Al comienzo de The Square, una periodista (Elizabeth Moss) entrevista a Christian (Claes Bang), el elegante director de un prestigioso museo de arte contemporáneo, y le pregunta sobre el texto de una de las hipercomplicadas curadurías artísticas que suelen tapizar esos establecimientos. La frase en cuestión es: “Exhibición no exhibición: una conversación vespertina que explora la dinámica de lo que es ‘exhibible’ y la construcción de lo público según las nociones de ‘sitio’ y ‘no sitio’ de Ruben Smithson. Del no sitio al sitio, de la no exhibición a la exhibición, ¿cuál es la temática de la exhibición/no exhibición en los momentos atestados de la megaexhibición?”. Ante la pregunta sobre el significado de esta frase, Christian primero pide releerla (casi como si él mismo se hubiera confundido), y, cuando trata de explicársela a la periodista (visiblemente no sumergida en el mundo artístico) recae en un ejemplo que es prácticamente un lugar común de los discursos metaartísticos: “Si yo pusiera su cartera en un rincón de este museo, ¿eso la haría una obra de arte?”. El tono dudoso en que es formulado el atisbo de respuesta, y la reacción igualmente poco segura de la entrevistadora al ser enfrentada a ese casi aforismo, dan la medida justa: el director sueco Ruben Östlund no utiliza la charla como una iluminación definitiva acerca de las complejidades del mundo del arte (muy por el contrario, inaugura el tono socarrón y satírico que rondará todas estas disquisiciones), pero al mismo tiempo introduce la temática principal de la película: en épocas de Youtube, y de una hipertrofia de la imagen y el happening, ¿a dónde va a parar el arte? Y, sobre todo, ¿qué destellos de la condición áurea del arte (recurriendo a términos de Jean Baudrillard) permanecen cuando todo parece estar quemado por la misma luz de microeventos vacuos? La composición de la escena parece por demás representativa: detrás de Christian teorizando sobre esto, vemos un cartel de neón blanco, casi ilegible sin entrecerrar los ojos, que dice: “You have nothing” (no tenés nada).

The Square (una de las nominadas al Oscar este año en la categoría mejor película extranjera) sigue de cerca a Christian en su acontecer diario dentro y fuera del museo. El “dentro y fuera” también parece un tecnicismo, porque la película justamente trata de poner en entredicho qué es artístico y lo que ocurre dentro y fuera de la institución. Un día, en una conocida plaza cercana al museo, a Christian le roban la billetera, el celular y los gemelos de su camisa, en una especie de operativo performático en el que lo distraen para quitarle todo eso sin que se dé cuenta. La situación es extraña, porque más allá de la incomodidad y humillación de ser robado, hay algo intrínsecamente emocionante en haber sido robado. Además de que los ladrones hacen una especie de actuación para desviar la atención y robar a Christian, el uso de una aplicación instalada en el celular del director del museo, que le permite seguir el trayecto de los ladrones mediante GPS desde su computadora, parece una continuación de la obra por otros medios, como si el robo sólo fuera la primera escena, el primer cuadro de un friso mucho mayor.

Envalentonado por un pasante, Christian decide manejar hacia las afueras de la ciudad (una zona mucho más insegura y pobre que su habitual entorno elegante e hipersofisticado) y entrar en el bloque de apartamentos donde parecen residir los ladrones. Pero la aplicación no puede definir con mucha precisión en cuál de los apartamentos se encuentran, de modo que Christian coloca la misma carta intimidatoria en todos los buzones del edificio. Esta aparentemente funciona, porque a los pocos días alguien devuelve sus pertenencias al lugar indicado por Christian, pero esto será la primera ficha de un efecto dominó que tendrá impensadas consecuencias.

Lo más interesante de esta secuencia de hechos es que también podría ser percibida perfectamente como un happening: tan sólo imaginemos el uso en ese contexto de cartas que acusan de ladrones a todos los habitantes de un edificio: ¿qué pasaría?; ¿se acusarían todos mutuamente, lo mantendrían en secreto, o se generaría una serie de miniexplosiones de desconfianza en la cotidianidad de cada uno de los hogares? Tan sólo se necesitaría agregar una firma y una curaduría para que pudiéramos considerar, inmediatamente, que se trata de una nueva obra de arte.

Esta sensación se va extendiendo a lo largo del metraje a partir de una serie de posibles performances sucesivas, y nos hace pensar qué viene siendo parte de actividades del museo y cuánto hay de la misma performatividad en las prácticas cotidianas. En una sesión de preguntas y respuestas con un famoso artista (Dominic West), un tipo con síndrome de Tourette interrumpe constantemente, profiriendo obscenidades mientras la mayoría de los asistentes intenta hacer de cuenta de que no lo escucha. Uno de los momentos más dramáticos, en el que el galerista intenta encontrar la redención buscando un papel entre la basura de su edificio, es filmado en un plano cenital rodeado por lluvia, en el que la extensión de desechos es descomunal, mucho mayor que lo que efectivamente podían contener las bolsas: lejos de señalar esto simplemente como una incongruencia o una exageración efectista del director, el plano parece relanzar la propia búsqueda desesperada como la composición de un cuadro, una nueva performance, un nuevo tableaux vivant más allá de los muros del museo.

En otro momento, vemos a Christian, en el baño de la institución que dirige, ensayar el discurso de apertura de una muestra. El ensayo incluye un trastabilleo, unas disculpas y el intento de volver a empezar y reintroducir el tema de una manera más espontánea. En la escena siguiente lo vemos dar el mismo discurso, con los silencios y los comentarios “espontáneos” que habíamos presenciado cuando ensayaba, como si todo fuera una coreografía previamente diseñada y pulida.

El momento más incendiario del film ocurre en una cena de gala, a la que se invita a un artista para que haga una performance en la que actúa como un gorila (el actor es Terry Notary, un experto en movimientos para cine, que fue uno de los responsables de darles indicaciones a los actores de la nueva versión de la saga El planeta de los simios, que comenzó en 2011). Lo que empieza como una cena divertida y ligeramente incómoda se torna en algo pesadillesco, en la medida en que el hombre-simio se comporta en forma cada vez más territorial y comienza a atacar a los invitados. El happening les devuelve a estos, como un búmerang, la fragilidad de su propio deseo: quieren comer junto a un gorila, pero sin los peligros que conlleva comer junto a un gorila. Esta especie de devolución plantea un paralelismo con el costado moral de la película: la exposición estrella del museo es una obra de Lola Arias (aunque esa artista argentina dice que no tuvo nada que ver con la obra que se presenta como si fuera suya, y de hecho está considerando la posibilidad de iniciar acciones legales contra los responsables de The Square por haber usado su nombre sin pedirle autorización), que consiste en un cuadrado de cuatro metros de lado, trazado en un suelo adoquinado, con la consigna de que dentro de su área “todos tenemos los mismos derechos y obligaciones”; algo así como una apuesta al resurgimiento de la bondad humana. La paradoja, o más bien el chiste interno de la obra, es que ese mismo cuadrado, al delimitar un espacio en el que la bondad humana es posible, marca también un espacio externo ajeno a ella. Lejos de convertirse en un lugar en el que realmente nos podamos ayudar, realza todo lo que no nos importa fuera del cuadrado. Esto es, en definitiva, lo que sucede con los curadores y las autoridades del museo, demasiado preocupados por la Pobreza y la Desigualdad con mayúsculas, pero que no pueden ver más allá de los muros de la institución (especialmente, la multitud de vagabundos que aparecen en la película).

Este costado moral es una marca de fábrica de Östlund. En Fuerza mayor (2014), el drama se refería a la conducta de un padre que, ante una avalancha, intentaba salvarse dejando atrás a su familia, y tenía que enfrentarse a la decepción de su esposa, que de golpe veía en él un hombre egoísta, incapaz de brindar seguridad a sus hijos y como emasculado. Así como en aquella película el arco dramático acompañaba al protagonista en el esfuerzo por recuperar un poder simbólico perdido, en The Square vemos el proceso inverso: cómo dejar un lugar de poder para convertirse en alguien más humano junto con el resto de las personas.

En este adentramiento exhaustivo en lo performático, The Square se muestra como un extraño reverso de Holy Motors (2012), una película del francés Léos Carax en la que veíamos a Dennis Lavant como un hombre cuyo peculiar trabajo consistía en trasladarse en una especie de limusina-camerino de un rincón a otro de París, y llevar a cabo en ese viaje una serie de actos –algunos de ellos inexplicables y bizarros– frente a lo que parecía ser una especie de audiencia abstracta. Lo veíamos disfrazado como un duende, irrumpiendo en una sesión fotográfica en el cementerio Père-Lachaise y secuestrando a una modelo (Eva Mendes); lo veíamos transformarse en un asesino a sueldo y acabar con la vida de un doppelgänger interpretado por el mismo Dennis Lavant; lo veíamos actuar como modelo de electrodos de un sistema de imágenes generadas por computadora, para representar la cópula de dos seres con forma de serpiente; y también lo veíamos como un padre decepcionado de su hija, yéndola a buscar luego de una fiesta. La pregunta era: “¿Para qué actuaremos cuando no haya ojos que nos vean?”. La respuesta parece ser, tal como dice en ese film el personaje interpretado por Piccolli: “Por la belleza del gesto”.

Es extraño, porque en alguna medida lo que emparienta a Holy Motors con The Square es la placa tectónica moral que las separa. Carax utiliza lo performático como el canto del cisne de un arte que se siente desaparecer (el cine), mientras que Östlund hace de la extensión de la performatividad algo que termina desfondando el sentido, que va agujereando lo artístico en sí, hasta llegar a lo social. Los dos tienen razón.

The Square, dirigida por Ruben Östlund. Suecia / Alemania / Dinamarca / Francia, 2017. Con Claes Bang, Elisabeth Moss, Dominic West y Terry Notary. Life Cinemas Alfabeta.