Cada vez que se habla del lugar de la música tropical en la sociedad uruguaya y de su reconocimiento o invisibilización, se suele insistir con el poco o mucho respaldo que recibe de instituciones públicas, eventos o programas oficiales relacionados con las políticas culturales. Parece que la única forma de problematizar ese lugar fuera criticar la falta de apoyo, y la única solución, integrar a las orquestas a toda aquella actividad o programa estatal o municipal sobre música o cultura popular. Se ignora así que, más allá de la inclusión de la movida tropical en las políticas culturales, transformar algunos supuestos en verdades absolutas puede ser más dañino de lo que pensamos.

Las dificultades de las orquestas del género para acceder a salas oficiales, que cobraron repercusión con el debate sobre la posibilidad de que Los Fatales tocaran en el teatro Solís, así como su ausencia en festivales, celebraciones estatales y todo tipo de trabajo sobre la música popular, fueron criticadas oportunamente, y eso parece haber dado resultado, no para que se solucionara la cuestión en forma definitiva, sino por lo menos para instalar la cuestión de la invisibilización de determinadas expresiones y la forma de pensar políticas públicas en cultura.

Sin embargo, en los últimos meses, hechos significativos mostraron que siguen siendo problemáticos el lugar de la música tropical en Uruguay y su consideración por parte de las instituciones o sectores legitimadores (Estado, medios de comunicación, academia, clases hegemónicas), más allá de la participación en eventos o del reconocimiento de ciudadanías ilustres, como el de ayer a Jorge Bingert, director de Grupo Latino.

Al fin nos descubrieron

El año pasado, uno de los proyectos documentales más importantes del audiovisual nacional fue la serie Memoria tropical, realizada por un equipo dirigido por Aldo Garay. Unos días antes de su estreno se celebró, por primera vez de forma oficial, el Día de la Plena. Esos dos hechos motivaron muchas notas en la prensa, pero lo curioso fue que en gran parte de ellas se manejaron conceptos que giraban en torno a un presunto descubrimiento o resurgimiento. Si bien la movida tropical no mantiene, en términos de concurrencia a bailes y grabación y venta de discos, los niveles de popularidad que supo tener hasta mediados de la década de 1990, sigue siendo un fenómeno masivo en el que participan cientos de miles de uruguayos; ha sobrevivido a crisis, a períodos en que los medios y los productores la apoyaron y a otros en que todos desaparecieron en busca de otros intereses e inversiones. Hablar de un descubrimiento, sólo por el hecho de que determinado tipo de población sabe ahora un poco más sobre esa movida, o porque medios que nunca se interesaron por el tema le están dedicando alguna página, es en cierto modo seguir construyendo un canon con criterios hegemónicos, que niega una parte fundamental de la historia y de los procesos artísticos y culturales en Uruguay.

A fines del año pasado, la revista Vice, que se edita en Colombia y México, le dedicó un número al fenómeno de la cumbia en el continente y su impacto en Europa, donde hay una especie de boom de las cumbias colombianas, mexicanas y peruanas, y de sus fusiones con la electrónica y el dub. Se hizo un informe detallado sobre la cumbia en cada país, y de Uruguay sólo se decía que, luego de consultar a periodistas y músicos de la movida, se podía afirmar que la cumbia tuvo un período de popularidad a principios de este siglo, y que ahora lo más importante eran la cumbia cheta y el proyecto del DJ Selector Chico, con su realmente importante rescate del legado del sello Macondo. Es cierto que la tropical uruguaya es mucho más que un género subsidiario de la cumbia colombiana, y que abreva en la plena puertorriqueña, el son y la guaracha cubanas, el tango y el candombe, entre otras expresiones, pero reducir más de 50 años de historia y de distintas vertientes del género a lo que se consume en determinadas discotecas y ambientes sociales constituye, más que un error de investigación, una mirada conscientemente sesgada.

Este verano trascendió que integrantes de NTVG y otras bandas tenían un nuevo proyecto musical llamado Los Alcides, y que tocaban un repertorio de cumbia en los paradores de Punta del Diablo. En las entrevistas, los músicos aclaraban que “tocar esto no es tan fácil”, y señalaban que su repertorio era más bien de plena y cumbia retro. Luego describían ese repertorio, en el que había algunas cumbias argentinas, algunos cuartetos y temas pop bailables de bandas latinoamericanas, pero nada de plena y mucho menos de “retro”. Además, a diferencia de lo que hacen en otros proyectos, para caracterizarse de verdaderos cumbieros tocaron con pelucas enruladas negras y cotillón, como si vestirse como Los Sultanes fuera lo usual para tocar cumbia. Como si la única forma de abordar el género para un músico de rock fuera utilizar recursos de la sátira, como los que saben emplear con excelencia los conjuntos de parodistas en el carnaval, accediendo a la sonoridad bailable mediante un personaje, de una máscara que les permita ser cumbieros por un rato, para volver a la seriedad rockera en su hábitat natural. Es curioso que en Colombia, por ejemplo, a fines del siglo XIX y principios del XX, la cumbia fuera un ritmo despreciado por las clases dominantes, que en los días de carnaval, ataviados con disfraces y caretas, se permitían disfrutarlo sin culpa.

Por el ojo de la cerradura

Ayer, una sentida nota publicada en un diario montevideano se lamentaba del fin de la cumbia pop o cheta, reduciendo la historia del género en los últimos años a la fórmula: “la cumbia dejó de ser terraja y pasó a ser burguesa”. Más allá de que pueda ser interesante problematizar esa idea –desarrollada, obviamente–, la reducción abismal del género a dos o tres expresiones, relacionadas todas ellas con la variante más comercial, vinculadas a productores poderosos, y muy poco representativas de un fenómeno mucho más amplio y diverso, es por lo menos irresponsable. Eso sin ahondar en la adjetivación de “terraja” para calificar a un género, sin argumentar las razones de la etiqueta: es decir, dando por seguro o incuestionable que hay algo que se llama “cumbia”, homogéneo y pasible de meterse entero en una misma bolsa, que tiene mal gusto y es de mala calidad. La música tropical ha sobrevivido y se ha consolidado sin necesidad de contar con los medios de comunicación a su favor (a pesar de que circule la idea de que en la radio “sólo pasan cumbia”, en todo el dial la presencia de la tropical es minoritaria y, salvo excepciones recientes, no ha tenido lugar en televisión ni en los medios escritos), pero quizá sea hora de que, en vez de etiquetar y adjetivar tanto, se analicen los fenómenos desde varios puntos de vista y tomando en cuenta factores sociales, económicos, demográficos, históricos, políticos y culturales, trascendiendo las idiosincrasias locales sin ignorarlas y atreviéndose a preguntar si algo no se sabe. Es decir, investigando con responsabilidad en vez de construir o fortalecer estructuras de poder.

Lo que estos hechos comparten, o dejan ver, es que el proceso de apertura por parte de ciertos sectores de la población ante la movida tropical, ya sea por coyunturas actuales relacionadas con una posible apuesta a la tolerancia y el respeto a la diversidad en general, o por modas o tendencias importadas, está aparejando una especie de invención de la pólvora. Quienes no pueden ver más allá del fenómeno muy reciente de la cumbia cheta, o del “pop latino” extinguido hace ya unos años (lo cual no es por sí mismo un error condenable), caen en la reducción de toda la movida tropical a lo que conocen o creen que conocen. Si eso sólo quedara en el mundo de las charlas informales, bueno, vaya y pase, no sería el primero ni el último de los disparates que se dicen por ahí, pero cuando determina el enfoque de notas periodísticas o de ensayos, sobre el género o sobre la música popular uruguaya en general, ya es más grave. Y no porque la movida tropical necesite el reconocimiento de la ciudad letrada para seguir existiendo (de hecho, hoy de noche Sonora Borinquen va a dar un espectáculo en el Auditorio Nacional del SODRE, para el que se agotaron las agotadas, sin haber realizado publicidad en medios escritos ni en la televisión), sino porque no corresponde ignorar el trabajo artístico de mucha gente, día a día, desde hace más de medio siglo. Al jugar (cuando se dictamina, muy suelto de cuerpo, qué es tropical y qué no), desde un lugar de poder simbólico, se juega también con la fuente laboral de muchos artistas, además de contribuir a la consolidación de una estructura de legitimación basada en desigualdades históricas que a esta altura es urgente empezar a desarmar.