Esta película se empezó a concebir en 2010 (y es la producción de Pixar con el tiempo de gestación más largo hasta el momento). Dudo mucho de que cualquiera de sus realizadores vislumbrara en aquel entonces que alguien como Donald Trump pudiera llegar a la presidencia de su país. De todos modos, funciona muy bien como una respuesta cultural a las disposiciones antimexicanas del mandatario, y eso no es una completa casualidad: resulta evidente que los realizadores tuvieron presente la fuerte corriente de xenofobia que terminó siendo uno de los factores decisivos para la elección de Trump. La visión amigable y compenetrada de la película en relación con varios de los aspectos más queribles de México termina obrando como un manifiesto para contrarrestar la hostilidad en que se traducen los conflictos entre naciones tan desiguales.

Son notables y admirables la atención, el cuidado, el cariño, la fineza y el talento con que tantos aspectos de la cultura y la sociedad mexicanas fueron encarados en esta película: la música de los mariachis, el cine de la edad de oro (de mediados de los años 30 a mediados de los 50), la arquitectura, los colores, el Día de Muertos, las familias numerosas (con el papel importante desempeñado por matriarcas llenas de autoridad), los alebrijes, el perro xolo (xoloitzcuintle), el melodrama, los rastros precolombinos. Hay homenajes o referencias a figuras emblemáticas como la pintora Frida Kahlo, los cantantes y actores Pedro Infante y Jorge Negrete, el luchador El Santo. Los mexicanismos no sólo se citan, sino que impregnan la película en contenido y forma, empezando con que la canción “When You Wish Upon a Star”, en la presentación tradicional de Disney, aquí está en una versión estilo mariachi. La historia de la familia Rivera es contada mediante una animación sobre figuras recortadas en “papel picado” (los banderines habituales en el Día de Muertos). La arquitectura del mundo de los muertos es como una exageración fantástica de la urbanística colorinche de los cerros de Guanajuato. El propio folclore del Día de Muertos es el fundamento de buena parte de la anécdota.

Es más: no hay personaje alguno ajeno a México. Curiosamente, la idea original no era así: el director Lee Unkrich concibió primero la historia de un niño estadounidense de ascendencia “latina” que de a poco es llevado a reconectarse con la cultura de sus abuelos. Luego la idea evolucionó a su formato definitivo, en el que se abolió esa intermediación para zambullirnos directamente en México. El personaje con el que el espectador se identifica, presente en prácticamente todo el metraje, es un niño mexicano que sueña con ser guitarrista y cantor, pero para ello debe enfrentarse a un tabú familiar contra la actividad musical.

La alteridad, por honesta y bienintencionada que sea, nunca está a salvo de contradicciones, y uno podría señalar la manera en que, desde los pueblos más desarrollados, los más pobres siempre son identificados, de alguna manera, como algo más pasado que presente. De hecho, casi todo lo específicamente mexicano que se muestra en la película corresponde a épocas pasadas: los tranvías, la estética de los casinos, el esquema de familia numerosa que es casi un clan, las películas de los años 40 que Miguel ve en formato VHS. No hay celulares ni computadoras, y uno podría pensar que la acción transcurre en los años 70 o al comienzo de los 80, si no fuera porque en una breve secuencia de montaje se ven algunos estilos musicales y de indumentaria que son actuales. De todos modos, no se alzó ninguna voz mexicana o latinoamericana para plantear críticas destructivas. Al revés, llovieron elogios. El film fue estrenado en México un mes antes que en Estados Unidos, y en pocas semanas se convirtió en el mayor éxito de taquilla en la historia mexicana.

Los personajes principales de la película son músicos, y varios de los momentos cruciales ocurren cuando están cantando alguna canción. Una de ellas, “Remember Me”, suena por lo menos cuatro veces, cada una en una interpretación totalmente distinta y con un significado nuevo. En este sentido, Coco es el primer musical de Pixar (uno de tipo “realista”, en el que las canciones son siempre diegéticas, parte del desarrollo narrativo), y la música sirve de vehículo para una postura a favor de la autenticidad no ostentosa (a la manera del enfoque de la saga Karate Kid con respecto a las artes marciales). Los superproducidos espectáculos de Ernesto de la Cruz en estadios satirizan un show business globalizado o regido por la industria de la música “latina”, mientras que la película parece tomar partido por la música de las plazas, de entrecasa, de la tradición.

En menor medida, el cine también funciona como un elemento de significación relevante. A fin de cuentas, en el mundo real, el cine es nuestra ventana hacia el “mundo de los muertos”, donde Miguel admira las actitudes y las frases de Ernesto de la Cruz, fallecido hace muchas décadas. Y el mundo de los muertos está repleto de alusiones a géneros y a arquetipos cinematográficos (Héctor podría ser un personaje de Cantinflas, la formidable escena del viejo en la hamaca podría haber salido de un film de John Ford).

Con todas las peculiaridades que tiene esta película excepcional, hay una fuerte “identidad de estudio”. No hace falta señalar, porque ya se puede dar por descontada, la calidad técnica y la belleza audiovisual, así como la solidez narrativa. El sello Pixar está, además, en la historia que alterna entre dos dimensiones (en este caso, el mundo de los vivos y el de los muertos), como las hay también en los films de Toy Story y Monsters Inc, o en Intensa mente –2015–. Al igual que en esta última, hay personajes cuya supervivencia depende de que otro personaje se acuerde de ellos. En forma más general e importante, el mundo fantástico en el que transcurre la acción funciona como metáfora de cuestiones comunes e importantes, que la película procesa con especial profundidad.

Aquí se lidia con el vínculo entre los vivos y la muerte. La tradición mexicana del Día de Muertos –con su tratamiento irreverentemente cercano del más allá– funciona de maravilla para habilitar ese tema pesado en un film “para niños” (o más bien, para toda la familia). Básicamente, el universo fantástico de la película literaliza la idea de que los seres queridos fallecidos existen en el recuerdo de quienes los sobreviven. A partir de ahí, el mundo de los muertos se arma con reglas complejas vinculadas con el folclore mexicano. El muerto lleva una existencia rica y colorida en ese mundo de esqueletos caricaturescos, y convive con otros muertos que fueron queridos por él. Pero esto es mientras exista algún ser vivo que lo recuerde; cuando ya no queda ninguno, pasa a la muerte definitiva (la película no es religiosa, en tanto el más allá está restringido a esa estancia, quizá duradera, en el mundo de los muertos; no parece haber una eternidad luego de ese más allá provisorio).

Por la vía de ese universo fantástico, la película inventa un periplo mítico clásico para su niño-héroe, cargado de desafíos, aventuras, vueltas de tuerca, aliados y antagonistas, derrotas provisorias y victoria definitiva, con catábasis (viaje al inframundo) incluida. El mundo de los muertos libera la película para el tipo de fantasía visual vertiginosa de los viejos dibujos animados (por ejemplo, en la forma desarmable y rearmable de los esqueletos), que garantiza una sonrisa casi constante.

Pero no parecen ser las ocurrencias aventureras las que movilizan al espectador: creo que nadie va a involucrarse por el lado de anticipar si Miguel logrará o no escapar de las trampas que le tiende el villano. Lo que es realmente increíble es la manera en que esa masa de ocurrencias articula una estructura muy sólida, que es la interfaz en la que navegamos por las cuestiones serias. Algunos recordarán experiencias que hayan tenido de niños, otros quizá las tuvieron de adultos o anticipan que en algún momento las tendrán: que un familiar con el que siempre convivimos esté muy viejito y vaya a morir pronto; el descubrimiento en uno mismo de alguna característica o talento heredado de algún pariente; el sentido de pertenencia, a través de una genealogía biológica o de la asimilación a una tradición, aun si está retorcido por rencores y frustraciones; el hecho de llevar adelante, en forma consecuente, la vocación que se alimentó toda la vida; el increíble poder nostálgico de la música; el recuerdo de una persona que murió como único consuelo y contacto posible desde una perspectiva no religiosa (pero, en definitiva, es un consuelo considerable, o se vuelve considerable porque es lo que hay).

La visión de la película no es inflexiblemente materialista e impiadosa. La fantasía del mundo multicolor de los muertos realiza unos cuantos deseos imposibles: es mucho más alegre que el Purgatorio dantesco y mucho más divertido que el respectivo Paraíso, y ni que hablar de que no tiene nada del clima lúgubre y desolado del Hades. En ese mundo, por un período que suele ser más extenso que la vida misma, las almas de los muertos pueden reencontrarse y coexistir. Desde allá, los muertos pueden enterarse de qué ocurre en el mundo de los vivos con sus descendientes más inmediatos. Hay, incluso, la oportunidad de rectificar injusticias: si uno lleva una carga de dolor por la idea de que no le comunicó debidamente a alguien que murió cuánto lo quería, en la fantasía de la película tiene unas cuantas yapas para demostrárselo.

Pocas veces vi tanta gente llorando en una sala de cine como al final de la función a la que asistí (una función especialmente adulta, nocturna, la única diaria en todo el Uruguay que permite escuchar las voces originales en inglés, a las 21.45 en el Movie Montevideo). La rara intensidad emotiva de Coco involucra la empatía con los personajes específicos de la película, las proyecciones de uno hacia su propia existencia, la imaginación en la posibilidad de interactuar con los muertos, y quizá la triste conciencia de que tal diálogo no es sino una fantasía.