Vaya uno a saber cómo hará Netflix para recuperar sus monumentales inversiones de los últimos tiempos, pero hay que reconocerle que, si bien la inyección de dinero –proporcional a su capacidad difusora– con la que decidió acaparar el rubro de la comedia stand-up ha dado algunos resultados dudosos o a media asta (los perezosos especiales de Louis CK o Amy Schumer), también ha permitido algunos regresos espléndidos, como los de Jerry Seinfeld, Tracy Morgan y, especialmente, Dave Chappelle, a los que ahora se suma el de Chris Rock, con dos especiales de comedia de los cuales el viernes se estrenó el primero, denominado Tamborine (pandereta).

Proveniente de la generación de comediantes del programa televisivo de comedia Saturday Night Live conocida como “los chicos malos de SNL” (Chris Farley, Adam Sandler y David Spade, entre otros), que actualizó y refrescó ese programa televisivo de comedia cuando empezaba a quedarse un poco atrás del humor de los jóvenes, Rock tuvo que enfrentarse con el complejo rol de ser quien reemplazara (en cierta forma como el comediante negro de SNL) a su mentor y amigo Eddie Murphy, quien en su momento, y casi en solitario, mantuvo vivo al show durante los años 80. Rock se las arregló tan bien para hacerlo que, luego de una residencia más bien corta en SNL (de 1990 a 1992), salió disparado hacia Hollywood y una clase de estrellato poco frecuente en la comedia stand-up. Fue, en la segunda mitad de los 90, el comediante más popular de Estados Unidos: llenó estadios y batió récords de audiencia con su especial para HBO Bigger and Blacker (1999), y se convirtió efectivamente en el sucesor –al menos en cuanto a popularidad y relevancia social– de Murphy y de su antecesor Richard Pryor (1940-2005).

El secreto de Rock era combinar el humor callejero, étnico y de fuerte contenido sexual popularizado por esos dos grandes predecesores, pero profundizando su lado más identitario en lo racial y agregándole elementos –tanto estéticos como de contenido– provenientes de la ascendente cultura del hip hop y el rap, lo que implicó una notable retroalimentación, ya que comediantes negros como Pryor y Redd Foxx habían sido, en su momento, una gran influencia discursiva para las primeras etapas del desarrollo del hip hop. Esta combinación de elementos estilísticos transgresores era una fórmula imbatible, que retomaría un poco más tarde, con aun mayor sutileza y brillo, el más joven Chappelle, pero Rock fue sin duda su cara más visible y su mayor difusor, hasta que –dedicado en forma prioritaria al mundo del cine– desapareció parcialmente de escena durante la última década, en la que pareció relegado (e incluso un tanto anticuado), hasta que este espectáculo de Netflix se presentó como plataforma para mostrarles su estilo a generaciones más jóvenes que ya asociaban un poco su imagen al humor más bien inocuo de Will Smith, algo muy distinto a lo que fue Rock y a lo que, como aquí demuestra, sigue siendo.

Dándole al tambor

Tamborine, el primer especial de humor hecho por Rock en una década, es un espectáculo –como todos los anteriores del comediante– meticulosamente estructurado, administrado y narrado sin interrupciones ni digresiones (y con escasa interacción con el público), en el cual el artista habla y habla como una metralleta sobre diversos temas de actualidad y, sobre todo, sobre sí mismo, algo que no era habitual en sus discos y especiales de hace 15 años. Este humor de carácter un poco confesional, emparentado con el de comediantes como Kevin Hart y el ahora caído en desgracia Louis CK, resulta bastante novedoso en el caso de Rock, y –según él admite explícitamente durante el espectáculo– está motivado por un reciente y difícil divorcio, que lo hizo replantearse varios asuntos vitales.

Luego de un comienzo algo endeble y previsible dedicado a la violencia policial (en el que suelta una conflictiva frase de cruda honestidad: “Soy un hombre negro, así que a la mierda la Policía, pero al mismo tiempo... tengo propiedades”), Rock pasa al territorio de la familia y la superación individual, sin volver a la temática político-social que, a priori, se podía suponer que sería la base de este show. Es a partir de lo referido a su crisis personal que el comediante logra los mejores y más profundos momentos de Tamborine: convierte esa crisis en una excusa para exponer sus puntos de vista acerca de la educación de los niños y las expectativas realistas que deben manejarse en relación con el éxito. En esa línea, el comediante hace afirmaciones rotundas, tira línea y en ocasiones corta grueso, pero siempre parece estar elaborando un discurso de autoafirmación surgido de una profunda conmoción interna. La frase que usa como leitmotif varias veces en el espectáculo es “estoy buscando a Dios, antes de que Dios me encuentre”; esto, ubicado en su contexto, no es precisamente la expresión de una necesidad espiritual religiosa, pero, de todos modos, no deja de serlo.

Rock posee una capacidad propia de los grandes maestros del stand-up estadounidense (una habilidad aparentemente inimitable de la que carecen, por ejemplo, los exponentes de la también notable escuela inglesa del género): la de emocionar no sólo en los momentos en que sus monólogos explícitamente intentan hacerlo, sino también en los segmentos más hilarantes. Por ejemplo, en uno en el que, luego de argumentar que no cualquiera puede ser un cantante o un solista principal y que muchas personas deberían asumir que tal vez su rol sea simplemente tocar la pandereta, a la que hace referencia el nombre del especial, sostiene que más vale que quien se dedique a tocar ese instrumento lo haga con toda la excelencia de la que sea capaz, e ilustra esa idea saltando por el escenario mientras agita una pandereta imaginaria, con una gracia y un convencimiento que demuestran que algo heredó el comediante de su abuelo paterno, que entre otras cosas se desempeñó como predicador religioso en Nueva York en los años 40.

El resultado general es un magnífico espectáculo de stand-up, en el que Rock paulatinamente se va metiendo en el bolsillo al numeroso público de un gran teatro de Brooklyn, a medida que va calentando los músculos hasta que se deja ir y se convierte en un torbellino humano de chistes y voluntad. Su voz aguda y adolescente, sumada a su eterna delgadez y a su dinamismo escénico, hace olvidar de que no es un joven aspirante al éxito en el mundo de la comedia, sino un humorista de 53 años –aunque ni remotamente los aparente–, que podría conformarse con jugar de taquito e ir a lo seguro, pero que decide actuar en forma equivalente a la del cantante de soul James Brown cada vez que se subía a un escenario, por más consagrado que estuviera, y realmente sudar la camiseta hasta que el público lo ovacione, algo que –con toda justicia– termina sucediendo en Tamborine, incluso cuando hace aseveraciones tan extremas como la de que el bullying puede terminar resultando algo positivo, en el sentido de preparar a los más jóvenes para el mundo que se viene: “Necesitamos bullies –dice en un momento–. La presión es lo que hace diamantes. No los abrazos. Abrazá un pedazo de carbón y fijate lo que conseguís. Conseguís una remera sucia”.

Aun con sus capacidades al máximo, es difícil que hoy en día alguien –aunque se trate de Rock con este modo avasallante– pueda disputarle la corona de la comedia stand-up actual a Chappelle, que con sus cuatro especiales de regreso, luego de una larga ausencia, demostró que no sólo está despegado del resto de los comediantes, sino que además se mantiene a la altura de colosos, como el ya mencionado Pryor y George Carlin. Pero es notable que, mientras que Chappelle juega con su infinita seguridad distanciada y cool, Rock, que es casi una década mayor, opte por una explosión de entusiasmo y convencimiento. Si Chappelle dialoga y enfrenta con sobriedad superada el mundo de lo políticamente correcto y el conservadurismo reaccionario, que lo han vuelto una figura casi anacrónica por su osadía, parece que Rock ni siquiera se hubiera enterado de los cambios que se han producido y no tuviera conciencia de los anillos censores que van apretando como una boa a cualquier sentido del humor desprejuiciado y realmente gracioso. Él vino a tocar su pandereta y lo hace como si hiciera el más monumental de los solos de batería. Ya se hace desear que Netflix estrene el segundo de los especiales que Rock prometió para este año, porque ni nos habíamos dado cuenta de cuánto se le echaba en falta.

Chris Rock: Tamborine. Netflix, 2018. Con Chris Rock.