El número de puerta de la casa de sus abuelos maternos. De allí salió el “432” que da título al nuevo disco de Fernando Cabrera. Si él no hubiera revelado la conexión en un video publicitario del sello Ayuí, adivinarla sería uno más en la lista de imposibles, como remontar un barco o sumergir su voz. Con ese dato sobre la mesa, cobra más relevancia “Pollera y blusa”, una canción que no en vano ocupa el centro del álbum y que el cantautor dedica a su madre, fallecida hace un tiempo. “Escribí más de cien hojas, / allí están en el canasto, / intentaban la manera de decir / las cosas que te quiero decir y no hay manera”, canta Cabrera en la primera estrofa. Como era de esperar, la letra está lejos de ser cursi o sensiblera; desprende frases o palabras opacas que dejan espacio a un caleidoscopio de interpretaciones, cuando no a una sensación inquietante. Por ejemplo, la parte en la que Cabrera canta que ahora está en una casa que es la penúltima que habita (¿qué nos quiere decir?, ¿cuál será su última casa?, ¿habla realmente de una casa?) o cuando se refiere a su madre como su heredera, que se acerca a la infancia, formando una inversión del ciclo natural de la vida.
Estas vueltas conceptuales, si bien pueden reconocerse al instante como típicas del artista, por otro lado no dejan de sorprender y demuestran que después de haber editado una quincena de discos Cabrera todavía tiene tela para cortar. Quizá el mejor ejemplo esté en la primera estrofa de “El trío Martín”, en la que amplía el manejo de la prosopopeya –es decir, la animación de cosas abstractas–, un recurso que ha dominado como nadie en nuestra música (“el tren saluda desde abajo”, “los limoneros merodeando el galpón”, etcétera): “Cuando los perros del miedo / atacan de la sombra, / sus dientes chocan y caen, / queriendo ser agresivos, / son sólo mordiscos muertos”.
En “Malas y buenas”, la canción que abre el disco, Cabrera irrumpe cantando: “Llegó el experto de la emoción, / trajo su canción como emblema, / nos analiza con su rosario, / perlas de inútil poema”. Y es difícil no pensar que se refiere a sí mismo, porque si hay un músico experto de la emoción, ese es Fernando Cabrera. Su interpretación vocal parece dominada y guiada más que nunca por los vaivenes de la emoción, casi como instintivamente, más allá de la racionalidad y del rigor encorsetado de la técnica. Además –y por eso sus letras merecen más análisis que las del promedio–, las melodías de Cabrera y sus inflexiones vocales cabalgan sobre las letras con noble hidalguía, formando un todo indivisible y perfecto (esto se hace carne al escuchar, por ejemplo, casi todas las versiones que otros músicos grabaron de “La casa de al lado”, en las que la emoción suele perder por goleada, como si no entendieran el significado de las palabras; algunos la podrán cantar más “lindo”, pero no mejor).
Es así que en “Malas y buenas” la melodía de la voz se precipita con urgencia, y Cabrera la canta como si las palabras se le escaparan por el peso de su verdad, que nos interpela. “Un compatriota dejó su vida / en la construcción de esta casa, / sólo le dimos las mismas quejas, / en las buenas y en las malas”. En el primer verso de esa estrofa canta la palabra “vida” como si justamente dejara su vida en ello; luego la melodía sube para tirar flor de sentencia, de esas que desacomodan la estantería del pensamiento (“Inútil cosa la libertad / cuando te tupe las venas /y ya no puedes diferenciar / épocas malas y buenas”) y apura el último verso al galope del redoble de la batería, como si no fuera capaz de soportar su propia verdad.
Vamos la banda
Los músicos que ayudan a que Cabrera edifique el sonido en 432 son los viejos conocidos de su banda estable, con la que suele tocar cuando no se presenta solo con la guitarra: Ricardo Gómez (batería), Federico Righi (bajo), Herman Klang (teclado) y Juan Pablo Chapital (guitarra). Esta formación es la misma que hizo de las suyas en Viva la patria (2013), el anterior material de estudio de Cabrera. 432 refuerza la línea estética de su predecesor, de pulso con aires jazzeros, sobre todo por la apariencia de improvisación y soltura que impregna a la música, con toda la pinta de haber sido grabada básicamente de una y los músicos bien juntitos, como en un toque en vivo –no sería extraño, ya que habían interpretado varios de los temas nuevos en un ciclo de presentaciones en Bluzz Live–.
Quizá sea en “Copando el corazón” donde más se destaca la maquinaria aceitada de la banda. Es una canción de amor con sello tanguero bien a lo Cabrera –de introducción piazzollesca–, en la que se destacan los punteos destellantes de Chapital, que contrapuntean con la voz y terminan de redondear su relevancia con un solo, en uno de los puntos altos de la montaña rusa emotiva por la que viaja toda la canción.
En “Oración” escuchamos al Cabrera más rockero, al estilo de algunos pasajes de Bardo (2006), y resalta el arreglo de saxo (a cargo de Gonzalo Levin), que llena la canción de una luminosidad acorde a la letra. El tema termina con una oración a coro cargada de deseos para una persona, en la línea de “Forever Young”, de Bob Dylan, pero con los juegos conceptuales incómodos y sorpresivos de Cabrera: “Que el viaje sea propicio, / que los cielos te cobijen, / que la búsqueda encuentre, / que extrañes lo querido, / que no te perturben las contrariedades, / que aventura y recaudo se conformen, / que la dificultad temple tus facultades, / que la añoranza tiña tu desarraigo, / que tu regreso me encuentre, / amén”.
“De las contradicciones” es la única canción de 432 que no nació de la pluma de Cabrera; es de Larbanois & Carrero. La original, del disco Cometas sobre los muros (1998), es una milonga amable que plantea alguna que otra obviedad de manual (“a veces no es lo mismo democracia que elecciones”, “la ley es tela de araña, no es pareja al dar chicote”), más un lugar común que parece muy obvio pero puede ser rebatido sin esfuerzo en el recreo de un curso de Filosofía (“aunque siempre hay más campanas, la verdad es una sola”). En la voz de Cabrera –cuándo no, emotiva– parecen revelaciones extraordinarias.
Bien se lame
Entre las 12 canciones del álbum hay cuatro que se separan del resto por su instrumentación minimalista, su escasa duración y su enlace, que forma un pequeño viaje dentro de la gran excursión del álbum. En esas cuatro piezas, que juntas no pasan de los tres minutos, Cabrera se acompaña –cuando lo hace– sólo con su guitarra acústica, un formato en el que también se luce con extrema pericia. “Llegó el candombe” es una milonga, en la que la guitarra esboza la llevada típica de ese género (como es su costumbre, Cabrera marca más que nada las notas graves –sobre todo al principio–, como si trazara un croquis musical, y deja que imaginemos el resto, a veces incluso muteando las notas), y la prosopopeya se vuelve omnipresente, dado que el candombe vino “apurado”, “cansado”, “distraído” y “percutido” del carnaval.
En el cuarteto minimalista sigue una verdadera rareza: “Cancionero”, una pieza de apenas 30 segundos en la que Cabrera simplemente enumera un catálogo –bastante representativo, por cierto– de nombres de la música popular uruguaya; una metacanción de un cantautor sobre cantautores. Cabe destacar que el músico tuvo la decorosa humildad de no decir su nombre, como habría sido necesario en un verdadero catálogo, y la loable generosidad de incluir a Jorge Drexler.
En “El maldito amor”, otra pieza de 30 segundos, deja la guitarra de lado y canta a capela la historia de una pareja que fue condenada por el amor. Cierra el set acústico una de las joyas del disco, “Alarma”, un temita de ritmo abrasilerado que pinta a la inseguridad como una alarma que nos hace morir de miedo, acompañado por el coro de Martín Buscaglia, que justamente representa la irrupción alarmante cortando un verso: “ceguera la tecnología, / resultado de su orgía, / menos puestos de... ¡Alarma!”. Por su letra, que disecciona una temática siempre actual, sobre todo en los medios masivos (¿la alarma de la inseguridad serán los perros del miedo?), es una perla más en el rosario de análisis de la realidad por parte de Cabrera, que se puede unir, por ejemplo, a canciones como “Menores” y “Ciudad de la Plata”, del disco de 1998 que lleva el nombre de la segunda.
Para terminar, también un número: 27 minutos es la duración de 432, que lo ubica como el disco más corto de la carrera de Cabrera, apenas dos minutos menos que Bardo, aquel álbum que incluye “Diseño de interiores”, en el que el músico cantó que “detenerse es morir”. Por suerte, sigue esa máxima y no se detiene, ya que 432 es su mejor álbum desde Fines (1993) y también una formidable puerta de entrada para quienes todavía no se han empapado con su obra. Puede ser ayer, nunca o después, pero a Cabrera hay que escucharlo alguna vez.