas.
Si bien puede suponerse que el pop pasteurizado y efectista que la hizo famosa –y cuyo ejemplo más célebre es la conversión de la pequeña balada country sentimental de Dolly Parton “I Will Always Love You” en un Godzilla de dramatismo vocal que sigue siendo el modelo de tour de force de todos los concursos televisivos de canto– no fuera la música favorita de una cantante crecida en un ámbito familiar en el que Aretha o su prima Warwick eran figuras habituales, y que la comunidad artística afroestadounidense no le tenía mucho respeto, lo cierto es que Houston nunca demostró intenciones artísticas ni muy puristas ni muy rupturistas, y su derrumbe no se debió a un conflicto con el statu quo cultural, sino a problemas íntimos tan personales como desconocidos. Nadie puede esperar que un documental de menos de dos horas solucione el misterio de la autodestrucción de una estrella mundial a los 48 años, una desgracia posiblemente multicausal, y las teorías que elabora no sólo son discutibles, sino también, posiblemente, improcedentes y chismosas, pero afortunadamente ocupan menos espacio que el que se podía prever.
Dulce brillo
Porque donde la película triunfa es, curiosamente, en algunos aspectos laterales de aproximación a la personalidad doméstica de Houston y a su impresionante capacidad sobre el escenario. Ya sea por el deseo de aprovechar el único material realmente novedoso –el registro de la última gira mundial de la cantante, en 1999– o porque los directores realmente apreciaron el valor de lo que tenían entre manos, es muy generoso –y excesivo, si se quería dar una visión general sobre la carrera de la artista– el espacio dedicado a las filmaciones de aquella gira, que terminaría siendo su última aventura musical de importancia. Evidentemente con la intención de hacer un registro “íntimo” de la gira –al estilo de En la cama con Madonna (Alek Keshishian, 1991)–, las cámaras registraron no sólo las actuaciones en vivo de Houston, sino también su convivencia en hoteles y aviones con su entonces esposo, el también cantante popular y posible vividor Bobby Brown, y un nutrido entourage. Extrañamente, las filmaciones cotidianas y entre bambalinas de la cantante –tal vez muy editadas– resultan menos tóxicas que las de los conciertos. Fuera de escena, Houston parece una mujer divertida, bienhumorada, sin grandes aires de diva (en concordancia con la idea de “chica normal” que sugiere el documental) y sin evidencias de la vida excesiva que ahora se sabe que ya llevaba. En cambio, sobre el escenario, la mirada turbia y somnolienta de la cantante, así como su discurso algo extraviado, parecen más propios del Keith Richards de principios de los 70 que de una estrella ideal del mundo pop. Sin embargo, su desempeño vocal y su presencia escénica son impactantes, y demuestran no sólo una enorme capacidad natural, sino también una pasión y profesionalismo realmente extraordinarios; si la mirada de Houston demuestra cansancio y embriaguez, su entrega absoluta al show y su virtuosismo musical (su control del volumen y el micrófono hacen que esa voz gigantesca suene como si no estuviera reamplificada) resultan estremecedores hasta para quienes no valoren mucho sus canciones o sus criterios de interpretación.
Esa capacidad artística, y la simpatía y humor no siempre evidentes en su figura pública (a tal punto cuidada y guionada en su carácter inmaculado y angelical que hace unas décadas llegó a correrse el rumor de que tenía la psiquis de una niña, algo que el documental deja en claro que era una calumnia), le agregan una particular tristeza a esta historia, cuyo final trágico el público conoce de antemano y –por lo tanto– no es necesario que los directores subrayen. De hecho, el film es bastante pudoroso en relación con el descalabro de los años finales de Houston; no hay grandes detalles acerca de sus arrestos, sobredosis y desintoxicaciones, ni registros de paparazzi del deterioro producido por las drogas en su singular belleza. Ni siquiera se explota –y apenas se menciona– la terrible e insólita historia de su hija, que murió en forma idéntica a su madre –ahogada en una bañera, tras haber perdido el conocimiento por un exceso de drogas– tres años después de esta. Este pudor –voluntario o no– tal vez desilusione un tanto a los espectadores más proclives a las dinámicas de intrusión actual –las mismas que convirtieron en un infierno los últimos años de Houston–, pero permite la emergencia de aspectos de la vida y el arte de la cantante, como su personalidad risueña y su energía escénica, que en realidad son mucho más relevantes que sus debilidades y la oscuridad de su final.