Dos documentales sobre las trayectorias de dos de los guitarristas más influyentes del rock inglés de los años 60-70 comenzaron a circular en forma casi simultánea, aunque con distinta suerte y atención, en cierta forma proporcionales a la que han recibido en vida. El primero de ellos trata de la vida del ya fallecido Mick Ronson y el otro sobre el bastante más conocido Eric Clapton, quien sigue vivo pero anunció recientemente que se retirará de la música a causa de diversos problemas físicos. Dos figuras de distinta suerte pero no tan disímil influencia, y cuyas biografías, en principio, parecen temas de gran interés para los amantes de las seis cuerdas electrificadas.

El hombre que ayudó a vender al mundo

De los numerosos músicos cuyos nombres estuvieron asociados con el de David Bowie, tal vez ninguno se identifique más automáticamente con el autor de “Space Oddity” que el del guitarrista Mick Ronno Ronson, quien tocó con Bowie en varios de sus discos de 1970 a 1973, formando parte de la más célebre de sus bandas, The Spiders of Mars, a la que en cierta forma lideró. Ronson, nacido en 1946, murió en 1993 debido a un cáncer de hígado, siendo aún joven, y, salvo algún esporádico encuentro, había dejado de tocar con Bowie hacía unos 40 años, pero sus nombres están tan ligados que el documental apareció tras la muerte de Bowie hace un par de años, en la ola del renacimiento del interés por su obra, y de hecho el título del film se refiere en forma preponderante al Duque Blanco: Beside Bowie: The Mick Ronson Story (junto a Bowie: la historia de Mick Ronson).

Aunque pueda parecer paradójico con esa referencia, el documental, dirigido por Jay Brewer (antiguo mánager de Bowie), es una reivindicación de la importancia del guitarrista (y arreglador), no sólo en el momento de mayor explosión de la carrera de Bowie, sino dentro del sonido del glam rock en general, al que atravesó y en el que dejó su impronta casi por accidente. Ronson es, en muchos aspectos, una figura conmovedora; su personalidad de inglés de clase trabajadora portuaria, casi un infiltrado en el mundo ambiguo, decadente y andrógino del glam, y el modesto impacto de su carrera posterior a Spiders of Mars (que de hecho puede considerarse un fracaso, sobre todo en relación con la altura a la que había llegado en aquel período), sumados a su temprana muerte, le dan al film cierto tono de lamento por una injusticia.

No cuenta con demasiado material de época sobre el que apoyarse. Incluye testimonios –de archivo o filmados para la ocasión– de David y Angela Bowie, de los cantantes Ian Hunter (con quien colaboró durante dos décadas) y Joe Elliot (de Def Leppard, quien no fue contemporáneo ni amigo de Ronson, pero resulta ser su mayor fan y un gran coleccionista de glam), del tecladista Rick Wakeman y del productor Tony Visconti –además de la familia del guitarrista–, quienes, a falta de muchas anécdotas estridentes y súper rockeras (Ronson, antiguo jardinero, era un tipo al parecer bastante simple y tranquilo), se dedican a exaltar sus habilidades musicales extrañamente refinadas y su bonhomía, además de deplorar la poca suerte que tuvo –sobre todo en términos económicos– luego de su período de gloria a comienzos de los 70.

En realidad, y si bien lo de Ronson con Bowie fue claramente una colaboración de casi pares y no un simple empleo, la película no aclara mucho por qué, más allá de la pereza o la escasez de olfato, el guitarrista no tomó mejores o más exitosas decisiones artísticas luego de su cenit, y su falta de notoriedad posterior no parece deberse tanto a un ingrato olvido, sino a la propia personalidad tímida del músico. Además, y aunque hay bastante material musical, el documental se queda corto en ofrecer las pruebas de por qué Ronson debería gozar de más reconocimiento, es decir: de su formidable tono de guitarra (cuyo secreto era, al parecer, un pedal de wah-wah abierto a medias) y sus riffs que fueron imitados innumerables veces por la generación del glam metal de los 80 y del brit pop de los 90. Pero hay cosas muy interesantes, como el señalamiento de su rol esencial para darle a Bowie un sonido rockero –hasta que comenzaron a trabajar juntos, el cantante había optado por un sonido más próximo al folk-pop–, o lo que el film sostiene que fue su mejor momento, la producción musical del clásico Transformer (1972), de Lou Reed, reconocida por el compositor neoyorquino como un gran logro de Ronson como arreglista, y cuya historia da pie al momento más divertido del film, en el que se cuenta que aunque, obviamente, Reed y Ronson hablaban el mismo idioma, casi no podían entenderse a causa de sus acentos, muy distintos y marcados.

El hombre de la mano lenta

Eric Clapton: Life in 12 Bars (Eric Clapton: Vida en 12 compases), el extenso documental del canal Showtime sobre la vida y la música del ex guitarrista de los Yardbirds, Cream y Blind Faith, de enorme éxito como solista y protagonista de buena parte de la historia del rock y el blues (blanco) de fines del siglo pasado, no necesita aliar el nombre de biografiado con el de nadie para resultar atractivo.

El film comienza en forma perfecta, señalando con precisión el surgimiento del interés de Clapton por el blues y la guitarra, su aporte al estilo y la diferencia sustancial entre su obra y la de contemporáneos más próximos al pop como The Beatles, The Who o The Kinks. La directora Lili Fini Zanuck –para quien Clapton había hecho la banda de sonido de la película Rush (1991), y cuya cercanía al guitarrista hace de Life in 12 Bars una biografía casi oficial– realizó una elección formal interesante, al hacer que los entrevistados sólo estén presentes mediante su voz, sobrepuesta a filmaciones y fotografías de época. Así, evita el habitual recurso de las “cabezas parlantes”, que, específicamente en los documentales actuales sobre el rock de los años 60, suele convertir a la historia de un movimiento estético-cultural joven en un relato de músicos ya ancianos o cerca de serlo. El material de archivo con que cuenta Zanuck es impresionante, e incluye algunas de esas filmaciones escandalosas que uno supondría escondidas en el fondo de un lago, en las que se ve a Clapton consumiendo cocaína como quien lava y no tuerce.

Pero pese a todo este acervo y a unos primeros 40 minutos ejemplares, Life in 12 Bars –en cierta forma como la carrera de Clapton– se va volviendo cada vez más obvia y melodramática. El gran BB King aparece en una filmación añeja, hablando sobre su notorio discípulo y amigo, y destaca la capacidad narrativa de Clapton al tocar la guitarra, comentando: “Si vas a tocar más de tres o cuatro notas, es mejor que tengas una historia que contar”. Esto se puede aplicar al documental de Zanuck y termina siendo su principal problema: entre contar la historia del músico y la del hombre, elige la del hombre, y particularmente esa historia arquetípica tan querida por los anglosajones (recordemos el esquema básico de los documentales de MTV Behind the Music) acerca del ascenso de un artista, su caída en los vicios y su redención final.

Muy dependiente de la autobiografía del guitarrista (Clapton, 2007), el documental es bastante transparente en relación con la personalidad del biografiado, que no emerge como alguien muy carismático, querible o siquiera particularmente inteligente o culto, aunque sí como una figura algo trágica y determinada por el miedo y el trauma del rechazo. Sin embargo, la persona que se puede entrever en el film es más obsesiva –tanto en lo sentimental como en lo tóxico y lo artístico– que patética, y si bien el principismo artístico que lo destacaba en su juventud fue evidentemente desgastado por el exceso de drogas y alcohol, hay una simple orientación posterior hacia el éxito económico y el estrellato que no puede comprenderse sólo por las adicciones de Clapton, sino que debería explicarse a pesar de ellas, algo que el documental no intenta hacer.

Insólitamente, la película no comenta discos de Clapton posteriores a Layla and Other Assorted Love Songs (1970). En otras palabras, casi toda su carrera solista pasa de largo en un apurado slide show de portadas, hasta que, luego de un enorme salto, se detiene nuevamente en el melodramático tema “Tears in Heaven”, escrito acerca de la muerte accidental en 1991 de su hijo Conor. La elipsis podría justificarse en cierta parte desde el punto de vista artístico –para muchos (incluyendo a quien esto suscribe) todo el trabajo más interesante y creativo de Clapton fue previo a su carrera solista–, pero para el fan promedio el agujero puede ser excesivo, ya que básicamente ni se mencionan discos tan exitosos como Slowhand (1977) o hits tan notorios como “Wonderful Tonight” o sus versiones de “Cocaine” y “Before You Accuse Me”: el trabajo de dos décadas es apenas el marco para narrar sus cuitas amorosas o existenciales. Es demasiado, aunque en todos sus discos de los últimos 40 años no haya diez canciones del calibre de las que interpretó con los Bluebreakers o Cream, y el declive artístico lo haya llevado de ser purista intransigente del blues negro a ser básicamente un vulgarizador de una versión muy diluida de este.

Algo que se echa de menos también, en este documental tan preocupado por la subjetividad emotiva de Clapton, es su relación –en un ámbito en el que la competencia individual por ver quién tenía la guitarra más larga era feroz, y donde él fue el macho alfa (“Dios”, como le decían sus fans) durante un buen tiempo– con pares virtuosos que fueron sus sucesores en los Yardbirds y los Bluesbreakers, como Jeff Beck, Jimmy Page, Peter Green y Mick Taylor, tan responsables como él del auge de los guitarristas de blues en la Inglaterra de los 60, que ni siquiera son nombrados. Sí ocupa su lugar el estadounidense Jimi Hendrix, pero se describen su relación amistosa y el dolor que le causó a Clapton su muerte sin mencionar el impacto artístico que le produjo su forma de tocar, del que hay numerosos testimonios y que significó el fin de su reinado en el mundo de las seis cuerdas.

En todo caso, los que consideran que “Tears in Heaven” es una canción estremecedora o desgarradora seguramente considerarán a este film un documento incisivo, emotivo y honesto. Quienes opinan que durante cuatro décadas Clapton no estuvo a la altura de sí mismo, y están más interesados en la música que en su no muy agradable personalidad, pueden apagar cuando termina “Layla” y aparece la primera raya de cocaína.