2017 fue el año en que Netflix decidió acaparar el mercado del standup televisivo –que creció mucho a partir de la difusión de antiguos y nuevos talentos mediante Youtube, y que antes era dominado por HBO y The Comedy Channel–, mediante la producción de especiales de las principales figuras actuales (con suerte disímil) y la contratación particular de algunos veteranos que por distintos motivos se alejaron del género durante extensos períodos. Los tres principales nombres a los que apostó literalmente millones de dólares fueron los de Dave Chapelle (que hizo dos especiales y ya prepara un tercero), Tracy Morgan y la figurita más difícil e inesperada: Jerry Seinfeld.
Desde la cancelación de su show en 1998 –una decisión tomada por el propio Seinfeld, aunque la popularidad del programa aún era alta y las ganancias, extraordinarias–, el actor/comediante/productor hizo una gira de despedida, recogida en disco y DVD, y se dedicó las dos décadas siguientes a coleccionar autos Porsche (tiene 46) y disfrutar de la dolce vita, sin más que algunas apariciones comerciales y producciones menores. Hay que tener en cuenta que no es un comediante de stand up meramente exitoso y millonario, sino uno megaexitoso y ridículamente rico, que gana entre 60 y 100 millones de dólares por año sólo por los derechos de televisación de la sitcom Seinfeld, que sigue alegrando las madrugadas de los cables mundiales como si hubiera empezado a emitirse ayer. En algunas escasas entrevistas televisivas, Seinfeld se ha mostrado evidentemente disgustado por el sentido del humor políticamente hipercorrecto de las nuevas generaciones, algo que debería considerarse significativo, ya que su comedia fue siempre más bien inofensiva y amable, pese a lo cual dos o tres chistes filtrados –y totalmente inocuos– encabritaron a esos vigilantes honorarios que se indignan por todo y en nombre de todos.
Así que Seinfeld no parecía estar desesperado artísticamente (y mucho menos económicamente) por volver al ruedo, pero tal vez haya sido el ego, una característica suya bastante notoria, el que lo impulsó, más que las carretillas de dólares con las que le pagaron (ni cuatro generaciones de sus descendientes van a ser capaces de gastar lo que ha ganado este hombre). No debe haber sido fácil, en los últimos seis años, ver cómo su ex coestrella en Seinfeld, la maravillosa Julia-Louis Dreyfus, se ha llevado año tras año el premio Emmy a mejor actriz de comedia por Veep, y se ha vuelto una artista más influyente que en los años 90. Tal vez se le haya cruzado por la cabeza que algún día alguien se podía preguntar por qué Seinfeld se llamaba así y no “Dreyfus”; tal vez estuviera perplejo por el salto frente a cámaras de su ex guionista y cocreador de la serie, Larry David, mediante la también exitosa Curb Your Enthusiasm. En todo caso, el especial Jerry Before Seinfeld no parece pensado para inscribir a su estrella en la competencia del stand-up o la comedia televisiva actual, sino para mostrarles a las nuevas generaciones, y recordarles a los mayores, quién fue el campeón durante una década como mínimo y cómo, a los 62 años, se mantiene en plena forma.
Jugando de memoria
Aunque en su momento eran uno de los fuertes del show, los monólogos humorísticos de Seinfeld están entre lo que peor ha envejecido del programa que llevó su nombre, y de hecho fueron suprimidos en las dos últimas temporadas. No es que fueran de mala calidad, y en un principio casi parecía que todo Seinfeld era una excusa para hacerlos en televisión, pero era tan perfecto el balance entre el protagonista y sus tres compañeros (Jason Alexander, Dreyfus y Michael Richards, por si alguien no había nacido en los 90 o vivió en la selva durante esa década), que esa parte parece, a posteriori, un poco inconexa y desproporcionada en el marco de lo que era, y sigue siendo, una comedia ideal. El contexto ideal para esos monólogos es el de un show de stand-up de Jerry Seinfeld: hay que saber apreciarlo como solista y no como una coda al despliegue de aquellos Beatles del humor que erán él y sus compañeros.
Eso es lo que propone Jerry Before Seinfeld, que en su título (Jerry antes de Seinfeld) deja en claro tanto la intención biográfica de narrar –en forma muy somera y editada con generosidad– la historia del comediante, como la de marcar la diferencia entre él y el “Jerry” del show, y destacar por qué fue el elegido para que el programa llevara su apellido y se centrara en su personaje. Porque cuando Seinfeld comenzó a emitirse, en 1989, él no era una gran estrella mundial del stand up, pero no había nadie que le disputara el predominio en Nueva York, donde se había convertido en algo así como el Woody Allen de la generación yuppie, de la que era un satirista amable y un representante algo renuente.
No es un retorno triunfal y arrasador como el de Chapelle, ni tan cálido y emotivo (y guarango) como el de Tracy Morgan, sino más bien un controlado ejercicio de dominio del lenguaje del stand-up, un poco previsible y sin la menor intención de controversia, pero con una precisión, timing y eficacia deslumbrantes. El Seinfeld actual conserva su mal gusto para vestirse, tiene algunos kilos más y menos pelo (afortunadamente, si se recuerdan sus horrendos peinados en las primeras temporadas de Seinfeld), pero nadie diría que lleva tanto tiempo lejos de los escenarios, aunque el lugar escogido para hacer su show, ante un puñado de privilegiados, sea uno del que es viejo conocido: el más famoso y prestigioso de los clubs de comedia de Nueva York, The Comic Strip.
Se intercalan fragmentos documentales y entrevistas en las que Seinfeld habla sobre su obsesión por el humor y su enorme capacidad de trabajo en los años 80. Este plano biográfico también se continúa en el show propiamente dicho, durante el que cuenta historias del amable comienzo de su vocación, haciendo una referencia a la dura infancia de Richard Pryor. Pryor fue un comediante con el que nadie puede compararse y salir airoso en lo artístico, y dueño de un estilo diametralmente opuesto al de Seinfeld, quien más bien puede considerarse un epígono de la escuela de observaciones sociales y fascinación paralingüística de George Carlin (una especie de George Carlin apto para todo público). Pero al narrar su infancia feliz en una familia judía de clase media de Long Island, Seinfeld no se está excusando, haciendo ninguna revelación ni abriendo el paraguas ante alguna supuesta obligación de ser transgresor, tóxico o campeón de alguna minoría oprimida. Simplemente, además de cumplir con la premisa biográfica del show, marca la cancha en la que va a jugar.
Los avances publicitarios mostraban a un Seinfeld que podía parecer anclado en el tiempo, y en buena parte su rutina es un greatest hits de sus historias sobre perros, medias y formas de caminar, pero nadie cuenta una historia a lo Seinfeld como Seinfeld. Tal vez incluso haya mejorado, ya que su discurso protestón y algo obsesivo suena más propio y autorizado en un sexagenario, y se lima un poco el componente algo pedante del que adolecía. Además, su fascinante manejo de su voz algo nasal y de sobretonos esnobs ha mejorado, con quiebres de exasperación y perplejidad que hacen lucir convincentes y espontáneos chistes que tal vez escribió hace cuatro décadas.
No soy el primero, ni seré el último, que compare a la buena comedia stand-up estadounidense con el jazz, con el que ha compartido ciudades, barrios y boliches, y con el que tiene en común la maestría de la combinación de estructuras y voces reconocibles con la personalidad del performer y su habilidad de improvisar sobre patrones más o menos definidos. En esa línea, se podría decir que Seinfeld es como Dave Brubeck, Lee Konitz, Lennie Tristano y otras figuras del cool jazz de la Costa Oeste: innovador pero nunca muy rupturista o chocante, lleno de melodías que nos suenan de alguna parte, ejecutadas con la maestría de un virtuoso, nostálgicamente placentero y cuanto más viejo, mejor.
Jerry Before Seinfeld, dirigida por Michael Bonfiglio. Netflix. 2017. Con Jerry Seinfeld.