Sin demasiada alharaca ni publicidad previa, Netflix estrenó la serie Altered Carbon (carbón alterado), una nueva incursión en la ciencia ficción, inscripta casi por completo en el algo olvidado subgénero del cyberpunk, y con una producción sumamente lujosa para una serie que cuenta con un elenco más bien desconocido. Los resultados, para variar con el aluvión de lanzamientos de Netflix, fueron bastante irregulares, pero algunos logros compensan bien las falencias.
Hay muchas ideas –algunas muy originales y otras no, pero todas llamativas– en Altered Carbon, pero la central, y para nada delirante o inimaginable, es la de que gracias a una sustancia descubierta en otro mundo (el “carbón alterado” que le da nombre a la serie) y que tiene una descomunal capacidad de almacenamiento de datos, los recuerdos y las personalidades de los seres humanos pueden almacenarse en una especie de disco duro. A su vez, ese dispositivo puede insertarse en diversos cuerpos (o “fundas”, como son denominados con mucho olfato), haciendo posible una literal reencarnación, y como consecuencia la vida humana se ha extendido a siglos de duración. No es exactamente la inmortalidad, ya que al parecer hay un límite para la cantidad de veces que la psiquis puede ser alojada en sucesivos cuerpos, pero los magnates –que literalmente viven por encima de los humanos menos afortunados– no sólo pueden acceder a mejores cuerpos, sino que también pueden clonar los propios y reinsertarse en ellos un numero indefinido de veces, siempre jóvenes y sin límite aparente de reencarnaciones (e incluso pueden afrontar el muy costoso respaldo de sus “discos duros”, para prevenir la posibilidad de que sean destruidos o dañados).
Altered Carbon gira alrededor de Takeshi Kovacs, un revolucionario condenado a una especie de congelamiento perpetuo, que es revivido –o sea, realojado en un nuevo cuerpo–por uno de los oligarcas semiinmortales, para que investigue el asesinato de ese magnate (infructuoso, ya que su memoria estaba respaldada, pero con algunas horas de menos, de modo que no recuerda quién trató de eliminarlo). La serie se ocupa, principal pero no únicamente, de esa investigación.
La historia está basada en una novela de Richard K Morgan publicada en 2002, un libro no particularmente célebre entre los lectores de ciencia ficción, y que ha sido descripto como un retorno al estilo cyberpunk (popularizado en los años 80 por escritores como William Gibson y Bruce Sterling, y caracterizado por su combinación de literatura policial, elementos tribales juveniles y una visión bastante profética sobre internet y el mundo globalizado), pero más bien enfocado en el sexo y la violencia, lejos de las preocupaciones existenciales y sociales de ese género. Lo mismo puede decirse sobre esta versión de Netflix, más generosa en cuerpos desnudos, escenas eróticas y luchas extraordinariamente sangrientas que en personalidades atractivas y originales. Pero a pesar de sus facilismos, referencias culturales más o menos obvias y debilidades argumentales, la serie no se deja odiar ni descartar fácilmente. De hecho, por momentos es completamente brillante, y por otros, un calambre, lo cual parece ser la marca de fábrica de la mitad de las producciones de la plataforma de streaming.
En el vaso medio vacío se pueden enumerar varios problemas: no es para quienes se molesten con las escenas de violencia o sexo gratuitas, la mayoría de los personajes son bastante primarios y poco creíbles para sus supuestas capacidades intelectuales o vitales, y el casting es bastante espantoso, comenzando por el protagonista –el grandote Joel Kinnaman, que había protagonizado la innecesaria remake de RoboCop (José Padilha, 2014)–, quien parece una cruza genética entre Keith Carradine y Dolph Lundgren, que no tiene claro si corresponde que ponga cara de malo inexpresivo a lo Clint Eastwood o que se saque la camisa y flexione su abundante dotación de músculos, así que hace ambas cosas al mismo tiempo. Algunas ideas, como la de las inteligencias artificiales que manejan gremios y edificios, modelando sus personalidades humanoides a imitación de las de artistas históricos, parecen sacadas de una versión simplificada de las sagas de Gibson (lo que en cierta forma todo Altered Carbon es), y las ambientaciones ciudadanas son en buena parte un calco de las de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) con mayores proporciones de luminosidad, lo cual no las favorece particularmente en relación con la aún muy reciente secuela de aquella película –Blade Runner 2049 (Dennis Villenueve, 2017)–, que reprocesaba esa imaginería con mucho más gusto.
Pero si uno decide darle una oportunidad y ver el vaso medio lleno, hay suficiente “seriedad” en términos de ciencia ficción para que el resultado tenga una coherencia interna interesante. También hay una acumulación de subtramas variadas –para algunos críticos, hasta excesivamente variadas en una temporada relativamente breve– superior al promedio, lo cual determina que cada episodio tenga su personalidad propia y hasta pueda funcionar en forma independiente (si es que todavía alguien ve una serie de Netflix en forma no lineal), con algunas historias brillantes y de gran tensión –como la de una aterradora sesión de tortura llevada a cabo en una realidad virtual, que se siente como si fuera verdadera, pero sin que el cuerpo del torturado se resienta–. Estas historias secundarias en ocasiones se desarrollan mediante flashbacks, lo cual permite el interesante recurso de que el mismo personaje –gracias a su uso de distintas “fundas” o cuerpos– sea interpretado por actores totalmente distintos, algo que ya se ha hecho en el cine más o menos experimental, pero que es novedoso en un producto comercial. Por otra parte, la inversión en términos de producción (una de las mayores realizadas por Netflix) se nota, y en el terreno de los efectos especiales y el despliegue general esta serie no tiene nada que envidiarle a una superproducción hollywoodense del género.
Por último, Altered Carbon conserva, además de las femmes fatales y los protagonistas anacrónicamente tabacómanos, una de las características más profundas de los policiales noir a los que –como buena hija del cyberpunk– hace constante referencia: una mirada pesimista pero clara sobre las enormes desigualdades sociales y su profundización paralela a los avances de la tecnología, en un mundo fantasioso pero muy reconocible en el nuestro, donde las expectativas vitales parecen ligarse cada vez más al poder económico.