Aunque lo mismo, por supuesto, se podría afirmar de años anteriores, parecería que a nivel mundial 2017 fue particularmente intenso para el mundo del arte visual, con acontecimientos que, además de lo que significan en sí mismos, se pueden tomar como disparadores de reflexiones más amplias en torno a un sistema agitado y agitador como lo es el de la plástica contemporánea.

Descubrimientos de lo conocido

La vieja cuestión de las atribuciones tardías permitió que a la “Historia del Arte” se agregaran, en el correr del año pasado, obras de varios grandes maestros que, lejos de estar “sepultadas”, simplemente vegetaban, huérfanas del nombre de sus estelares hacedores. Así, en Glasgow, el experto Bendor Grosvenor identificó en una casa particular, debajo de una capa de restauraciones y alteraciones acumuladas durante siglos, un retrato de Peter Paul Rubens, hasta este momento identificado simplemente como obra de un imitador. En New Jersey, un anónimo busto de Napoleón Bonaparte que adornaba una sala de la Alcaldía de Madison se reveló –gracias a los esfuerzos de una estudiante de arte llamada Mallory Mortillaro– como un mármol de Auguste Rodin, cuyo valor asciende a varios millones de dólares. Finalmente, gracias a una limpieza y restauración profunda, fue posible identificar que las figuras femeninas alegóricas de la amistad y la justicia, en la Sala de Constantino en el Vaticano, fueron pintadas en 1519 por Raffaello Sanzio y no por discípulos suyos.

Sin embargo, el descubrimiento más fascinante no tiene autores identificados: fue una serie amplísima de petroglifos (diseños grabados en rocas) en los llamados raudales de Atures del río Orinoco, en el estado venezolano de Amazonas. Se trata de casi un centenar de piezas, algunas de tamaño ciclópeo, y aunque se sabía ya de la existencia de algunas de ellas, gracias al uso de drones con cámaras tridimensionales se ha podido obtener imágenes de mejor resolución y encontrar más de lo esperado, incluso figuras humanas –además de, naturalmente, simbólicas–. Más allá de la excepcionalidad de este nuevo repertorio visual, casi seguramente vinculado con rituales indígenas todavía indescifrables, cabe destacar que el hallazgo se enmarca en un estudio más amplio que trata de reconstruir los intercambios económicos y sociales entre diferentes culturas sudamericanas, milenios antes de la llegada de Cristóbal Colón.

El Leonardo (o no) de 450 millones

El planeta quedó de boca abierta cuando la empresa de subastas británica Christie’s remató en noviembre Salvator Mundi, una imagen de Jesús bendiciendo, atribuida a Leonardo da Vinci, por 450 millones de dólares, transformándola, con un golpe de martillo, en la pintura más cara de todos los tiempos. De repente todo el mundo se empezó a interrogar sobre la disparidad entre el valor simbólico, el “real” y el llanamente especulativo en el mercado contemporáneo del arte (y no sólo en el del “arte contemporáneo”); sobre los límites que deberían, o no, existir, entre apreciación estética y oportunidad ética de semejante profusión de dinero, y otras quisquillas. Todo, además, bajo la fuerte sospecha, por parte de flor de estudiosos, de que no se trata siquiera de una obra de Leonardo, sino, más probablemente, de una de alguno de sus discípulos más dotados. Pero la autenticidad es accesoria: es la marca Leonardo (se trataba, básicamente, del penúltimo –presunto– Da Vinci en manos privadas) lo que cuenta, y no el cuadro en sí, que además –si uno se guía por las fotos vistas– no parece cualitativamente excelso. En este sentido, el aura vuelve a circular de modo prepotente, pero vaciada de su contenido: es el aura del mero nombre y no de la cosa. Esta es la última etapa, por lo menos hasta la fecha, de la indulgente autoespectacularización del capitalismo financiero, su cara cultivada: casi llamada a operar para encubrir su naturaleza salvaje. En este escenario, vendedor y comprador resultan sumamente significativos: la pintura fue cedida por Dmitry Rybolovlev, un billonario ruso que se enriqueció luego de la caída de la Unión Soviética (y que en esta transacción sumó a su fortuna más de 300 millones de dólares) y terminó en Emiratos Árabes Unidos, uno de los centros más agresivos del capitalismo actual, alimentado por su inmensa producción de petróleo y gas. Además, el hipotético Leonardo terminó ahí con un destino bien delineado: el flamante Louvre de su capital, Abu Dhabi.

Louvre bis, franquicia francesa

Si el Salvator Mundi retratado fue, según dicen, el único capaz de multiplicar panes y peces, con los museos la operación parece más fácil. Así, luego de la sucursal del Guggenheim neoyorquino en Bilbao (la de Venecia tiene otra historia y la de Berlín ya cerró), llegó, gracias a un contrato válido por 30 años (¿y luego?) un nuevo ejemplar del museo más famoso del globo, el Louvre de París. Abu Dhabi logró un convenio con el Estado francés y decidió invertir 700 millones de dólares (más de la mitad sólo para poder utilizar el nombre) en la construcción de su joya museística, que en parte exhibirá préstamos de varios museos franceses (300 piezas) y en parte irá constituyendo su propia colección. Promocionado como una gran oportunidad de encuentro entre Occidente y Oriente –en un momento notoria y especialmente tenso de las relaciones entre ambos– ha recibido todo tipo de críticas, la mayoría de ellas bien fundadas. En primer lugar, varias relacionadas con cuestiones morales y de derechos laborales: según un informe de Human Rights Watch de 2015, una buena parte de los trabajadores de la construcción en Emiratos Árabes Unidos, en su mayoría inmigrantes, vivían en condiciones de semiesclavitud y, en general, ese país ha sido acusado, pese a la imagen tolerante de sí mismo que tratan de difundir, de pisotear derechos humanos como la libertad de expresión y la disidencia política, con detenciones injustificadas. También se le ha reprochado a Francia que vendiera su patrimonio cultural al mejor postor: ya en 2007, cuando se cerró el acuerdo, una petición respaldada por 2.500 firmas trató de frenar ese impulso, obviamente sin éxito. Finalmente, despertó mucha preocupación el tema de la conservación de las obras en un país que tiene una temperatura media anual de 35 grados y picos de 49, aunque las autoridades de Abu Dhabi aseguran que han tomado todas las medidas, extraordinarias, del caso.

Tupido y entretejido como la cúpula que cubre la arquitectura del museo es también el trasfondo estratégico-político para la región y Francia: muchos consideran al museo un “escudo geopolítico” para Emiratos, y el hecho de que mientras se construía hayan pasado, entusiastas, cuatro presidentes franceses tan diferentes entre sí – Jacques Chirac, que puso la firma inicial, Nicolas Sarkozy, François Hollande y ahora Emmanuel Macron– habla de un evidente beneficio no sólo económico para los galos. Cerecita: (relativamente) pronto se construirá el Guggenheim de Abu Dhabi, obra del arquistar Frank Gehry, tras un retraso importante y cierto redimensionamiento debido a la baja del precio del petróleo (inicialmente iba a tener ocho veces el tamaño del de Nueva York).

Hating Loving Vincent

El “caso” cinematográfico del año en cuanto a encuentro entre arte visual a secas y cine llegó también a las salas uruguayas. Se trata de un largometraje, más bien del “primer largometraje enteramente pintado del mundo” como se autoensalza, de origen británico-polaco y dirigido por Dorota Kobiela y Hugh Welchman. Sus 65.000 fotogramas son otros tantos cuadros realizados al óleo por 125 artistas, seleccionados entre los 5.000 que se presentaron a una convocatoria hace unos años: tuvieron que pintar cada escena al estilo de Vincent van Gogh, unas veces en base a cuadros existentes del holandés, y otras simplemente evocando su pincelada. El resultado visual es aburridísimo y las pinturas –algunas de ellas ahora en venta en internet, con precios que van de 3.000 a 9.000 euros–, que tienen algo entre mecánico y pretencioso, parecen confirmar que Van Gogh no necesita del cine para vibrar. La trama, que sigue el modelo de El ciudadano (con un protagonista que, tras la muerte del artista, trata de reconstruir su vida y su muerte mediante entrevistas con quienes lo conocieron) sigue rigurosamente los estudios más recientes, pero, pese a que intenta poner otra vez sobre el tapete la posibilidad de un homicidio, no logra despertar mucho interés.

Feminismo argentino

En un clima de trastornante guerra de los sexos (como a ciertos cronistas le ha gustado llamarla) o, para ser menos melodramáticos, en la era pos Harvey Weinstein, no sorprende, y sí alegra, que una resuelta forma de reivindicación feminista aparezca también en el ámbito artístico. A principios de noviembre se divulgó en internet una suerte de manifiesto con diez puntos de toma de conciencia (aunque, por supuesto, el tema se debate desde hace décadas) sobre el rol de la mujer en todos los recovecos del mundo del arte plástico y, sobre todo, un llamado a la acción para subsanar una evidente desigualdad. El texto inicial fue redactado por Leticia Obeid, y debido a su inmediato éxito (en dos semanas nosotrasproponemos.org recogió más de 2.700 firmas, sobre todo en América Latina, un centenar de ellas uruguayas), la Asamblea Permanente de Trabajadoras del Arte conformada a partir de la iniciativa le agregó 27 puntos más sobre una amplia gama de tópicos (en relación “con la estructura del mundo del arte”, “con las conductas en el mundo del arte”, “con la carrera artística y la creatividad”, etcétera), no sin evitar posibles polémicas –incluso en el ambiente progresista– al agitar cuestiones puntiagudas como las “conductas patriarcales” de algunas mujeres y el “machismo de la cultura gay”, pero en definitiva abriendo el diálogo con los hombres (“comprendamos y hagamos comprender a nuestros colegas varones que no es necesario haber sido clasificadx como mujer o de cualquier otro modo para suscribir este compromiso feminista en el mundo del arte”). Andrea Giunta, una de las fundadoras del movimiento, señaló en un artículo publicado por Revista Ñ, sintetizando la cuestión entera, que “los parámetros patriarcales que rigen la escena del arte están lejos de haberse modificado”, y que “probablemente no se perciban de inmediato las consecuencias de esta naturalizada violencia simbólica”. Tal vez en Uruguay la situación no sea tan ríspida como en Argentina, pero por cierto no estamos exentos de problemas. Ojalá la discusión siga este año.