Los estadounidenses utilizan una palabra sin equivalente directo en el castellano que define al exceso de expectativas provocado en forma artificial, algo así como un “manijeo” hecho a conciencia y que luego los manijeados reproducen una y otra vez. El término, derivado de la misma palabra griega que nuestra “hipérbole”, es hype. Se podría denominar hype a cualquier forma de publicidad o propaganda exagerada, pero el hype se distingue de otras formas de promoción justamente porque el entusiasmo de sus destinatarios lo potencia, convirtiendo al producto o proyecto en un fenómeno social, en algo cuya relevancia o autenticidad se independiza de lo que es por sí mismo, ya que lo que pasa a importar más es el conjunto de atributos que le han asignado sus publicistas y consumidores. Lo anterior fue una explicación larga y tal vez confusa de qué es el hype, pero tal vez en el futuro pueda resumirse en la frase: “Es como lo que pasó con Pantera Negra”.

Desde sus comienzos, la industria de Hollywood descubrió que sus películas vendían –además de arte y entretenimiento– modelos de vida o de sueños vitales; esto no ha variado gran cosa en todo un siglo, y se debe, más que a las intenciones de manipulación ideológica que de vez en cuando alguien cree encontrar, a la simple codicia: es mucho más fácil vender un producto que ya fue aceptado en forma incondicional, por ser simplemente lo que es. Durante mucho tiempo, la apelación más recurrente de Hollywood era la del patriotismo, que sigue siendo una carta importante, aunque ya no infalible: hoy en día, el chovinismo no está muy bien visto entre los críticos y otros líderes de opinión, no ayuda a vender en el mundo globalizado, y envolver a héroes en banderas de Estados Unidos no alcanza para ganar el aplauso automático de las audiencias. Pero su lugar de descarada explotación ha sido ocupado por la apelación a causas que son vistas de antemano como indiscutiblemente justas en el ambiente de la cultura, y que por ello aseguran tanto un aura instantánea de seriedad y profundidad como la aprobación crítica. Mejor aun: ya que se presentan a modo de alegatos esenciales para la representación de los oprimidos en la cultura de masas, la desaprobación o el disenso conllevan sospechas de simpatía o identificación con las posiciones que la película designa como malignas. Esto es un fenómeno bastante nuevo, y no deja de ser sorprendente cómo se ha hecho habitual en relación con el género más comercial y superficial de Hollywood (pero también el más rentable): el de las películas de superhéroes.

En un plazo relativamente corto, este tipo de films pasó de ser visto con cierta sorna por la crítica a constituirse como la medida de todas las cosas y el vehículo educativo ideal para los más jóvenes o los desaventajados culturalmente. Si antes se aplaudía cuando una película de superhéroes podía ofrecer algo más que efectos especiales y gente vestida en forma pintoresca, al rozar alguna preocupación o emoción seria, ahora –en el tiempo de las identidades, que producen calificaciones de los discursos antes de que sean enunciados– alcanza con dejar en claro cuáles son las intenciones comunicativas y representativas de una película para que se le adjudique valor. Esto es, como decíamos antes, bastante nuevo, tal vez porque la crítica cinematográfica nunca estuvo tan desvalorizada y en manos de gente tan inculta, pero sobre todo porque –aunque parezca paradójico–, nunca se leyó (o se creyó leer) tanta crítica. En realidad, los sitios en internet anglosajones de promedios críticos como Rotten Tomatoes o Metacritic –que dividen a las reseñas, incluso con íconos que ahorran su lectura, en positivas o negativas, sin términos medios– han homogenizado el comentario cinematográfico, porque los críticos inseguros tratan de arrimarse a la tendencia mayoritaria y nadie quiere desafinar, menos que menos cuando se trata, más que de una película, de un símbolo.

Esto llegó a un grado sorprendente cuando se alentó en las redes sociales a una campaña de repudio contra el único de los “críticos top” de Rotten Tomatoes, que había osado publicar una reseña negativa de ¡Huye! (Jordan Peele, 2017), evitando que llegara a la categoría fresh (fresco, en referencia a los tomates que dan nombre al sitio), con 100% de comentarios positivos. Como si alguien que no acompaña la tendencia muy mayoritaria para la cual esa película es una maravilla sólo pudiera ser un reaccionario, un racista o ambas cosas, sin que sea necesario considerar la acalambrante mediocridad del film, que no parece haber sido notada por los que terminaron nominándolo a un Oscar a la mejor película, que quizá gane. El mismo fenómeno determinó que Wonder Woman (Patti Jenkins, 2017) fuese recibida como el símbolo cinematográfico del feminismo más actual (a pesar de que trata, sin grandes innovaciones, de un personaje creado hace más de 60 años y que ya había sido llevada al cine y a la televisión varias veces), y como una obra maestra del cine de acción, aunque no fuera un film mucho más complejo o menos tonto que Rambo II (George P Cosmatos, 1985). Y este es el motivo por el cual, ya pasada media página, en esta reseña todavía no se ha dicho ni una palabra sobre la película Pantera Negra o su personaje: es lo que pasa cuando el cine es lo de menos.

Afrodependiente

El personaje Black Panther (o Pantera Negra en las primeras traducciones) fue creado en 1966 por los dos cráneos maestros de Marvel Comics, Stan Lee y Jack Kirby, y es considerado (aunque había algún precedente de escasa difusión) el primer superhéroe negro en la historia de los cómics. Pero era más que eso: aunque Kirby y Lee eran hombres blancos, también eran dos creadores progresistas a los que les gustaba introducir temáticas sociales y estructuras psicológicas en sus historietas, y que estaban muy atentos a los cambios en la sociedad estadounidense de mediados de los años 60. El color de la piel no era en este caso sólo un dato anecdótico, ya que Pantera Negra era el rey T’Challa, monarca de Wakanda, un imaginario país africano que, gracias al recurso natural del vibranium –un metal de extraordinarias capacidades– había desarrollado la tecnología más avanzada del mundo, aunque manteniéndola en secreto para resguardarla de la codicia colonialista. En plena época de rebeliones del tercer mundo y grandes luchas sociales por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, y al mismo tiempo que –aparentemente una casualidad– se fundaba el Black Panther Party, un movimiento revolucionario que luchaba por los afroestadounidenses, Pantera Negra era un personaje con una carga simbólica muy evidente, que no era necesario explicitar demasiado en los textos de sus aventuras, y una creación orgullosa y enemiga de cualquier estereotipo de raza subordinada. Era, y es, un gran personaje, aunque en términos de popularidad nunca pasó de una jerarquía media dentro de la escudería de Marvel.

Tal vez por eso no fue el primer superhéroe negro al que Marvel recurrió cuando comenzó a desarrollar su imperio cinematográfico de los últimos 20 años. Primero estuvieron Blade, Storm, War Machine, Hawk y hasta un Johnny Storm transracial, hasta que finalmente Pantera Negra hizo su aparición como un personaje secundario, pero impactante, en la divertida y efectiva Capitán América: Guerra Civil (Anthony y Joe Russo, 2016), ya interpretado por Chadwick Boseman y bien definido en su heroico papel. Poco después se hizo saber que iba a protagonizar su propia película, y casi de inmediato se puso en marcha la maquinaria de resaltar lo extrafílmico. Una compañía Marvel cada vez más decidida a ser la editorial de cómics que realmente influye en la sociedad comenzó a promocionar a Pantera Negra como la primera película de superhéroes con un protagonista negro (como si no hubieran existido la trilogía de Blade o la serie Luke Cage, cuyos personajes centrales tal vez consideraran antihéroes), a resaltar que el elenco iba a estar compuesto en su totalidad por afroestadounidenses (al final hay dos personajes secundarios blancos, uno malo y uno bueno, para compensar) y a pregonar que el film iba a ser un paradigma ejemplar para la integración y la tolerancia, además de un símbolo orgulloso de la resistencia al nefasto Donald Trump. Casi nada para una película sobre un tipo con garras metálicas y una máscara.

Toda esa promoción levantó vuelo cuando algunas personas que habían accedido a la película antes de que comenzara su exhibición comercial comenzaron a afirmar que era algo nunca visto y que marcaba un antes y un después en la cultura estadounidense y en la imagen que se tiene de África. Se volvió un asunto tan serio que antes del estreno, Facebook censuró una página en la que algunos individuos fastidiados ante la excitación previa (y posiblemente racistas) alentaban a votar negativamente –también a priori– la aprobación del rating público de Rotten Tomatoes, para bajar la calificación totalmente positiva que tenía. Sin que nadie la hubiera visto, ya había una batalla acerca de su calidad, sin lugar para tibios.

La montaña parió

Cualquier ilusión acerca de la sutileza de esta película se va por la ventana en la primera escena, cuando, justamente, un personaje aparece armado y mirando por una ventana, en una composición calcada de una famosa foto de Malcolm X (que ya había sido imitada en la portada de algunos discos de hip-hop). De ahí en adelante, Pantera Negra recuerda un poco a las hood movies (películas “del barrio”) de principios de los años 90, en las que muchas veces –la mayoría, me atrevería a decir– la legítima intención de denunciar las violentas condiciones de los barrios negros de las grandes ciudades terminaba en una didáctica bastante agotadora. Hay mucho discurso sobre raza y pueblo en el film, aunque el enfrentamiento principal no se produzca con el mundo de los opresores, sino entre dos formas –la violenta y la pacífica– de luchar contra este.

El personaje de T’challa no es simplemente un héroe; a contracorriente de la tradición Marvel de protagonistas heroicos pero con sombras, ambigüedades y demonios, el monarca africano es un hombre tan perfecto que a su lado hasta el Steve Rogers cinematográfico, el ideal Capitán America, parece el más dudoso de los antihéroes. No hay máculas, dudas ni el menor atisbo de ira excesiva en este personaje apolíneo, cuya única falla parece ser que se vuelve tímido frente a su respetada e independiente amada, interpretada por Lupita Nyong’o. El país en el que reina, Wakanda, es el más moderno del mundo (pasemos por alto el detalle de que se trata de una monarquía hereditaria), y también el de las mujeres más empoderadas, ya que todo su aparato militar, científico y medicinal está integrado esencialmente por ellas (aunque el rey sea un varón). En sintonía con los recatados tiempos actuales, a pesar del calor y el tribalismo indumentario, ninguna de las numerosas mujeres que integran el elenco es presentada de alguna manera remotamente sensual, a pesar de que en el caso de los dos galanes masculinos abundan las excusas para que queden en cueros y flexionen sus trabajados pectorales y abdominales frente a la cámara, en una exposición algo extraña en una película totalmente carente de tensión sexual.

Las escenas de acción son exactamente iguales a las de todas las películas de Marvel de los últimos diez años, e incluso un tanto más sosas, escasas y menos espectaculares que el promedio, y los paisajes y escenarios, tan espectaculares como digitales e irreales. Y para ser la película que derriba todos los estereotipos, la ambientación general de esta África futurista recuerda más a El Rey León (pero con mucho menos encanto) que a un mundo de ciencia ficción, algo reforzado por la banda de sonido de Kendrick Lamar, que combina pop afro con hip-hop, en correspondencia con personajes africanos pero que hacen chistes (escasos; es un film serio, casi lúgubre si no fuera por su colorido) sobre calzados deportivos inflables, y observaciones propias de alguien crecido en Brooklyn o Chicago. Las actuaciones son correctas, y alguna de ellas es realmente buena, como la interpretación del villano Killmonger por parte de Michael B Jordan, un actor talentoso que ya había trabajado con el director Ryan Coogler en la muy superior y no menos significativa Creed (2015).

Es difícil evaluar con justicia algo como Pantera Negra; a quienes detestamos el hype, esa forma de promoción que apunta a la respuesta acrítica nos predispone mal hacia el producto, que tiene que ser realmente excepcional para no decepcionarnos en mayor o menor medida. Y para aquellos seducidos a priori que, como el agente Mulder de Los archivos X, “quieren creer” que esta película es un acontecimiento cultural histórico, verla es en el fondo innecesario, ya que no hay forma de que se desilusionen.

De todos modos, que Pantera Negra no sea todo lo que publicistas, críticos inseguros y personas bienintencionadas en general proyectan en la película, o sencillamente desean ver en ella, no quiere decir que sea mala: simplemente es una película infantil de superhéroes, un poco extensa pero que no aburre, y que fue lanzada en un mundo al que han convencido de que las películas de superhéroes son también superpelículas, tan poderosas que pueden derrotar a los villanos de la vida real y destruir los prejuicios sobre un continente entero. Un poco demasiado para un producto apenas entretenido, pero la culpa no es de la pantera, sino de los que comen con ella.

Pantera Negra (Black Panther), dirigida por Ryan Coogler. Estados Unidos. 2018. Con Chadwick Boseman, Michael B Jordan, Lupita Nyong’o, Angela Basset, Andy Serkis y Martin Freeman. Grupocine Ejido y Punta Carretas; Life Cinemas Costa Urbana y Punta Carretas; Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas, Stella (Colonia); shoppings de Colonia, Las Piedras, Paysandú, Punta del Este, Rivera y Salto.