Entre 1978 y 1995, Ted Kaczinsky, un matemático licenciado en Harvard que llevaba una vida de ermitaño, se convirtió en uno de los hombres más buscados del FBI, hasta el punto de que la organización le dedicó la operación más larga y costosa de su historia. Pensemos esto: entre 1978 y 1995 la URSS pasó de ser el principal enemigo del “mundo libre” estadounidense a una nación dividida y abierta al capitalismo más caníbal; el Ejército Negro de Liberación se reformó desde los elementos restantes de los Pantera Negra desintegrados por inteligencia, y cometió una serie de asesinatos sistemáticos a policías y figuras de autoridad que terminaría con aprehensión de casi la totalidad de los implicados; Sadam Hussein pasó de ser un voto de confianza del gobierno a invadir Kuwait y desencadenar la Guerra del Golfo; el ayatola iraní Ruhollah Jomeini se convirtió en el líder político y espiritual de la revolución islámica, que derrocó al gobierno de Mohammad Reza Pahleví, y continuó en el poder hasta su muerte en 1989. Todas estas manifestaciones consideradas amenazas por el FBI y la CIA fueron derrotadas o cayeron por su propio peso (por supuesto, los coletazos continúan hasta hoy en día en una especie de reedición del pasado), pero durante todo ese tiempo Kaczynski, alias Unabomber, continuó –invisible al radar– haciendo lo que hacía mejor: construir bombas caseras y enviarlas por correo a instituciones universitarias, aerolíneas, personas u organizaciones relacionadas a la tecnología.

Con un saldo total de tres muertos y 23 heridos, no podría decirse que Kaczynski fuera el más prolífico (muy por debajo de Gary Ridgway, con un número de víctimas estimado de entre 70 y 90; Ted Bundy, con 35, o John Wayne Gacy, con 34) ni el más salvaje, pero su estatus en los anales de los asesinos seriales estadounidenses llegó a un lugar de culto, sobre todo por el aparato ideológico montado detrás de sus atentados.

Prodigio en matemáticas (entró a Harvard con sólo 16 años) y poseedor de un coeficiente intelectual de 170 (Stephen Hawking lo sigue con un más modesto 160), luego de fracasar en su labor como profesor en la Universidad de Berkeley tras sufrir varios colapsos nerviosos, se aisló en una cabaña al norte de California, alejada de la familia y los conocidos, y fue diagramando lo que sería su manifiesto antitecnología, La sociedad industrial y su futuro. Poseedor de amplios conocimientos en química, construyó ingeniosos artefactos explosivos a base de material de desecho, completamente a mano, sin usar herramientas eléctricas. Tal opción, además de seguir una senda coherente con su voluntad antitecnológica, resultó en ampliar las dificultades de rastreo de la inteligencia de Estados Unidos, que vio pasar los años y atentados sin conseguir dar con su paradero.

A estas actividades se sumaban cartas que Kaczynski mandaba a los medios; en una clave similar al asesino del Zodíaco (quien nunca fue descubierto), fue generando un intenso revuelo hasta la publicación de su manifiesto en The Washington Post como elemento de negociación para no seguir perpetrando atentados (elemento que terminó cumpliendo con su principal objetivo, pero que fue crucial en su detención).

Alrededor de Kaczynski hay una extraña mística: la de un verdadero síntoma del sistema que lo engendró; una especie de tradición de Henry David Thoureau que se convirtió en su costado más loco y devastador. Una venganza de la naturaleza hacia el hombre, llevada a cabo por puntos de fuga solitarios de ese mismo incremento tecnológico (hay, ciertamente, algo romántico en el hecho de que las bombas fueran realizadas con los desechos de esa sociedad que era defenestrada, o incluso con madera, como si fuera la corporización de la naturaleza misma rebelándose contra el hombre).

La fragilidad del procedimiento

Sobre esta figura se centra Manhunt: The Unabomber, una serie impulsada por Discovery Channel que actualmente está disponible en Netflix y, de este modo, se sube al exitoso vagón de documentales y ficciones de asesinos del último año (entre ellos Mindhunter y OJ: Made in America).

La serie alterna entre un presente fechado en la captura de Kaczynsky, en 1996, y todo lo que ocurrió antes, no sólo en las dos décadas de actividad del asesino, sino en sus años de formación. Sin embargo, más que centrarse en el asesino, se aborda las investigaciones en lingüística forense impulsadas por el agente Jim Fitzgerald (Sam Worthington), así como la compleja fascinación y polinización mutua entre el cazador y su presa.

El personaje de Fitzgerald es un ser poco simpático, obsesivo y, más que nada, opaco, capaz de traicionar a compañeros para llegar a la verdad. Recluido y decepcionado por el escaso reconocimiento tras la operación que encabezó, Fitz funciona en base a un resentimiento similar al de Unabomber y se identifica crecientemente con los postulados del manifiesto antitecnología. De alguna manera, el horizonte moral de la serie se va perfilando en el instinto de sublevación respecto de aquellas cosas que parecen gobernar nuestras vidas –y a las que, de alguna manera, Kaczynski se adelantó casi dos décadas, ya que sus acciones datan de mucho antes de que los smartphones marcaran el pulso de lo cotidiano– y de cuáles son los sacrificios que conlleva el intento de ser libre.

De alguna manera, la serie se coloca detrás de la descentralización de la acción policial en sí, para detenerse más en los procesos de configuración de un conocimiento científico a partir del caso, algo similar a lo que pasaba con la inaugural Zodíaco, de David Fincher (2007), pero más que nada en la excelente Mindhunter, que, más que apuntar a la resolución de asesinatos, ponía el lente en la lenta construcción de los perfiles psicológicos de los asesinos seriales.

Quizá sea en este punto que la serie se ve más floja. No es que no se logre entender el procedimiento de lingüística forense (a veces explicada bellamente, como en el ejemplo que da una lingüista al hablar de la identidad de ciertas lenguas, explicada desde la comida mexicana), sino que la asociación con los mecanismos de la captura se ve algo forzada. En determinados momentos parecería que la serie hiciera particular hincapié en las virtudes de este procedimiento (que sin duda las tuvo, sobre todo para la ciencia forense que vino después), pero en los hechos concretos, la revelación de la identidad del asesino se dio no tanto por este implemento de investigación, sino porque la cuñada del sospechoso supo reconocer en los contenidos de lo publicado en The Washington Post una evidente similitud con otros textos de su autoría que ya había leído años antes. En todo caso, la lingüística forense sirvió para darle un marco teórico a la fiscalía durante el juicio, pero no como un método definitivo de desenmascaramiento. La historia termina siendo, mal que nos pese a todos, mucho más aleatoria y circunstancial que lo que quisiéramos. El problema es que, más que una serie sobre Unabomber, Manhunt quiere ser una serie sobre el nacimiento de un método, y en ese intento la narrativa se resiente un poco y queda en el aire la sensación de que se está comprando gato por liebre.

Saldando cuentas

Al resultar imposible no compararla (ya desde la homofonía) con la serie Mindhunter, es preciso señalar que Manhunt no goza del excelso lenguaje cinematográfico de la serie del guionista Joe Penhall y resulta un poco más televisiva en algunos de sus recursos.

Más allá de esto, la verdadera magia de Manhunt ocurre cuando la cámara sigue a Kaczynski (personificado impecablemente por un flaquísimo Paul Bettany) no sólo en los encuentros con Fitz (que nunca ocurrieron en la vida real), sino en el seguimiento en su día a día, incluso en sus costados más humanos y cotidianos. En este perfil quizá se aborde de forma demasiado lateral el estado de confusión sexual en el que estuvo sumergido Unabomber durante su juventud (incluso contempló varias veces la posibilidad del cambio de sexo), hecho que eventualmente podría gatillar su resentimiento hacia las universidades y las instituciones psiquiátricas.

Todo lo que visualmente parece medio del montón en Manhunt se ve subsanado por una poética apreciación de objetos construidos por Unabomber, ya sea la pequeña y compacta cabaña que sirve de emblema de la serie como la bellísima construcción de las bombas, que por momentos podrían valer como piezas de arte en sí mismas. En todo esto hay una intuición de director, una idea de lo sublime de los objetos por encima o por fuera de las personas, que redime todos los errores que se puedan notar en el transcurso de la serie.

Kaczynski sigue en la cárcel, donde cumple las seis cadenas perpetuas que se le imputaron. Es extraño, pero más allá de que sea considerado más un loco que un genio, esta meticulosa descripción de sus ideas que Manhunt lleva a la pantalla nos induce a pensar que, después de todo, su proyecto sigue vivo y que tiene una nueva difusión. En ese sentido, aun tras las rejas, Kaczynski ganó.

Manhunt: The Unabomber, dirigida por Greg Yaitanes. Con Sam Worthington, Paul Bettany y Brian d’Arcy James. Estados Unidos, Discovery Channel-Netflix 2017.