En el futuro, los historiadores de la cultura –si hay historiadores culturales en el futuro, y si hay un futuro propiamente dicho– seguramente pondrán como señal del zeitgeist o espíritu de los tiempos actuales la negrura recurrente en las series (como la alemana Dark) y películas (como Super Dark Times –Kevin Phillips, 2017–) protagonizadas por adolescentes o gente muy joven (o que tratan sobre ellos). Producciones de ese tipo, junto al auge del cine de horror y el gusto por los cómics “oscuros”, marcan importantes niveles de resentimiento y temor ante la gran velocidad de cambios culturales que no necesariamente son sentidos como un avance. En particular, en muchos de estos productos hay cierta mirada ligeramente retro, que más que especular sobre un porvenir terrible, encuentra consuelo en el nihilismo que estuvo presente en la cultura juvenil occidental de los años 80 y 90, y vuelve a esas décadas con frecuencia, tanto en ambientación temporal o estética como en busca de simple inspiración. Este es el caso de la miniserie The End of the Fucking World, producida por el Canal 4 británico en setiembre del año pasado, pero recién lanzada, exclusiva y globalmente, por Netflix el viernes 5, y que –aunque está ambientada en la actualidad– no habría desentonado para nada en los días de Nirvana y de la fascinación por los asesinos psicóticos y los looks deliberadamente desaliñados.
Esta serie, que se suele presentar por escrito como The End of the F**king World, y que podríamos traducir con un poco de libertad como “el fin del puto mundo”, está basada en un más bien minimalista cómic homónimo de Charles Forsman, cuya simplicidad de trazo y sus personajes indiferentes –así como el título exasperado–, lo asemejan a los de Peter Bagge o Charles Burns (aunque el dibujo de Forsman es mucho más tosco). A pesar de su colorido nombre, ni el cómic ni la serie tienen nada que ver con un apocalipsis ni con la ciencia ficción, sino que refieren a catástrofes mucho más subjetivas e individuales.
La historia gira alrededor de dos más bien inadaptados adolescentes de 17 años, James (Alex Lawther) y Alyssa (Jessica Barden), que poco después de conocerse deciden lanzarse en un road trip por Inglaterra en busca del padre biológico de la muchacha. Enseguida nos enteramos de que James es un chico con graves problemas psicológicos, que cree incluso que puede ser un psicópata, y que acepta la idea de viajar con Alyssa alentando la fantasía de matarla en algún momento. Por su parte, ella es una rebelde de espíritu insolente –y más bien intratable– que quiere huir de su casa, en la que convive con su madre y el libidinoso nuevo esposo de esta. Durante el viaje las cosas van de mal en peor, y James y Alyssa se convierten en fugitivos de la ley, perseguidos por una Policía bastante empática (Gemma Wheelan, la Yara de Game of Thrones), e interactuando con personajes en su mayoría abusivos, estúpidos o ambas cosas, mientras les ocurren cosas propias de una adolescencia tardía.
Con ocho episodios que apenas superan los 20 minutos, se puede perfectamente ver íntegra en una tarde, y podría ser considerada simplemente una película extensa con subdivisiones. Sin embargo, el formato episódico tiene su lógica propia y es parte de una propuesta de consumo que tal vez sea mejor realizar con cierto escalonamiento, para que el espectador pueda saborear mejorar el sutil cambio que los personajes van viviendo en el del desarrollo de la miniserie. De hecho, y tratando de evitar los spoilers, se puede decir que termina con un clima muy distinto del de su inicio, y que hay una evolución muy clara en sus personajes. Este proceso es uno de los grandes logros narrativos, aunque tal vez decepcione un poco a los espectadores más ácidos, ya que la serie comienza como una de las comedias más negras que se haya visto en televisión y progresivamente sus personajes se van humanizando y volviendo menos chocantes, lo cual no es malo, pero la vuelve un poco más convencional y emparentada con sus modelos evidentes (Bonnie y Clyde, Thelma y Louise, True Romance y una larga serie de films sobre parejas en fuga), aunque también más compleja que la simple intriga centrada en saber si el psicópata va asesinar o no a su maleducada acompañante.
Como comedia, The End of the Fucking World rara vez apunta a la carcajada –aunque la logra en varias oportunidades–, sino más bien a la sonrisa un tanto horrorizada. Algunos de sus aspectos ya han despertado algunas polémicas, más allá de su profano nombre, por la crudeza –o más bien franqueza– con la que se presenta la sexualidad de sus personajes adolescentes (interpretados por actores con unos cuantos años más que ellos, pero que extrañamente parecen aun más jóvenes) y por algunas escenas de violencia contra animales, algo tabú actualmente en cine y televisión. También se ha mencionado que los chicos de esta serie son un pésimo ejemplo para una posible audiencia de coetáneos, y está claro que no son modelos de conducta, pero en ningún momento son presentados como tales; lo que pasa es que el espectador va venciendo la resistencia que a priori despiertan la ajenidad ensimismada de James y la eterna cara de culo (no se me ocurre una adjetivación más precisa) e insatisfacción de Alyssa. Uno de los mejores recursos de la serie es que ambos se alternan como narradores, ofreciendo dos puntos de vista muy distintos sobre sus experiencias en común, pero gradualmente van coincidiendo más y más, a medida que van descubriendo su humanidad. El asombroso, matizado y algo perturbador carisma de la pareja protagónica es uno de los principales atractivos de una serie con actuaciones excepcionales, incluso en un tiempo en que las actuaciones juveniles excepcionales son frecuentes (aunque, repetimos, Lawther y Barden tienen bastantes más años que los que aparentan, y ya cuentan con filmografías considerables, aunque en roles menores que estos, que –seguramente– los llevarán a la fama). La banda de sonido es una exquisitez de canciones simples y pop, de diversas décadas pero que parecen todas compuestas en el mismo año por un grupo melodioso y sentimental.
Alternativamente feroz y tierna, The End of the Fucking World en algún momento elige si sigue por la senda de la oscuridad sardónica que promete al comienzo o transita por un camino un poco más luminoso, y su su principal gancho es, en definitiva, el permanente juego con una redención y una empatía que no terminan de llegar. Tal vez es una serie menos distinta y personal que la que por momentos promete ser, pero el resultado es tan redondo que, sin exagerar entusiasmos, se la puede considerar la primera buena noticia televisiva de este año.
The End of the Fucking World, dirigida por Jonathan Entwistle y Lucy Tcherniak. Gran Bretaña / Netflix, 2017. Con Alex Lawther, Jessica Barden y Gemma Wheelan.