Ficha

“Desencantos y violencias (mentira la ficción)”. Gabriel Acevedo Velarde, Ernesto Domecq, Santiago Grandal y Mauricio Rodríguez. Curador: Fernando Sicco. Espacio de Arte Contemporáneo (EAC, Arenal Grande 1930). Hasta el 25 de febrero.

El cuarteto, todo masculino, de artistas que conforman estos Desencantos y violencias ha llegado al conjunto de la muestra, como explica el curador Fernando Sicco, de maneras diferentes: mediante una convocatoria pública, proponiendo su trabajo directamente al museo, o por invitación. Salvo en el caso de Gabriel Acevedo Velarte, que nació en 1976 (aunque las piezas expuestas ya tienen más de una década), se trata de millennials, claro elemento de cohesión: en efecto, quizá por esta cercanía temporal a la primera juventud, el universo que evocan pertenece a la niñez y la adolescencia. Ecce puer, entonces.

El centro, apenas velado en algún caso, explícito en otros, de las obras parece ser la historieta (y su primo hermano, el dibujo animado), abocado al espacio infantil con connotaciones más o menos educativas y de entretenimiento. El comic-strip (nombre que inscribe en sí su propósito liviano) viene asociado a la joven edad, aunque, muy tempranamente, haya venido ampliando su público y devorando terrenos: el de los géneros adultos (del terror a la ciencia ficción, de la guerra a la pornografía) o, en tiempo más recientes, el de una complejidad narrativa que permite insertar, sin sudor, una graphic novel (nombre que es ya todo un ennoblecimiento) en cualquier bibliografía de cursos universitarios. De la historieta ha nacido, además, la veta cinematográfica (y, en menor medida, televisiva) mainstream más exitosa del presente, la de los superhéroes, también “acariciada” en esta exposición del Espacio de Arte Contemporáneo. Vale decir, es un tema enorme y candente: el corte elegido en la muestra parece inclinarse hacia los aspectos más inocentes del mundo del cómic, el más ligado, estéticamente, a los pequeños, con, por supuesto, intención de pervertirlo.

No entraremos aquí en los cruces históricos entramadísimos entre historietas y arte visual, que empiezan con el Pop Art y tienen en Roy Lichtenstein a su as, pero es claro que el estilo de las historietas ha revitalizado al resto del arte, así como este ha informado al cómic (el pintor y escritor italiano Alberto Savinio decía, en los años 30, que Mickey Mouse era, fundamentalmente, exponente de un surrealismo barato, para bolsillos chicos) y que los cruces son, a esta altura, numerosísimos. Tomemos sólo a Walt Disney, apenas evocado y “presente” en la exposición, y veamos algunos ejemplos internacionales: el estadounidense Gary Simmons ha producido varios cuadros con personajes discriminatorios del mundo Disney (por ejemplo, el “salvaje”), dibujándolos con tiza y luego semiborrándolos; la brasileña Rivane Neuenschwander tiene una vasta serie de negaciones, cromáticamente sorprendentes, de tiras del célebre Walt, entre censura y exaltación formal, mientras que el mexicano José Rodolfo Loaiza pone a sus personajes más famosos y moralmente irreprochables en situaciones equívocas (borrachos, drogadictos, promiscuos, suicidas) o inusuales para su lógica (gays, tristes, engordados, etcétera).

Así, Ernesto Domecq, cubano residente en Uruguay, se inserta en esta tradición dibujando su Little Boy (2016) –la bomba H tirada sobre Hiroshima– con el brand Disney grabado en el cuerpo de la munición, soldando así el absurdo, pero real, nombre del dispositivo mortal con el del campeón absoluto de todos los little boys de esa época (y de las siguientes). Más allá del choque visual –el pastel también tiene algo de Disney en el trazo–, Domecq evoca, por supuesto, el papel central jugado por el creador estadounidense durante la Guerra Fría (en varias oportunidades apoyó los programas de armamentos atómicos de su país, y, por ende, la manipulación de la fuerza y la violencia, a menudo ocultas, en muchos de sus productos; Disney, notoriamente, es un blanco preferido de los artistas porque ha generado controversias de todo tipo a nivel social y educativo, logrando, sin embargo, mantener un dominio pasmoso sobre la imaginación de los chiquilines “globales”). A una estética automovilística de la misma era “atómica”, en los años 40 y 50, remite también a la otra pieza de Domecq, Transfiguración (2014), un video, dibujado con computadora y que se puede “controlar” limitadamente con un mouse, de un taxi con dos “cabezas” que puede, por ende, tomar direcciones opuestas en cualquier momento, produciendo en realidad una parálisis (fácilmente identificable con una hipotética y genérica falta de rumbo de la sociedad, quizá tanto capitalista como socialista, incluyendo a la de su país de nacimiento).

El trabajo del peruano Gabriel Acevedo Velarde, dos cartoons, se centra en personajes de facciones sencillas, casi sin rasgos. En Escenario (2004), un grupo de niños anónimos, todos iguales, es conducido, uno por vez, sobre un tablado, donde un reflector-cañón los enfoca por un segundo, aturdiéndolos, para luego volver entre el público: la estridencia entre el contenido negro y la sencillez de los dibujos –que hizo la fortuna de decenas de “nuevas” series, de Los Simpson en adelante– acá roza distintas cuestiones, de las que destacaría los peligros de, y la adicción a, el conformismo espectacularizado. En Llorón (2006), un muñeco parecido, pero desnudo, se presta al juego de ser lanzado al aire por un grupo de símiles, lloriqueando y borrando la demarcación entre diversión y sexualidad, crueldad y espíritu lúdico. Los videos, escuetos y que invierten inexorablemente en la coacción a repetir, no van más allá, en acidez, de los gags más feroces de programas como Family Guy y South Park, aunque estén resueltos en términos más metafísicos que aquellas.

Santiago Grandal, uruguayo, se mete con Superman –una veta ya explorada por el propio Andy Warhol y, más recientemente, por el español neo naïf Juan Pérez Agirregoikoa, que lo retrató en calzoncillos junto a Batman– y lo hace poniendo en escena su muerte. El espectador se encuentra con un ataúd, en un antro oscuro y bajo una luz que lo enfoca parcialmente, cubierto por lo que sería el manto rojo del hombre de acero, con su famoso logo, “S”. Así Los superhéroes mueren (2017) escenifica una imposibilidad (aunque sea una previsible, ya que todo personaje de ficción puede morir simbólicamente, pero no deja rastros) y, más que a cuestiones como el fin de la inocencia, el derrumbe del superyó, el pasaje a la adultez, etcétera, parece pasear en torno a todas las diatribas, bastante nerds, sobre la efectiva muerte y resurrección del kriptoniano en el cómic (“tópico” que tiene una entrada en Wikipedia cinco veces más larga que la correspondiente, por ejemplo, a Juan Carlos Onetti). Paralelamente, Grandal exhibe una gran cruz incrustada de juguetes usados (no pude encontrar título y año en la sala), duplicando así la muerte y resurrección de otra figura de culto –de otro “superhéroe”, si se quiere–, quizá con intención polémica (una vinculación tangencial entre iglesia católica y abuso infantil, sugiere Sicco), pero que resulta, al fin y al cabo, una obra un poco anodina.

El mismo mecanismo, llenar de temas incómodos y “para grandes” un envoltorio candoroso e inofensivo, es usado por el otro uruguayo, Mauricio Rodríguez Guridi, pero más finamente y con más contundencia. Su instalación La historia la siguen escribiendo los que ganan se articula en una serie de cuadritos, que encontramos reproducidos en tres librillos dejados sobre una mesa, junto a pasteles y lápices de color: son libros para colorear y se pueden, efectivamente, colorear en el museo (aunque, hasta el momento de mi visita, pocos se habían atrevido a hacerlo). Los títulos anuncian directamente el contenido, pulsante y dividido entre un pasado hediondo y un presente atroz: La santa inquisición española, La intervención estadounidense en el mundo y La migración y xenofobia global. Los protagonistas de las imágenes que los componen son personajes que parecen salidos de un manga alegre, eternamente sonrientes a pesar de lo que infligen o sufren: torturas a lo Abu Graib, asesinatos de indios, tráfico ilegal de personas y otros horrores. Los espectadores –entre ellos, quizá, algunos consumidores del nuevo género libresco de los álbumes para colorear destinados a público adulto– son llamados así a reiterar el antiguo ritual de creación guiada que está en la base de este género de entretenimiento, asociándolo a acontecimientos históricos aterradores, en una fangosa mezcla de ingenuidad, depravación, candor y ejercicio brutal del poder.