Antes de que todo se terminara, Jorge Sivak no logró hablar con sus hijos. Mientras flotaba en el silencio de la casa y lo sofocaba su alienación cotidiana, decidió sondear el abismo de lo incierto: se despidió de la clase obrera argentina y se lanzó de un piso 16. 27 años después, su hijo Martín logró cincelar el golpe, la memoria y el quiebre de su historia, y emprendió la escritura de esta pérdida. El jueves hablamos con él, cuando volvió a Uruguay para presentar por segunda vez el bestseller en el que narra la historia de su padre, pero también la de una parte de la política argentina.

“Al comienzo quise saber por qué se había suicidado. Como quien resuelve una ecuación o las palabras cruzadas. Conseguí hipótesis prestadas. Mi mamá responsabilizaba a la familia Sivak por haberlo abandonado. Horacio, su hermano científico, sostenía que hubo mala praxis de los psiquiatras y psicoanalistas. Su amigo Daniel Viglietti, en una carta, escribió que el sistema capitalista se va comiendo a las buenas personas. Sumé otras hipótesis. Papá temía quedar detenido por la quiebra de su banco. Hubiese sido la peor deshonra: sentía cierto orgullo por haber sido preso político de gobiernos militares 20 años atrás y le resultaba intolerable la idea de la cárcel por un delito económico. Además, lo perseguía la culpa por el secuestro y el asesinato de su hermano mayor y la desaparición, apenas empezó la dictadura de 1976, de su mejor amigo y compañero de militancia. Me resigné, sin embargo, a no encontrar una respuesta definitiva”, dice Martín Sivak en El salto de papá, el libro que se convirtió en un suceso editorial, que ya alcanzó la séptima edición.

Alternando crónica, biografía, investigación y testimonio, Sivak rastrea la tragedia pública y familiar, a la vez que vincula y fusiona las ambivalencias de su padre, el banquero comunista que fue abogado defensor de presos políticos, exiliado en Punta del Este y vehemente seguidor de Independiente, que confiaba en lo impredecible de la influencia, y por eso llegó a reunir en su casa al militar carapintada Mohamed Alí Seineldín y al dictador Alejandro Lanusse (en cuyo gobierno estuvo preso casi un año), y a referentes de la izquierda latinoamericana, como Mario Benedetti, Chico Buarque y su amigo Daniel Viglietti. A su vez, registra el tránsito del alfonsinismo al menemismo; las sutilezas del poder; la quiebra de la financiera Buenos Aires Building (que contó con fondos no declarados del Partido Comunista) y sus negocios inviables con el bloque soviético; la delirante historia de su tío Osvaldo, que fue secuestrado por inteligencia militar en 1979 y liberado a los pocos días, hasta que en 1985 aquella “mano de obra desocupada” volvió a organizar un secuestro extorsivo que concretó el asesinato.

Sivak es sociólogo y doctor en Historia de América Latina, y trabaja como periodista –fue corresponsal de Brecha por seis años–. A los 19 años comenzó a escribir su primer libro, El asesinato de Juan José Torres (1997), al que le siguieron una biografía no autorizada de Mariano Grondona (2005), un perfil de Evo Morales (Jefazo, de 2008, al que Viglietti le dedicó un programa de Tímpano, disponible en la web) y dos tomos sobre el diario Clarín (2013-2015). A lo largo de El salto de papá, el autor compone un híbrido narrativo sustentado en una retórica directa, cotidiana y brutal, desde la que despliega un gran dispositivo escénico, que lo consagra como un explorador incansable de sentidos. En paralelo, la historia se convierte en testimonio de una realidad que se tambalea, un recorrido a través de “un ene ene”, o “una historia de la izquierda con plata, una historia de judíos errantes que no practicaron la religión, una historia de un raro”. En definitiva, El salto de papá confirma el triunfo de la escritura, su vibración exacta y dignísima.

–En las entrevistas siempre te interpelan por las contradicciones de tu padre. ¿Cuándo fuiste consciente de esos contrastes?

–Mucho tiempo después. La primera parte del libro se parece bastante a la voz de alguien menor de 15 años. El intento –sin negar que el que escribe ya es un grandulón– es un poco más naíf: como a mí no me gusta la sobreinterpretación en la escritura, prefiero narrar y escribir. En vida, las contradicciones de mi padre no las percibía, porque en casa transcurría como si fuera una vida normal. Que Daniel Viglietti fuera un amigo entrañable de mi padre, tan presente de muchas maneras, y que mi papá tuviera un banco no era algo que me extrañara, y tampoco me cuestionaba. Después, cuando a los 18 años empecé a trabajar y llevé una vida adulta de clase media, comencé a notar esas cosas que en vida de mi padre fueron parte de la cotidianidad. El libro es un intento de contar esas contradicciones, pero no como imposibles, porque tenían que ver con su megalomanía: él creía que podía ser comunista, tener un banco y hacer negocios para salvar al socialismo real (claro que eso era parte de conversaciones que no tenía conmigo). Y este recorrido tiene algo trágico, pero a mí también me dio la posibilidad de reírme de algunas cosas, como el hecho de que mi padre tuviera un banco pero no se lavara el pelo con champú por considerarlo una costumbre pequeñoburguesa. Y, a su vez, hay que tener presente que esta construcción tampoco se trata de la vida real: estoy acostumbrado a escribir sobre la vida de los otros, y de pronto me encontré, en público, hablando sobre ciertas cuestiones que ni siquiera había conversado con amigos cercanos. Mi vida no es el libro, sino que se trata de la reconstrucción arbitraria y caprichosa de una historia. No hay catarsis. Tengo claro que es un libro para que lean otros. Y, al menos en mi caso, tampoco es la salvación por la escritura.

–Aunque existe un vínculo directo entre la escritura y el intento de elaborar la comprensión de los hechos: la primera vez que escribiste sobre tu padre fue en un correo para tus amigos.

–Sí, eso tenía que ver con lo que yo creía que se podía contar y lo que no. En ese momento trabajaba en una revista semanal de [Jorge] Lanata [que comenzó llamándose Veintiuno, donde trabajaron Martín Caparrós y Ernesto Tenembaum, entre otros], y a mí jamás se me hubiera ocurrido ofrecerle esta historia al jefe de redacción. En verdad, lo que quería era contar algo sobre mi padre, y se lo mandé a mi hermano y a mis amigos cercanos. Escribí eso pensando que nunca más iba a volver a hacerlo. Y eso sí fue una gran catarsis. Con el libro pasaron diez o 15 años, y en mí cambió un poco esa idea de lo que se podía contar de sí mismo. Lo que sucedió fue que, al recordar notas vinculadas [al caso Sivak], me encontré con cómo los periodistas administramos historias privadas. Y ese sí fue un ejercicio que me sorprendió.

–¿Y creés que él vivía el mismo conflicto tanto cuando se trataba de dirigir el banco como cuando hablaba con algún líder carapintada, como Seineldín?

–Creo que tenía una idea general de que el banco era un lugar desde el que se podía influir a determinadas personas. Y él tenía toda esa conexión con el mundo de la política, de los militares, no porque propiciara la reconciliación nacional, ni nada por el estilo, sino porque creía que eran actores fundamentales con los que no se podía dejar de interactuar. Con la ventaja de la perspectiva histórica, ahora se puede ver que a mediados de la década del 80, cuando él todavía pensaba de esa manera, el partido militar quedaba desactivado con el último levantamiento [carapintada], que, casualmente, se dio la misma semana de la muerte de mi padre [se suicidó el miércoles 5 de diciembre, y el cuarto levantamiento fue el martes 3]. Siempre me pregunté por su relación con Lanusse, porque él había estado preso bajo su mandato, y cuando lo veía no se lo decía. Fue mi madre la que impuso la conversación, y creo que ese fue un gran gesto. Porque si bien mi padre no renegaba de haber integrado organizaciones [como las Fuerzas Argentinas de Liberación], no sé cómo lo administraba. En el libro cuento que, durante el secuestro de mi tío, mi padre le prestó una quinta a un comisario que había sido uno de los pocos que ayudaron en la investigación, pero se trataba de alguien que había estado en la represión ilegal. Claro que hubo cosas que me chocaron en esta reconstrucción, pero, como no me gustan las valoraciones morales, creo que lo mejor es contar, sin ejercer una forma de paternalismo.

–¿Cómo se dio el cruce posterior con esos militares?

–Él llegó accidentalmente –por el secuestro de mi tío– a ese grupo de carapintadas, y claramente no creía en un gobierno cívico-militar, sino que se trataba de una especie de ronroneo con los actores de poder de la época. Siempre con la idea de que él estaba a favor de una izquierda nacional, antiestadounidense. Y en realidad, dentro del mundo empresarial mi padre era un marginal, porque no tenía amigos dueños de otros bancos, por ejemplo. Había una idea de no llevar billetera, de tener un auto chico. En una serie de cosas, él era una suerte de provocación a sus pares. Y también tuvo una visión crítica del gobierno de [Raúl] Alfonsín, que fue creciendo después del secuestro de su hermano.

–Y en paralelo se da cuenta del proceso que va gestando el ascenso del menemismo, entre las tensiones políticas, los levantamientos militares, la crisis por las hiperinflaciones.

–Como periodista, siempre me interesó la relación entre el poder económico y el poder político, cómo es la interaccción y cuál es el intercambio real. El libro que escribí sobre Clarín se plantea entenderlo desde el punto de vista del poder económico. Para mí es un ejemplo, a muy pequeña escala, de cómo hace un empresario que busca que el Estado –o la política– lo salve, y de cómo hace lobby. ¿Qué da y qué recibe? Son cuestiones que como periodista me resultan fascinantes. Y acá lo pude reconstruir porque la mayoría de las cosas las vi, o me las contó mi padre, o estaban sobre la mesa. Otras las fui ampliando en las 30 o 40 entrevistas que hice con los gerentes del banco. La escritora Claudia Piñeiro ha sido una de los testigos fundamentales. Ella era la número tres del banco, pero cuando encontró su vocación la pudo desarrollar en otro lado [y le dedicó a Sivak uno de sus primeros cuentos –aún inédito–, “El banquero que no quiso serlo”]. Y ese fue el gran tema de la vida de mi padre, porque en verdad nunca pudo independizarse del mandato familiar.

–En ese sentido hay un paralelismo errático entre el país y tu padre.

–Sí, y eso tampoco fue deliberado. Hay cosas que ya sabía de antemano, como la estructura del libro. Pero la verdad es que nunca me planteé contar a mi padre para así iluminar un tramo de la historia política argentina. Aunque en la lectura, como aparecen personajes y temáticas de la época, siempre asoma. De hecho, las lecturas posteriores también son distintas de las lecturas que uno fue haciendo. Se trata de un libro que reescribí y revisé muchísimo.

–¿Y qué estrategias usaste para contener lo emotivo y no caer en la sublimación del recuerdo?

–Claro que la escritura de este libro fue muy desgarradora, pero lo que no quería era caer en una cosa lacrimógena, o de víctima, porque hay una tendencia de vernos a nosotros [los hijos de suicidas] como tales. Lo importante fue encontrar el tono para dialogar con esta historia desgarradora. Tuvieron que pasar 27 años para que pueda publicar el libro y 25 para empezar a escribirlo. Y eso fue significativo, porque volver a determinados momentos, tantos años después, era como volver a vivirlos. Después de encontrar el tono me permití ser abitrario, no pretender un libro equilibrado, sino más bien hacer un ajuste de cuentas.

–Y sin pudor , narrar las circunstancias de un entorno de clase alta.

–Siempre me asumí como tal. Y tampoco lo tengo al contar cosas ilegales de mi padre. Preferí contarlo así antes que buscar una cosa matizada y equilibrada. Eso no quiere decir que haya contado todo. Hay un libro que me marcó: El olvido que seremos, de Héctor Faciolince [2006], que es un libro hermoso y que tiene un momento que me ayudó a resolver aquellas cosas íntimas que no quería contar: después de la muerte del padre, abre un cajón...

–Y consigna que encuentra algo, pero no lo narra.

–Exacto. Eso para mí fue muy importante, porque hay cosas que no cuento, y no por misterio, sino porque no deja de ser un libro sobre muchas cosas que decidí no contar. Claro que lo que pasó con el libro me superó por completo. Podía imaginarme que amigos de mí papá, o cercanos, me escribieran, pero no todo esto que se dio.

–Esos signos se concentran en determinados hechos, en situaciones concretas, y en la construcción de un personaje, pero a su vez se mantiene el vértigo, entre el chiste, la nostalgia, el absurdo y el duelo, trazando un mapa fragmentario de ese mundo.

–Se parece bastante a la vida. Yo me puedo reír de esta historia y llorar todo el tiempo. Él tenía una expresión que a mí me encanta, que es “a llorar a la llorería”. No sé cuál es el origen de esa frase, pero él se la dedicaba a los malos perdedores, sobre todo en el fútbol. El libro lo escribí llorando, y diciéndome “a llorar a la llorería”. Creo que esa era la única manera en la que podía escribirlo. Al principio no lo tenía tan claro, pero para mí había algo muy importante de esa reconstrucción, y son los testimonios de las otras personas. La primera parte la escribí afuera [mientras hacía su doctorado en Nueva York], y agradezco haber tenido la pulsión periodística para buscar otros testimonios.

–¿Y ahí decidiste incorporarlos?

–Sabía que algunas personas tenían que estar, pero, hablando del absurdo, también era un tanto absurdo encontrarme con gente que hacía 30 años había dejado de ver a mi padre, y yo era un grandulón que le preguntaba cómo era. Agradezco ese ejercicio, porque me posibilitó reconstruir y entender mejor, ver cómo han sido sus vidas. Y una de las cosas lindas de mi papá es que fue muy querido por sus amigos. Entonces, encontrar la emoción de muchísima gente que no era la más cercana, contribuyó mucho. Daniel Viglietti fue muy generoso. De los amigos, él fue el que más colaboró para que los hijos tuviéramos una relación más allá de la que mantuvieron ellos. Cuando salió el libro él viajó especialmente para presentarlo; lo iba a presentar en Escaramuza, pero falleció unas semanas antes. Y fue una de las personas que, con sus testimonios, contribuyeron a que el libro pudiera cerrarse.

–Vos consignás ese lugar al hablar de la “payada con el diablo” que ejecutaba Sivak.

–Sí, y Daniel fue uno de los pocos que le dijeron: “Momentito, ¿cómo es esto?” [respecto de sus ambivalencias]. Y es que Daniel tenía una autoridad moral que no sé si muchos otros compartían, en el sentido de que él ha tenido una manera de vivir muy coherente y muy decidida. Y hablaba desde ese lugar, no le decía: “Tenés que ser como yo”. Encontrar esa carta que le escribió a mi padre [que incluye en el libro] fue muy emocionante.

–¿Cómo eran sus visitas a comienzos de los 70?

–Era un gran acontecimiento, porque con mi hermano éramos muy fanáticos. Cuando llegamos de vivir en Uruguay [luego del exilio en Punta del Este], era la época en que Michael Jackson lanzaba Bad. Cuando me preguntaban cuál era mi cantante favorito, yo decía Daniel Viglietti. Los demás me preguntaban quién era, y yo no sabía qué decir, así que respondía: “Es como el Michael Jackson uruguayo”. Esto también explicaba las contradicciones que se daban dentro de un colegio inglés.

–¿Y cómo llevaba sus bromas con [Alfredo] Zitarrosa?

–No decía mucho... se sonreía. Y no sé si le encantaban. En la presentación en Buenos Aires él habló sobre la supuesta rivalidad con Zitarrosa. En ese sentido, también quise reconstruir esa atención de mi padre por la vida de los otros. Él hizo cosas terribles y repudiables, pero esa generosidad con los demás, y sus amistades, es algo de lo que el libro trata de contar.

–Si pudo sobrellevar la derrota política, ¿por qué creés que le afectó tanto la del banco, más allá de ese terror de volver a la cárcel, pero en democracia?

–Creo que se trata del honor. Él podría haber hecho malos negocios, pero volver a la cárcel por un delito económico... Se hubiera convertido en el banquero inescrupuloso que les robó a los ahorristas y se llenó de plata. Porque posiblemente eso hubiera sido lo que se instalara. El honor también formó parte de las ambigüedades de mi padre, porque pagó coimas para intentar que el banco no cerrara, pero fue un tipo que jamás tocó la plata de los ahorristas ni se abrió una cuenta, como le sugerían algunos. Y de alguna manera se trataba de la deshonra de que lo vieran como un ladrón. Eso pesó muchísimo.

–Con El salto de papá te entrevistaron en medios como Página 12, Clarín, Los Inrockuptibles y Mirtha Legrand. ¿Cómo ves ese lugar que ocupó el libro?

–La verdad es que cuando el editor [ Ignacio Iraola] me dijo que íbamos con una primera tirada de 4.000 ejemplares le pedí que fueran 2.000, porque obviamente no lo esperaba. Desde que salió, el recorrido incluyó reseñas de críticos literarios hasta comentarios de Mirtha Legrand. Ahora va en la séptima edición, y van a publicarse ediciones locales en España, México, Colombia, Uruguay y Bolivia. Y lo llevo como puedo. Fue algo que me sorprendió y me gratificó. Porque escribir sobre la vida de los otros siempre es un proceso mucho más fácil.