El lunes Paul Simon anunció que haría su última gira (aunque no descartó seguir trabajando en estudio y realizar alguna presentación ocasional) y eso no extraña mucho si se tiene en cuenta que el compositor nunca priorizó con especial intensidad los espectáculos en vivo, y que ya tiene 76 años. Simon se sumó así a Elton John y a grupos como Black Sabbath, Lynyrd Skynyrd, Mötley Crüe y otros que, con sus integrantes ingresando (o ya plenamente instalados) en la tercera edad, deciden irse a lo grande, anunciando su retiro (algo que, como han demostrado ejemplos que van desde The Who hasta Los Olimareños, no siempre es tan definitivo como parece, y resulta por lo general un recurso publicitario eficaz para convocar público). Pero la semana pasada también anunció su abandono de los escenarios, tras una gira final y (aparentemente) antes de la separación la banda californiana Slayer, pionera del thrash metal y justamente notoria por ser infatigable en el terreno de las giras, con 35 años de existencia en los que realizaron más de 2.000 shows abrasadores. Shows que no los convirtieron en la banda más popular del heavy metal, pero sí en la más respetada, y en aquella cuyo nombre es casi sinónimo del género. Conocer bien a Slayer es una señal clara de que alguien es un auténtico metalero y no un simple turista musical.

Estaciones en el abismo

Slayer fue formada en 1981 por dos guitarristas adolescentes y talentosos de Huntington Park (California) llamados Kerry King y Jeff Hanneman, a quienes había unido el interés en bandas de la entonces nueva ola del heavy metal británico, como Iron Maiden y Judas Priest. Completaron la formación con Tom Araya (bajo y voz) y Dave Lombardo (batería), y desde el principio se mostraron con una banda de notable habilidad técnica y una particular velocidad en la ejecución de los instrumentos, con base en las capacidades extraordinarias de Lombardo. Influenciada tanto por el metal británico como por el punk hardcore en boga en la California de aquellos días, Slayer se integró rápidamente a una nueva corriente del metal estadounidense que rechazaba la versión glamorosa y próxima al pop que había predominado en el heavy californiano de los años 80 (Mötley Crüe, Poison, Ratt y las demás bandas de lo que hoy se identifica como hair –pelo– metal) y que proponía una versión mucho más agresiva y callejera (cercana al punk), pero a la vez técnicamente compleja. El resultado fue lo que conocemos como thrash metal, que tuvo –y tiene– como principales exponentes a bandas como Metallica, Exodus, Testament, Anthrax, Megadeth y la propia Slayer: se convirtió en un subgénero extraordinariamente popular si consideramos lo extremo y anticomercial de su sonido.

Los Slayer se posicionaron rápidamente como la más siniestra y satánica de las jóvenes bandas thrash, pero luego de dos discos exitosos aunque no particularmente llamativos se consagraron como la eminencia negra del género con el álbum Reign in Blood (1986), un huracán sónico imposible de ignorar y que afectaría todo el universo del metal en forma permanente. Reign in Blood es considerado en forma casi unánime –y tal vez un tanto exagerada– como el mejor disco de la historia del thrash y uno de los mejores de todo el metal en general (aunque son dos afirmaciones un tanto extremas si se tiene en cuenta que tan sólo dentro del thrash hay discos de la calidad y originalidad del Master of Puppets de Metallica, editado el mismo año), pero en todo caso fue sin duda un álbum de una brutalidad inédita en el momento de su edición, que perdura intacta a pesar de las tres décadas que pasaron desde entonces, compitiendo de igual a igual en violencia con cualquier disco de subgéneros aún más extremos como el death o el black metal. Un disco breve, de menos de media hora, producido por el legendario Rick Rubin –artífice tanto del éxito de los Beastie Boys como del regreso con gloria de Johnny Cash–, que le dio a las grabaciones un sonido seco y sin adulterar, que sonaba (suena) más hostil y enfurecido que cualquier cosa que se hubiera escuchado hasta entonces. Centenares de bandas se formaron para intentar emular o superar la agresividad de aquel estallido de furia desbocada impecablemente tocado.

Por desgracia para la banda, Reign in Blood aseguró tanto la fama como la infamia eterna de Slayer, dando origen a la idea de que era un grupo con simpatías racistas o incluso nazis. El motivo básico era el clásico que abría el disco, “Angel of Death”, una canción morbosa y demoledora sobre el “ángel de la muerte” de Auschwitz, Joseph Mengele. Quienes sostienen esa idea tal vez deberían ver algún día una foto de la banda, y por lo menos sospechar, dado el aspecto muy poco ario o germánico de su bajista/vocalista y de su baterista –el primero, de origen chileno y el segundo, un nacido en Cuba que de niño tocaba percusión con Carlos Santana–, que no se trata precisamente de portavoces del poder blanco, sino simplemente de un grupo al que le gustaba escribir sobre temáticas tan violentas como su música, ya fueran genocidios, visiones apocalípticas, asesinos seriales o –casi su principal inspiración– la guerra en general.

Slayer se remontaría en la ola de popularidad del thrash, editando en sucesión otros dos discos que los mantuvieron en la primera fila de esa corriente –South of Heaven (1988) y Seasons in the Abyss (1990), menos frenéticos aunque también considerados hoy como clásicos–. Sin embargo, los tiempos estaban cambiando y la llegada de Nirvana y el grunge, un género también radical pero de mayor atractivo popular que el siempre difícil thrash, convirtió a Slayer en la vanguardia de ayer, y a diferencia de Metallica –que amplió su público y pasó al megaestrellato con su más convencionalmente rockero disco homónimo de 1991–, los Slayer se negaron a hacer más accesible su sonido: esto acotó sus audiencias, pero ganaron un particular prestigio entre las hordas metaleras como ejemplo de integridad artística e intransigencia ante las modas y corrientes.

Aunque habían tenido algunas colaboraciones con artistas de otros géneros como Ice T o Atari Teenager Riot, tan sólo en su disco de 1998, Diabolus in Musica, los Slayer parecieron aproximarse un tanto al mainstream musical, a través de algunos arreglos vocales y afinaciones emparentadas con el llamado nü metal, un nuevo subgénero que incorporaba elementos del hip hop y que representaban bandas como Korn o Limp Biskit. Aunque la diferencia entre este disco y los anteriores puede ser sutil para los neófitos en las numerosas variaciones del metal, la reacción de rechazo a aquella pequeña concesión fue representativa de la imagen inalterable que la banda tenía para sus no muy innovadores adeptos.

Si el Diabolus in Musica fue un error (aunque sus falencias han sido tan exageradas como las virtudes del Reign in Blood), los Slayer lo corrigieron tan rápido como su forma de tocar, y para el álbum siguiente, God Hates Us All (2001), ya habían vuelto a la agresividad y la velocidad características de la banda (aunque manteniendo algunas afinaciones graves en las guitarras), incluso con más furia que antes, y con un raro timing por el cual ese disco, lleno de canciones sobre la guerra y el odio religioso, fue editado el 11 de setiembre del 2001.

Coda

Los discos de Slayer nunca volvieron a ser esenciales en el panorama musical mundial, pero el grupo giró por el mundo con una intensidad poco usual y un show de una contundencia con escasos equivalentes o ninguno. El impactante baterista Dave Lombardo abandonó la banda y se reintegró a ella varias veces, pero el núcleo de sus tres intimidantes –y voluminosos– frontmen permaneció inalterado durante tres dećadas.

En 2013 sufrieron una pérdida de la que ya no se recobrarían; el guitarrista y fundador Jeff Hanneman murió sorpresivamente a los 49 años. La leyenda, mórbidamente metalera, diría que la picadura de una araña le produjo una terrible infección bacterial, pero la más vulgar verdad es que la picadura y la infección existieron y fueron graves, pero ya estaban curadas en el momento de su muerte, debida simplemente a una cirrosis hepática, al parecer causada no menos simplemente por el consumo de alcohol del músico, que se enorgullecía de haber dejado las drogas décadas atrás, pero seguía bebiendo como un cosaco. Hanneman era tal vez el integrante de más bajo perfil de la formación “clásica” de Slayer, pero también –junto con Lombardo– el músico más dotado en lo técnico de un cuarteto en el que todos los miembros eran instrumentistas de primera línea, el principal compositor y quien había impulsado las decisiones más riesgosas en lo musical dentro de una banda que nunca tuvo a la capacidad de mutar e innovarse como una de sus principales virtudes. El guitarrista había tenido la iniciativa de variaciones afortunadas en el estilo como en South of Heaven (1988) o confundidas como en Diabolus in Musica, y su peculiar estilo de solos –tan rápidos como deliberadamente faltos de melodía y atonales (su compañero Kerry King diría que Hanneman tocaba “notas enojadas de estar juntas”)– resultó insustituible, a pesar de que su reemplazo fue alguien con tanto pedigree en el thrash metal y con tanta personalidad como Gary Holt, quien había sido guitarrista de Exodus, un grupo coetáneo y también pionero en el thrash.

Slayer editó en 2015 un disco sin Hanneman (aunque contenía alguna composición suya previamente inédita) llamado Repentless, que no presentaba grandes variaciones con respecto a los anteriores, pero tuvo una acogida apenas tibia. Los rumores sobre una posible separación se multiplicaron durante el año pasado, en ocasiones alimentados por los propios integrantes de la banda, y finalmente fueron confirmados con un comunicado oficial en el que se anunció esta gira final, en la que llevarán como número de apertura a algunos de sus más probables sucesores en el trono del metal sin adulterar, como Behemoth y Lamb of God, y a algún veterano de los primeros días del thrash como Testament.

Aunque las otras tres bandas de las “cuatro grandes” de thrash (Metallica, Megadeth y Anthrax) siguen en actividad, el retiro de Slayer simboliza de alguna forma el final de una época, de una ola de juventud, rabia y destreza que barrería las fronteras entre géneros musicales para luego, paradójicamente, convertirse en una corriente bastante conservadora, en la cual los Slayer –nunca simpáticos, sociables ni integrables– fueron los monarcas brutales e imposibles de derrocar.