Pese a cierto prejuicio contemporáneo con respecto a la fórmula Salón (para muchos anacrónica y demasiado atada al oficialismo) y para contrastar la tendencia uruguaya a la práctica de una especie de praemium interruptus (por ejemplo, el Salón Nacional que se suspendió de 1985 a 2000, o la Bienal de Salto, que no se celebró de 2001 a 2010, para ser cancelada nuevamente luego de la edición de 2013), vuelve, con su cita número 48, el Salón Municipal. Con mínimo makeover, como suele hacerlo: de cadencia bienal –alternándose así con el Premio Nacional–, se llama ahora Premio Montevideo de Artes Visuales y cuenta con cinco jurados. Empero, la sustancia permanece: llamado abierto a artistas nacionales o residentes, premios pecuniarios para los primeros tres ganadores, más otro galardón, simbólico, en la categoría “emergentes”, traducido en la oportunidad de exponer una personal en el Subte, que es, como lo ha sido históricamente, sede de la manifestación. El impulso a retomar el premio fue, justamente, del coordinador del Subte, Raúl Rulfo Álvarez, quien quiso reinstituirlo, según dijo, como medio de adquisición de obras para la Intendencia de Montevideo, ampliamente deficitaria en este sentido, y como generador de atención, incluso de eventuales polémicas, hacia las artes. Buenos propósitos.

Lo primero que se nota al repasar la lista de artistas seleccionados (28 de 264 que se presentaron, una proporción que resulta, teóricamente, muy apta para garantizar cierta calidad) es la gran cantidad de nombres muy instalados en el circuito local y, ya pasando a las obras, la escasísima presencia de un medio como el video (el único, por lo menos fuera de una instalación, es Exercise Book, de Alberto Lastreto, penalizado, por lo menos el día de mi visita, por una proyección con problemas técnicos), que en las colectivas uruguayas generalmente abunda. Hay instalaciones y muchos cuadros y piezas tridimensionales: tal vez eso no marque una tendencia, pero sí cierta predilección del jurado (constituido por el crítico chileno Ernesto Muñoz; la directora del Museo Blanes, Cristina Bausero; los artistas Analía Sandleris y Marcelo Legrand, y Rulfo). Sin embargo, la obra ganadora fue un díptico de fotos, tampoco muy copiosas en la muestra.

Por las obras ganadoras empezaré entonces, sólo rozando algunas de las piezas –la totalidad es inabarcable en una nota– y trazando un posible recorrido. Pluna, de Diego Velazco, se llevó el primer premio: dos grandes fotos de un viejo avión de esa aerolínea en el medio del campo y bajo un cielo cargado de nubes –todos los edificios y construcciones humanas que lo rodean fueron borrados digitalmente–, en un blanco y negro algo nostálgico. Especie de tibio comentario al desastre de una pésima gestión estatal, la obra se amolda en una posición cómoda, entre la denuncia de algo ya plenamente denunciado y cierto tono melancólico.

También el segundo premio, Lo que mata es la humedad, de Federico Arnaud, lidia con la historia reciente, aunque incomparablemente más terrible: es una instalación con escritorio y silla viejos y desgastados, cubiertos por polvorientos y terrosos biblioratos y álbumes –hallados en una feria– que contienen fotos relativas a la gestión de ANCAP en dictadura, material comido por el trabajo decenal de la humedad. Arriba del escritorio se proyectan algunas de las fotos, tanto “legibles” como irreconocibles, en un triste carrusel de actos oficiales celebrados por uniformados. Pese a la intención sugestiva de la puesta en escena, la obra no cobra la misma fuerza de otros trabajos de Arnaud temáticamente afines. El tercer premio es un “registro” instant de escenas montevideanas, Noche de Ronda, de Fermín Hontou: snapshots (tres, de una serie más amplia) de vida nocturna en el boliche trendy alternativo La Ronda, dibujadas con la habitual solvencia del artista, en formato pequeño y con intenciones de perpetuación de lo efímero, pero sin deslumbrar.

Se destacó como artista emergente a Romina Slavich y su Sin hijo, ni árbol, ni libro, intervención de un libro alemán de 1964 que resume la historia del siglo XX mediante imágenes, en un montaje un poco pomposo (volumen intocable bajo vidrio y gran “marco” pintado en la pared con un llamativo color cobre).

El panorama general no causa sobresaltos, pero es consistente. Muchos artistas siguen investigaciones que ya tienen unos años, con versiones nuevas de trabajos consolidados que incrementan o disipan contundencia, según el caso: Javier Bassi, Marcelo Mendizábal, Sergio Porro, Magdalena Gurméndez, Martín Atme y Alejandra González Soca (esta última, de particular eficacia con una versión minimal de su notorio mal/trato de vestidos de novia, esta vez envueltos en una especie de paneles transparentes). Sale, en cambio, de su camino habitual Eduardo Cardozo, quien, junto a Nicolás Márquez, armó un gran cuadro escultural, muy dinámico, trabajando el metal casi con furia abstracta, pieza que sale del “rectángulo” con sus esquirlas y apéndices, y casi intimida al espectador.

Llama la atención la exhumación de dos “antiguas” técnicas rupturistas. El rayograph del Man Ray vanguardista histórico es utilizado por la fotógrafa Manuela Albade Toribio, que construye el políptico That is a Woman. Sin utilizar la cámara, impresiona directamente el papel fotográfico con el vestido de novia de Delmira Agustini, cuyos encajes y recovecos forman fantasmales siluetas que hablan, necesariamente, aunque quizá con algún exceso retórico, de la tramada violencia patriarcal que, como en el siglo pasado, sigue vertebrando las relaciones sociales. Sorprende, al otro extremo, el uso del décollage de Mimmo Rotella y otros neovanguardistas que Totó utiliza en su Composición. Parece no haber ninguna distancia con respecto a aquel acto generado a mediados de los años 50: desgarrar partes de afiches callejeros, dejando ver infinitas capas superpuestas de estos y creando, de paso, entreveros de colores, letras, imágenes. Es mera repetición, demasiado débil, parecería, incluso para ser inscribible dentro de alguna operación “à la Pierre Menard” (de la que, por otro lado, no hay ninguna evidencia).

En las salas hay más, por supuesto: trabajos de artistas que vuelven a emplear sus medios habituales, en piezas que parecen contener algo casi metarreferencial como los de Paula Delgado, Ernesto Rizzo, Juan Manuel Rodríguez y Pedro Tyler; otros que acarician los grandes sistemas: la historia –mayúscula (el Artigas de Gustavo Tabares) y minúscula (los fragmentos fotográficos trouvés de Lucía Aguirregaray)–, la violencia (Gustavo Jauge), la naturaleza (Tali Kimelman), el capital (Gustavo Genta). No falta un costado más entretenido con el puzle fotográfico de Ramiro Rodríguez Barilari o el dispositivo de proyección de Juan Manuel Ruétalo Luccini. Empero, quiero cerrar con las piezas más logradas.

Javier Abreu, que ha abandonado temporalmente “el empleado del mes”, construye una de sus obras más ácidamente redondas mediante la dulzura ficticia de sus Masitas: una bandejita de exquisiteces pasteleras armadas, en realidad, con las páginas de Panorama, reciente libro editado por el mismo Subte que reúne, supuestamente, el quién es quién del arte actual del país. Michael Bahr, en Reválida (¿qué debemos saber?), sumerge en una caja transparente llena de agua las hojas manuscritas de notas tomadas hace muchos años para el examen “programa especial de Historia Nacional para reválidas”, que le permitía el acceso a la Universidad de la República luego de vivir en el exterior: la imposibilidad de abarcar la historia, el proceso de condensación en pos de una memoria pragmática y la dispersión de esta se materializan, paradójicamente, mediante la lenta disgregación provocada por el agua, dejando apenas rastros de lo que fue, tanto del contenido como del contenedor. Finalmente, Guadalupe Ayala, en Conquista, dispone sobre una gran mesa oval refinadas vajillas de antaño, todo cerámica fina y plata, invadidas por inquietantes excrecencias vidriosas, en realidad fragmentos de parabrisas pegados minuciosamente, en una sombría pero fascinante reflexión sobre los movimientos de los pueblos, de las clases, sobre el paso, con su violencia intrínseca, de las culturas y del tiempo, sedimentados en resplandecientes formaciones rocosas que lucen su aterrador sex-appeal inorgánico y regalan al Premio Montevideo su diamante.

48º Premio Montevideo de Artes Visuales. Centro Municipal de Exposiciones Subte (Plaza Fabini). Hasta el 24 de setiembre.