Hacia la mitad del siglo XX la ciencia ficción estaba en crisis: el molde que ahora podemos llamar “clásico” (en tanto operaba ofreciendo una definición suficiente y práctica del género) parecía agotado y nuevas propuestas editoriales sacudían la hegemonía en el mercado de las viejas revistas sobrevivientes de la década de 1930. Los textos que habían sido favorecidos editorialmente hasta entonces eran, en gran medida, relatos de aventura basados en cierto optimismo pro tecnológico, con una fuerte marca de un discurso de corte cientificista que servía para apuntalar la verosimilitud o incluso el posible “realismo” de los hechos extraordinarios en la trama. Por supuesto que había excepciones (Ray Bradbury es la más notoria) y que, sin duda, las mejores obras de los autores centrales de esa tendencia trascienden esta descripción, pero, a grandes rasgos, esto era la ciencia ficción en la década de 1940. Después se la llamó “la edad de oro” del género, y es indudable que allí cristalizaron sus grandes tópicos, su repertorio de figuras y procedimientos, y que, de paso, desde las páginas de sus revistas más importantes (Astounding Science Fiction, por ejemplo) emergieron escritores cuya obra todavía hoy leemos, como Isaac Asimov, Theodore Sturgeon, Robert Heinlein y, desde el otro lado del Atlántico, el británico Arthur C Clarke.

Otra cosa parecía bastante clara: la ciencia ficción era cosa de hombres. No sólo a nivel de los relatos en sí, tantos de ellos protagonizados por hombres blancos que seguramente eran pilotos o ingenieros, sino también en cuanto a los fans: en aquellas primeras convenciones, efectivamente, no habría sido fácil encontrar una mujer. ¿Y las escritoras? Sería injusto decir que no las había; de hecho, si miramos la lista de ganadores de los primeros premios Hugo (que comenzaron a entregarse anualmente a partir de 1953, cuando todo empezaba a cambiar, pero todavía remitían al trabajo de autores consagrados durante la década anterior, en plena “edad de oro”) encontramos, además de a algunas nominadas que no tuvieron mayor suerte, a Anne McCaffrey, que ganó el Hugo a mejor novela corta en una fecha tan tardía como 1968, y… nada más. Hasta 1970. No se trata de pensar que hay un significado especial en el Hugo (después de todo, figuras centrales del género, como JG Ballard o Michael Moorcock jamás lo ganaron), pero sí que esa mínima presencia de mujeres en las listas de ganadores es significativa o sintomática, sobre todo teniendo en cuenta que el premio es otorgado por los fans reunidos en una convención. Entonces, en 1970 Ursula K Le Guin (que falleció el lunes a los 88 años) ganó el Hugo con su novela La mano izquierda de la oscuridad.

Los primeros pasos

Le Guin, que había nacido en 1929 y era hija de los antropólogos Theodora Kracaw Kroeber –también escritora– y Alfred Kroeber, empezó a publicar regularmente en revistas de ciencia ficción a comienzos de 1960, pero fue con el premio recién mencionado que su carrera terminó de consolidarse. De hecho, para entonces las numerosas listas de fans y críticos de los mejores escritores de ciencia ficción y fantasía empezaron a desplazar a algunos viejos nombres para hacerle lugar.

A fines de los 60 y comienzos de los 70 la ciencia ficción tenía poco que ver con los límites que le había impuesto el molde clásico: escritores como Philip K Dick, Robert Silverberg y Harlan Ellison replicaban en Estados Unidos la revolución de temas y procedimientos que habían comenzado en Reino Unido Ballard, Moorcock y Brian Aldiss. Ya se había vuelto imposible definirla en tanto género: buena parte de las discusiones críticas más comunes del momento consistía en argumentar si tal o cual cuento o novela “era ciencia ficción” o no, y por qué. Todo terminaba publicado en editoriales del género y en revistas del género, naturalmente, pero ya no había una definición que pudiera dar cuenta de todo lo que se publicaba bajo la marca “ciencia ficción”.

Acaso sea la ya mencionada La mano izquierda de la oscuridad la obra maestra de Le Guin; en cierto modo, en esa novela se reúne todo lo que hace a los libros de su autora: un estilo cuidadísimo y deslumbrante, un desplazamiento del interés científico hacia la antropología y la lingüística, y el lugar central ocupado por temas de clase y de género. Así, en La mano izquierda… se describe un mundo habitado por humanos que han evolucionado (“mutado” si se quiere dejar de lado la inevitable pero antidarwiniana connotación de “evolución” como algo que va “hacia mejor”) hacia un estado en el que el género aparece únicamente en momentos de celo: cada persona, llegado el momento, desarrolla cualidades de “hombre” o “mujer”; pasado cierto tiempo, si no se produce la gestación, las características sexuales se pierden y la persona vuelve a su estado “neutro”, hasta que el siguiente período de celo la “convierta” de nuevo en una mujer o un hombre. Quien fue hombre en un momento podrá ser mujer después, y viceversa, pero el que elige es el azar bioquímico y no el sujeto.

Fantasía y ciencia ficción

Eventualmente la obra de Le Guin quedó dividida en dos sagas principales y un conjunto de obras independientes. En cuanto a la ciencia ficción, las novelas y nouvelles El mundo de Rocannon (1966, 1976 en español), Planeta de exilio (1966, traducida en 1980), Ciudad de ilusiones (1967, 1974), La mano izquierda de la oscuridad (1969, 1973), Los desposeídos (1974, 1983), El nombre del mundo es bosque (1976, 1979), Cuatro caminos hacia el perdón (1995, 1997) y The Telling (2000) pertenecen al llamado “ciclo Hainish”, una suerte de mundo paralelo en el que una especie (los Hain) colonizó diversos mundos en la galaxia, incluyendo a la Tierra en el pasado remoto, de modo que la humanidad existe en planetas diversos y se diferencia por detalles de adaptación o evolución divergente. Los relatos no arman una historia coherente o exhaustiva, sino que más bien parecen explorar variantes sobre los temas propuestos, con esa suerte de telón de fondo de una antigua expansión galáctica y los cambios evolutivos posteriores.

La otra gran saga de Le Guin, más fantasía que ciencia ficción, es el ciclo de Terramar, que incluye las novelas y colecciones de relatos Un mago de Terramar (1968, 1983), Las tumbas de Atuán (1971, 1986), La costa más lejana (1972, 1987), Tehanu (1990, 1991), Cuentos de Terramar (2000, 2002) y En el otro viento (2001, 2003). En estos libros encontramos un mundo de fantasía poblado por magos y dragones y con una cosmovisión de alguna manera taoísta, que parece obrar como el equivalente del lugar que la mitología nórdica ocupa en los relatos de fantasía de JRR Tolkien. Se trata de clásicos indudables de la fantasía, acaso los únicos realmente dignos de ser colocados junto a El señor de los anillos (1965) y El Silmarillion (1977), y entre las páginas de sus primeros tres libros están quizá los momentos e imágenes más sobrecogedores escritos por su autora.

Entre los libros de Le Guin no incorporados a estas sagas acaso los más importantes sean La rueda del cielo (1971), una novela sobre un hombre que en sus sueños puede alterar la realidad y modificar el pasado y el presente, y que fue adaptada en dos ocasiones –1980 y 2002– a películas para la televisión, del mismo modo que los dos primeros libros de Terramar fueron llevados a una (flojísima) miniserie en 2004 y a un (desilusionante) anime en 2006.

Una última saga, más de corte juvenil (Anales de la costa occidental), vio tres libros (Los dones, Voces y Poderes), publicados entre 2004 y 2007, y es una obra de fantasía de brillante ejecución. Otros libros de Le Guin no pertenecientes a saga alguna y que se consiguen (o conseguían) en castellano son la hermosa novela Lavinia, basada en la Eneida y la última publicada por Le Guin, en 2008, la novela corta El lugar del comienzo (una suerte de experimento en realismo mágico, por caracterizarlo de alguna manera, publicada originalmente en 1980) y la antología de cuentos Planos paralelos (2003), así como, y ya bastante más difícil de encontrar por ahí, Malafrena (1979). En cuanto a su poesía, llegó a publicar 11 libros, el primero (Wild Angels) en 1974 y el último (Late in the Day) en 2015. Este, junto con el compilado de cuentos The Daughter of Odren, de 2014, resultó ser su último libro publicado en vida.

Finalmente, es un lugar común pero hay que decirlo: pocas veces en el contexto de la ciencia ficción la prosa narrativa alcanzó un nivel de belleza en sí misma tan notorio como en los mejores momentos de la escritura de Ursula Le Guin; pero esta virtud o valor, que naturalmente no es exclusiva del género y algunos dirán que tampoco le es esencial, no es sino un elemento más a la hora de pensar en la obra de Le Guin, que brilla además por su imaginación asombrosa, su inteligencia y su lucidez, siempre implacables. En cierto sentido, Le Guin operó por fuera de convenciones y sobreentendidos de los dos géneros que eligió para construir su obra (la ciencia ficción y la fantasía); creó su propia versión de las posibilidades expresivas del juego sobre ciertos elementos dados (los viajes en el espacio y el tiempo, la descripción de sociedades futuras o extrañas, la tensión entre condición y naturaleza humanas y su relación con la tecnología y la naturaleza) o preexistentes en los géneros en cuestión y, con ello, produjo obras inolvidables, verdaderos clásicos del siglo XX.

Ursula murió el 22 de enero de 2018, en su casa en Portland, Oregon. La salud venía fallándole en los últimos meses, y quienes tuvieron la ocasión de conocerla en sus últimos tiempos no dejan de presentarla como la sabia de una tribu, como la fuente de sabiduría que, en realidad, siempre supimos que era. Algunos podemos decir entonces, y con total certeza, que sus libros enriquecieron nuestras vidas, que nos dieron felicidad y nos hicieron tocar la maravilla, lo cual no es poco decir.