Pasó mucha agua bajo el puente desde que, en 1982, la editorial española Toutain publicó su historia de los cómics en fascículos que en aquel tiempo llegaron, incluso, a los quioscos montevideanos. La corriente trajo consigo unos cuantos cambios en los últimos 35 años: los cómics desaparecieron de los quioscos, se volvieron más caros y lujosos, y aparecieron en locales de venta especializados, ganaron prestigio, se diversificaron tanto como la literatura y el cine, y parte de su imaginario se impuso con películas y series de repercusión internacional.

Esta Historia del cómic, de la española Paloma Corredor, es parte de una oleada relativamente reciente de títulos semejantes que se pueden encontrar en librerías (por nombrar algunos, 1001 cómics que hay que leer antes de morir –2011–, del británico Paul Gravett; y Cómics: una historia global desde 1968 hasta hoy –2014–, del estadounidense Alexander Danner) y que son un síntoma de la normalización del medio. En el caso de Corredor, su obra es un trabajo de divulgación más bien superficial, que apunta a un público de niños y jóvenes que estén empezando a deslumbrarse con el universo de las viñetas.

Como es bastante sabido, la primera gran revolución que condujo al cómic que hoy conocemos se produjo en la prensa estadounidense fines del siglo XIX, con la publicación de la tira Hogan’s Alley, de Richard Felton Outcault, una de las primeras y más célebres de las aparecidas en diarios. Tenía a The Yellow Kid como personaje principal, y fue la primera en usar globos de texto como recurso expresivo habitual. Su popularidad y su periodicidad sentaron las bases para la dinámica de producción de las décadas siguientes en diarios y revistas. Sin embargo, el punto de partida del libro está en la idea de que el ser humano tiene un impulso de expresarse por medio de narraciones en imágenes que se puede rastrear hasta las pinturas rupestres de hace 40.000 años. Si bien no es un planteo muy original, vale desde el lado de la lectura histórica, y la autora recorre a vuelo de pájaro ejemplos del antiguo Egipto y la Edad Media, e incluso dibujos japoneses del siglo XVII. Toda la obra, al igual que esta parte, está planteada en capítulos muy breves, con más espacio para las ilustraciones que para los textos.

Gran parte de los capítulos destacan al mundo de los superhéroes, pero Corredor evita el lugar común, al que tan acostumbrados nos tienen Hollywood y la prensa hecha por fans, de centrarse en el tópico de que el público tiene la necesidad de proyectarse en personajes extraordinarios. Todo lo del monomito del “viaje del héroe” (descrito por el estadounidense Joseph Campbell en su libro El héroe de las mil caras –1949–), sobre cuya base se han construido innumerables libros y películas, queda fuera en una decisión bienvenida, no sólo por lo reiterado de ese enfoque, sino también porque la historieta, aunque incluya superhéroes, no consiste sólo en eso.

La mayor parte del libro está dedicada a personajes emblemáticos, como el Tarzán creado en 1929 por Hal Foster, sobre la base de libros de Edgar Rice Burroughs, Superman (Jerry Siegel y Joe Shuster, 1933), Flash Gordon (Alex Raymond, 1934), Batman (Bob Kane y Bill Finger, 1939) y Gatúbela (Kane y Finger, 1940). La selección tiene, por supuesto, aspectos discutibles o difíciles de entender, que no necesariamente obedecen a criterios de popularidad masiva: Por ejemplo, Corredor no incluye a Dick Tracy (Chester Gould, 1931), aunque sí a El Fantasma (Lee Falk, 1936); le dedica un capítulo (de dos páginas) a Dr Doom (Stan Lee y Jack Kirby, 1962), pero no menciona el fenómeno de The Walking Dead. Corresponde destacar que, por lo menos, se tomó el trabajo de mencionar a personajes de importancia histórica como Popeye (Elzie Crisler Segar, 1929) y Betty Boop (Bud Counihan y Hal Seeger, 1934, aunque, a la inversa que en el caso de Popeye, había aparecido cuatro años antes como dibujo animado), y que le dedica capítulos a algunos latinoamericanos (todos creados por argentinos) que tuvieron éxito en España, como El Eternauta (Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, 1957), Mafalda (Joaquín Lavado –Quino–, 1964) y Gilgamesh el Inmortal (Lucho Olivera, 1969), así como al popular personaje mexicano Memín Pinguín (Yolanda Vargas Dulché y Alberto Cabrera, 1943).

A pesar de ese lugar central de los personajes, el libro les deja algo de espacio a cuestiones más conceptuales. Ahí está su principal flaqueza. Corredor utiliza una definición de los cómics que parece más bien vinculada con ideas populares poco analíticas, o con alguien que realmente no ha leído historietas con frecuencia: “series de historias constituidas por secuencias de imágenes en las que se integra un texto, con un hilo argumental que se repite y protagonizadas por unos personajes fijos”. Ese concepto, obviamente, enmarca solamente a una parte del mundo de la historieta. Una noción a la vez más elaborada y más amplia es la establecida por el historietista y teórico estadounidense Scott McCloud (algunas de cuyas obras se pueden encontrar en librerías uruguayas), que señala a la elipsis, en el salto de una viñeta a la otra, como elemento básico.

Aun dentro de la lógica de su obra, la autora toma decisiones extrañas, como la de dedicar dos páginas a definir géneros con explicaciones entre simples y aparentemente improvisadas (“Erótico: además de contar una historia, se añaden escenas sexuales más o menos explícitas”). Enumera 14 categorías, pero deja fuera, por ejemplo, a los cómics autobiográficos y a los periodísticos, que han dado obras monumentales, como Persépolis (Marjane Satrapi) y Gorazde: zona protegida (Joe Sacco), respectivamente (ambas publicadas en 2000).

Claro que no se trata de un tratado teórico, sino de una obra de divulgación para cierto tipo de lectores, y por eso vale sobre todo como una somera introducción. Así, el cómic europeo, el estadounidense y el japonés son explicados con sendos capítulos de dos páginas. La autora le dedica un espacio al cómic latinoamericano, y menciona brevemente ejemplos de México, Perú, Argentina y Cuba, pero curiosamente deja fuera a Brasil, cuya producción justificaría por lo menos que se mencionara a la popular Turma da Mônica (Maurício de Sousa, 1959).

Entre las cosas que le faltan a esta Historia del cómic hay un par que deben ser mencionadas. Por un lado, no hay información alguna acerca de la autora. Por otro, el enfoque elegido por esta deja fuera a muchos artistas importantes, que no dependieron de la creación de un personaje recordado para ser grandes. Después de todo, la revolución de los autores es parte del agua que ha corrido bajo el puente desde los fascículos de Toutain.