A fines del año pasado, un numeroso grupo de cineastas alemanes se levantó en contra de la falta de calidad y criterio que –según opinaban– comenzó a erosionar al certamen del prestigioso Festival Internacional de Cine de Berlín, más conocido como la Berlinale, desde que en 2001 Dieter Kosslick asumió su dirección. Y si bien Kosslick abandonará ese cargo en 2019, la edición del año en curso fue duramente criticada no sólo por los realizadores, sino también por una buena parte de los críticos especializados.

La ganadora del Oso de Oro a la mejor película fue Touch Me Not (no me toques), de la rumana Adina Pintilie, en la que se narra la historia de una mujer fóbica al contacto sexual. El film sigue el derrotero de la protagonista (interpretada por Laura Benson) por distintas terapias, en las que se cruza con diferentes personajes que padecen diversas patologías, por medio de un desarrollo que desafía los límites entre la realidad y la ficción, y que se concentra en extensas exposiciones de sexo y sadomasoquismo. De inmediato, los críticos reaccionaron calificándolo de premio “inexplicable”, “chocante”, “decepcionante” –tanto como su programación– y “surrealista”.

El premio especial del jurado, tampoco exento de polémica, fue para Twarz (cara), de la polaca Malgorzata Szumowska, que indaga el trayecto de un hombre que padece una crisis de identidad después de un trasplante de rostro. Así, luego de una edición marcada por campañas de denuncia y reivindicación como #MeToo y Speak Up!, el jurado del festival, presidido por el cineasta alemán Tom Tykwer (¡Corre, Lola, corre! –1998–), se plegó al movimiento internacional y adjudicó los premios más importantes a dos directoras.

El estadounidense Wes Anderson fue el único creador ya reconocido entre los premiados. Ocho años después de El fantástico Sr Zorro (2009), Anderson volvió al stop motion con Isle of Dogs (isla de perros), que se convirtió en la primera película de animación seleccionada para inaugurar la Berlinale y la cuarta obra de Anderson presentada en competencia, luego de Los excéntricos Tenenbaum (2001), La vida acuática con Steve Zissou (2004) y El gran hotel Budapest (2014). El film se ambienta en una ciudad japonesa, donde un corrompido alcalde decide poner fin a los inconvenientes que causa la superpoblación canina trasladando a los animales a una isla que se utiliza como basurero. A ese lugar llega un niño de 12 años en busca del reencuentro con su mascota, acompañado por un grupo de perros que son los personajes protagónicos.

Latinoamericanos al podio

Las herederas, del debutante Marcelo Martinessi (coproducción entre Uruguay -Mutante Cine-, Paraguay, Alemania y Brasil), fue la primera película paraguaya en participar en la competencia oficial del festival y recibió tres premios: el Alfred Bauer, “al film que abre nuevas perspectivas”, el Oso de Plata a la mejor actriz protagónica (la elogiada Ana Braun) y el premio de la crítica internacional (Fipresci). El largometraje explora la vida de una veterana que lleva conviviendo 30 años con otra mujer y de pronto descubre que está enamorada de una mujer muchísimo más joven. Entre las incontables ponderaciones de la crítica especializada, El País de Madrid definió el film como un “delicado estudio de dos mujeres, casi ancianas, atrapadas en el vacío de un tiempo que huye”, “tan iluminado como provocador. Viejas, lesbianas, desheredadas y solas. Hace falta tener mucho talento para atreverse a tanto y tan bien”. El Oso de Plata al mejor guion fue para la mexicana Museo, de Alonso Ruizpalacios (director que, en 2015, se impuso en el rubro de ópera prima con Güeros). Protagonizada por Gael García Bernal, esta comedia dramática se centra en uno de los golpes delictivos más famosos de la historia del país: en la Navidad de 1985, mientras los guardias del Museo de Antropología organizaban un festejo, dos estudiantes de veterinaria lograron robar 143 piezas de gran valor histórico –entre ellas, una máscara funeraria de jade que perteneció al rey maya Pakal, quien gobernó en Palenque–. El hurto fue atribuido a una banda internacional especializada en asaltar grandes museos, pero en verdad los osados ladrones fueron Carlos Perches Treviño y Ramón Sardina García, dos jóvenes que vivían en los suburbios de Ciudad de México. Por su parte, la destacadísima actriz y dramaturga argentina Lola Arias (a esta altura una garantía de exploración y hallazgos creativos sorprendentes, muchas veces vinculados al trabajo con la memoria y la historia reciente) presentó su primera película, Teatro de guerra, fuera de competencia. Aun así, el film se quedó con dos premios de jurados no oficiales: el de la Confederación Internacional de Cines de Arte y Ensayo, que promueve su estreno en el territorio europeo, y el del Jurado Ecuménico, que reconoce aquellas obras que abarcan “una dimensión espiritual de la existencia”, otorgándoles una dotación de 2.500 euros.

Teatro de guerra es un cruce de documental y ficción, que consistió en reunir durante varias semanas a seis veteranos de la Guerra de Malvinas (tres que pelearon del lado británico y tres del argentino) para que intercambiaran recuerdos y anécdotas, y a la vez se propusieran revisar uno de los acontecimientos más traumáticos de los años 80 en Argentina (de gran impacto también en Reino Unido, aunque desde nuestra perspectiva eso suele ser menos evidente). Con varios colaboradores destacados –entre ellos, su pareja, el escritor Alan Pauls–, Arias propuso consignas que convirtieron este largometraje en un interesante híbrido de ficción, documental y obra de teatro. La directora dijo al diario argentino Página/12 que esta película es casi el final de una serie de proyectos que comenzó con una videoinstalación que hizo en Londres, “con veteranos argentinos que reconstruían una historia de la guerra en un lugar donde hoy viven o trabajan. Eso después se mostró en el Parque de la Memoria”. Luego montó la puesta Campo minado, en la que reunió a argentinos e ingleses para “reconstruir la historia de la guerra y, paralelamente a que hacíamos la obra de teatro”, filmar la película.