Hay muchos tipos de fans de Jim Carrey. La mayoría se organizan por los mismos meridianos que dividen a los detractores de ese actor canadiense. Algunos prefieren sus primeros roles clásicos, como los de La máscara (Charles Russell, 1994) o Tonto y retonto (Peter y Bobby Farrelly, también de 1994), cuya gran parte del atractivo radicaba en la multitud de expresiones y una suerte de versión con anabólicos del humor de Jerry Lewis. Otros optan por su época de transición hacia lo más serio, como el caso de The Truman Show (Peter Weir, 1998), mientras que otro continente es ocupado por aquellos que consideran a Carrey un diamante en bruto que debería dejar de hacer esas payasadas y seguir la línea de películas serias como The Majestic (Frank Darabont, 2001) o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Michel Gondry, 2004).

Máscaras

Para quien escribe, los momentos más altos de Carrey se dieron fuera de la pantalla grande, en algunos sketches del programa Saturday Night Live (por ejemplo, su personaje Jimmy Tango Fat Busters), pero más que nada, en su espectáculo de comedia stand-up titulado The Un-Natural Act (“El acto antinatural”, 1991). Todo lo que después fue desarrollando se podía ver ahí, pero con una pizca de malevolencia que no lo acompañó en gran parte de su carrera (casi siempre con personajes tontos o personas normales que empiezan a volverse locas).

En The Un-Natural Act hay un momento insigne, casi de culto, en el que Carrey imita a Jack Nicholson, James Dean y Clint Eastwood. El terreno de las imitaciones suele ser medio denostado en el universo de la comedia, ya que a veces se lo ubica en una zona fronteriza entre lo propiamente cómico y los espectáculos de variedades. Es que la risa de la comedia de imitaciones está alimentada por un afluente distinto que el de la risa del chiste o de la ocurrencia; es más bien una expresión visceral convertida en risa, ante lo ominoso de la duplicidad de identidades, algo en cuyo fondo hay una pizca de admiración y repulsión, como justamente sucede ante los espectáculos de freaks, magos y tragasables de las ferias. Lo peculiar de las tres imitaciones que realizaba Jim Carrey en aquel especial no radicaba en el (asombroso) parecido a los tres actores mencionados que lograba, sino en que permitía al público ver cómo sus músculos se distendían y se articulaban temblorosamente hasta dar con el rostro y la expresión que buscaba. La magia sucedía no tanto entre el antes y el después, sino en el durante, como cuando el entrecejo del comediante empezaba a trepidar hasta formar la clásica expresión eternamente encandilada por el sol de Eastwood, o el súbito cambio de ángulo de sus cejas hasta formar las de Nicholson. Con esa plasticidad muscular, prácticamente no eran necesario el CGI (la sigla en inglés de “imágenes generadas por computadora”) para darle forma a las múltiples expresiones de La máscara, una película que terminaría convirtiendo a su protagonista en uno de los comediantes mejores pagos de los años 90.

La vocación del actor por las imitaciones entró en su punto paroxístico cuando se le encomendó interpretar a Andy Kaufman (1949-1984) en Man on the Moon (Milos Forman, 1999). Lejos de ser una película más, parecía una hecha especialmente para Carrey, quien construyó su carrera en un largo juego de sombras con la de Kaufman, uno de los comediantes que más tensaron el límite entre lo real y lo absurdo, lo gracioso y lo aburrido. A veces gran parte del cuadro que Andy pintaba estaba fuera del lienzo, con jodas que no tenían sentido en escena pero que adquirían después otro tenor, por ejemplo su participación en combates de lucha libre “intergénero”, vanagloriándose de que podía enfrentar y vencer a cualquier mujer dentro del cuadrilátero. Lo que siempre quedaba en duda era en qué medida mucho de lo que sucedía era producido u orquestado deliberadamente por Kaufman con la intención de hacer reír, o un subproducto de su excentricidad. La película de Forman partía de ese punto: cuánto de los datos biográficos del comediante, sus fantasías o sus obsesiones y ansiedades se filtraba en sus espectáculos, y cuánto de sus espectáculos continuaba en su vida cotidiana.

Es probable que esto sea parte de lo que le interesó al director de Jim y Andy, Chris Smith, responsable de varios films en los que se combinan de diversas maneras lo real y lo ficticio (por ejemplo, un seudodocumental –American Job, 1996–, un documental sobre la filmación de una película –American Movie, 1999–, otro acerca de dos activistas que se hacen pasar por portavoces de la Organización Mundial del Comercio –The Yes Men, 2003– y otro sobre un autor de libros que desarrollan teorías conspirativas –Collapse, 2009–).

El recurso del método

Carrey podría haber interpretado el papel de Kaufman con una mano atada, pero el verdadero tour de force, que le valió su segundo Globo de Oro consecutivo (después del que recibió por The Truman Show) fue convertirse en Andy –y a su vez en el Mr Hyde de Andy, el personaje Tony Clifton, una especie de violento y decadente cantante de cenas show, al que alude la versión extendida del título original: “Jim y Andy; el más allá (incluyendo una muy especial, obligatoria por contrato, mención de Tony Clifton”)– durante el rodaje de la película.

Son bastante conocidos muchos de los efectos disociativos que atraviesan la vida de actores que practican el method acting (“actuación de método”, desarrollado a partir del sistema de Konstantin Stanislavski por Lee Strasberg y otros), y quizá el epítome de esos procesos fueron los estados de locura de Marlon Brando cuando rodó Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972, en este caso con la joven actriz Maria Schneider como una de las principales víctimas del actor y del director). Sin embargo, lo que capta el documental Jim & Andy (armado, más que nada, con base en unas cintas de detrás de cámara que, por casi 20 años, los productores del film se esforzaron para que no salieran a la luz) es otra dimensión del method acting, un estado de resquebrajamiento de la personalidad que no sólo funcionaba con Carrey, sino también con el elenco que lo rodeaba.

En primera instancia, el documental, que se estrenó el año pasado en el Festival de Venecia y cuyos derechos de distribución fueron comprados luego por Netflix, vale por sí mismo como material cómico, por ejemplo al ver la incomodidad real de Forman, o de los actores Danny de Vito y Paul Giamiatti, cuando tuvieron que lidiar con las locuras de Carrey (en algunas ocasiones se vieron obligados a dirigirse a él llamándolo Andy, y en otras incluso debieron pedirle a ese Andy que intercediera y convenciera de alguna cosa en particular a Carrey).

Hay algunas jugarretas que fueron calcadas de las rutinas que Kaufman realizaba con su amigo y coescritor Bob Zmuda: quizás la más notable de todas fue –aparentemente– que Carrey entró a una fiesta en la mansión Playboy disfrazado de Tony Clifton (con todos los improperios habituales de aquel personaje), y en la mitad de la noche se convirtió en Jim haciendo de sí mismo, dejando a todos los asistentes helados, sin entender quién era el tipo al que le habían dado bola durante gran parte de la fiesta. En tiempos de Kaufman, ese tipo de juegos dinamitaba desde dentro las nociones mismas del star-system, casi emulando la descomposición de la noción de obra de arte que hacía Marcel Duchamp con varios de sus readymades.

Todo y nada

Lo que tenemos en el documental, entonces, es una compleja trama de cuadros dentro de cuadros, en los que Carrey está todo el tiempo redoblando las apuestas que había aprendido de Kaufman. Sin embargo, lo que hace a Jim & Andy un documental diferente no es tanto ese juego de muñecas rusas, sino el que se desarrolla en lo auténticamente emocional. Parte de la incomodidad de los actores que veían a Carrey haciendo de Kaufman no sólo se debía a lo simplemente molesto de sus acciones, sino también a lo siniestro del parecido que lograba.

Quizá el momento más intenso y desconcertante de la película ocurre cuando los verdaderos familiares de Andy encuentran un momento de descarga y redención con Jim, como si este fuera un médium y el comediante muerto estuviera hablando y sintiendo a través de él. Uno podría pensar que en semejante situación es de mal gusto seguir manteniendo la pantomima, pero durante ese encuentro Carrey nunca se aparta del personaje de Kaufman: lo sostiene casi respetuosamente, y lo que terminamos viendo es algo más que una forma radical de psicodrama.

El otro pilar sobre el que se sostiene Jim y Andy es Carrey en sí mismo, esta vez jugado en alternancia entre el material recopilado y unas entrevistas actuales. En sus testimonios hay una lucidez extrema que, más que mostrar su inteligencia, lo coloca en un lugar medio extraño de su propia verdad. Al verlo hablar de cómo llegó a realizar todo lo que quería, y de que ya no le queda nada por hacer, genera por momentos una perturbadora sensación de vaciamiento, como si el actor hubiese atravesado una membrana de su yo para observar la nada y volver. Es una percepción simultánea de totalidad y de negación completa, y uno nunca llega a tener del todo claro si estamos frente a alguien que llegó a un estado máximo de gracia interna o si, por el contrario, Jim y Andy es una carta de suicidio escrita con perfecto pulso y caligrafía.

Quizá una de las enseñanzas ocultas de este documental es esa: que sólo somos una serie de imitaciones, y que detrás de ellas sólo hay un vórtex de materia oscura, que siempre estamos tratando de ocultar.

Más allá de los juegos semióticos entre lo cinematográfico y lo metacinematográfico, Jim y Andy es una poderosa película acerca del peso de la identidad, un peso que puede dejarnos dudando de si debemos pensar a nuestro yo como un lastre o una fuerza gravitatoria que impide que quedemos flotando en la nada.