En sus últimas apariciones en público se lo veía mal, enfermo y sentado en una silla de ruedas, pero a Mark E Smith –uno de los frontmen más feos y, a la vez, más carismáticos que haya dado el rock– nunca se lo vio bien: frecuentemente borracho sobre el escenario, casi desdentado a causa de su uso de anfetaminas (un vicio que estropeó las dentaduras de toda una generación musical británica, desde Joe Srummer a Shane McGowan) y, más que cantando, gruñendo o berreando sus canciones, que podían combinar con comodidad las más pueriles rabietas de pésimo vecino con referencias de alta cultura a la historia de Europa, el surrealismo y la filosofía de Friedrich Nietzsche. Este aspirante a poeta de clase obrera de Manchester, que luego de ver a los Sex Pistols se convenció de que no era tan difícil formar una banda de rock, falleció el miércoles a los 60 años por motivos que todavía no se detallaron.

Smith se juntó con otros aspirantes a músicos igualmente ineptos, y desde sus primeras grabaciones demostró que era uno de los creadores líricos y conceptuales más originales, hostiles e inteligentes que hubieran pasado por el mundo del rock. Un artista difícil, legendario por despedir a compañeros de banda con más frecuencia que cambiarse de camisa (y tenía muchas camisas), capaz de agarrarse a golpes durante sus shows, y dueño de una lengua aun más violenta. Pero era mucho más que un simple provocador; tenía la capacidad intelectual y creativa para sostener sus tajantes opiniones, y la calle suficiente para bancársela abajo del escenario. El anecdotario de Smith es gigantesco, sus versos notables son innumerables (hay una página de exégesis de sus letras, The Annotated Fall, en la que se rastrea cada una de sus oscuras referencias culturales o sociales), pero lo que realmente importa, y por lo que vale la pena conocer a este artista respetadísimo y tercamente impopular, son sus canciones y sus discos. Si bien son tan numerosos que entrarles puede resultar una empresa laberíntica para el neófito, a continuación intentamos ofrecer un pantallazo que, aunque somero e incompleto, tal vez sirva como mapeo mínimo de este legado tan difícil como rico.

Una guía concentrada para la caída

Revisar con cierto detalle la discografía entera de The Fall excedería las posibilidades de espacio de esta nota, ya que cuenta con una treintena de discos, sin contar recopilaciones, versiones alternativas y numerosas ediciones de conciertos en vivo. Para quienes ya están infectados con el virus de The Fall prácticamente todos estos discos –incluidos algunos grabados con notorio desgano o apuro– tienen interés, ya que, aunque la banda cambió drásticamente de estilo a lo largo de su carrera, mantuvo un espíritu único y siempre reconocible que, más allá de la siempre distintiva voz de Smith, tiene que ver con la obsesión de la banda por la repetición de patrones rítmicos y riffs de bajo. Esto se suma a una concepción del swing que impregna canciones tan simples que deberían sonar cuadradas y primitivas, pero que generan un efecto hipnótico que en un universo más refinado podría considerarse música de baile.

A pesar de la notoria inexperiencia y ocasional tosquedad de sus integrantes, el primer LP de The Fall, Live at the Witch Trials (1979) es una buena introducción a la banda si no se le tiene miedo al after punk más rústico. Suavizado por el teclado de Yvonne Pawlette, es un disco razonablemente melódico y con una sensible influencia de The Velvet Underground y The Stranglers, en el que, de alguna forma, Smith y sus compañeros ya delinean el sonido y el concepto de lo que sería The Fall a lo largo de cuatro décadas: canciones simples y repetitivas, con un vocalista que canta/habla los temas en forma más bien atonal pero con un excelente sentido del fraseo y el tiempo, y con una curiosa pronunciación, entre mancusiana y embriagada, que es una suerte de huella dactilar vocal. Los discos que lo seguirán continuarán este estilo de post-punk árido e industrial, en ocasiones con mayor energía y menos soltura.

Hay cierto consenso en que el esotérico, rítmico, asimétrico y ofensivo Hex Enduction Hour (1982) es –si no el mejor– el disco más importante de la carrera de The Fall. Desde el shock de los primeros versos insolentes de “The Classical” –acompañados de un beat a dos baterías que luego sería imitado una y mil veces– hasta la climática “Iceland”, es una declaración de principios de integridad artística que guarda escasos puntos de comparación en la música inglesa de su tiempo. Sin embargo, es un disco un tanto áspero y disonante, que quizá no sea la mejor puerta de entrada a la música de la banda.

Tal vez lo mejor para ir entrando en lo que Smith llama “el maravilloso y aterrador mundo de The Fall” sean los discos del llamado “período Brix”, que debe ese nombre a la fantástica guitarrista estadounidense Brix Smith, quien no sólo ocupó el lugar de principal compositora en la banda, sino que se casó con Mark y pasó a ser una presencia tan importante en el grupo como su marido. Entre 1983 y 1988 Brix grabó los seis discos más populares de la banda; ese fue el único período en el que amenazaron con llegar a ser un proyecto realmente exitoso. Cualquiera de los discos y simples de esos años es recomendable, pero si me viera forzado a elegir optaría por el oscuro y poderoso Bend Sinister (1986) o por el casi eufórico –si se toma como parámetro las características de la banda– The Frenz Experiment (1988), que contiene el entusiasta éxito “Hit the North”.

La relación de Brix con The Fall culminó, junto con su matrimonio, en 1989 (aunque volvería fugazmente tiempo después), año en que comenzó un período en el que la banda editó una decena de discos que han sido objeto de opiniones divergentes entre los fans. Mucho menos sólidos y homogéneos que los de la época de Brix, pero a la vez más experimentales y pop, los discos de está década pasaron sin pena ni gloria al lado de una generación de músicos (Sonic Youth, Mudhoney, Jesus Lizard) que los reivindicaba como héroes y que incluso los imitaba descaradamente (Pavement), pero para cuyos fans The Fall era una banda venerable que había pasado su mejor momento. Sin embargo, en estos trabajos se encuentran algunas de las mejores canciones de Smith, como “Bill is Dead”, “Rose” y “Edinburgh Man”, en las que el cantante demostraba una sensibilidad casi romántica (además de cantar en una forma un tanto más tradicional) que antes había que rascar mucho para intuir y que no repetiría más adelante. El disco más redondo de esta época es Extricate (1990), pero para los no completistas, la excelente recopilación A Past Gone Mad: The Best of The Fall 1990-2000 (2000) reúne lo mejor de la década, incluidas “Touch Sensitive”, “Free Range” y el asombroso retorno de Brix en “Bonkers in Phoenix”.

A comienzos del siglo XXI la banda giró alrededor de la tecladista Julia Nagle y, luego, de la tercera esposa de Smith, la también tecladista Elena Poulou. En ese período la banda se acercó a la música dance electrónica con un notable instinto para combinar las diatribas malhumoradas de Smith y los mixes bailables. Pero la tendencia a la irregularidad y a la inestabilidad creativa que The Fall había demostrado desde la partida de Brix Smith se agravó más allá de lo coherente. Así, a un disco compacto y de gran ritmo como el notable The Unutterable (2000) lo siguió el caótico Are You Missing Winner? (2001), uno de los peores discos de las cuatro décadas de la banda. Desgraciadamente, los siguientes continuarían más bien el patrón poco cuidado de este disco, con un Smith cuyo estilo vocal derivó de la declamación sarcástica y pausada a un gruñido flemático e ininteligible que hace pensar en que, más que a un vocalista, estamos escuchando a Abraham Simpson pasado de copas e insultando a una nube mientras se aclara la garganta. De todos modos, hay cosas rescatables –para los escuchas ocasionales, ya que para los auténticos seguidores de Smith no existe algo así como un disco malo de The Fall, aunque los haya– en los numerosos discos editados durante los últimos 15 años. Entre ellos se destaca como un faro el llamado The Real New Fall LP (2003), que contiene, entre otras maravillas, el himno futbolero/criminal “Theme from Sparta FC” y la extrañamente melódica “Green Eyed Loco Man”. Más desparejo es Fall Heads Roll (2005), que igualmente debe ser mencionado y/o recomendado porque contiene la avasalladora “Blindness”, con la que Smith y los suyos demolieron al mismísimo Robert Plant cuando tocaron después del ex Led Zeppelin en el conocido programa The Jools Holland Show.

Los últimos discos, en los que Smith ni siquiera intenta cantar estructuras más o menos rítmicas sobre los riffs, son más que nada para fanáticos, pero siguen siendo escuchables porque Smith tenía una rara capacidad para sonar en sintonía con la música aun sin intentarlo, y su proverbial malhumor sarcástico sigue intacto en temas como “50 Year Old Man”, de Imperial Wax Solvent (2008).

El norte volverá a levantarse

“Si soy yo y tu abuela con unos bongos, es The Fall”, declaró Smith alguna vez, y en parte es cierto: aunque pasaron decenas de músicos distintos y de diversos géneros, The Fall siempre suena a Mark E Smith (“siempre distintos, siempre iguales”, decía el legendario disc jockey John Peel, que los tenía como su banda favorita). Sin embargo, la verdad es que uno de sus talentos fue el de elegir músicos sensitivos como Marc Riley, Brix Smith, Julia Nagle, Craig Scanlon y Steve Hanley, que supieron interpretar a la perfección sus visiones repetitivas, violentas, bailarinas y, en ocasiones, renuentemente emotivas, además de tolerar (al menos temporalmente) su temperamento volátil e intoxicado. Como se dijo de The Velvet Underground, The Stooges, Suicide y otros pioneros desafortunados en lo relacionado con sus ventas, tal vez sólo unas miles de personas compraron sus discos y siguieron sus conciertos, pero lo hicieron con una fascinación y un interés que lo convirtieron en uno de los artistas más influyentes del rock, siempre entendido como una forma de arte capaz de unir el elitismo antisocial de la vanguardia con la energía popular y juvenil, en pequeños formatos sonoros de tres o cuatro minutos. Lo que hizo Smith en ese lenguaje y ese espacio es único e inimitable, y es triste pensar que no lo va a hacer más. No obstante, dejó material como para entretener a críticos durante décadas y seducir a gente que tal vez todavía no se dio cuenta de toda la poesía y expresividad que es posible soltar sobre tres acordes distorsionados, algo en lo que este inglés era el más improbable de los virtuosos.