La forma del agua (The Shape of Water). Dirigida por Guillermo del Toro. Con Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins y Octavia Spencer.

En la última entrega de los Globos de Oro, la actriz Natalie Portman, encargada de entregar el galardón al mejor director, observó sarcásticamente, al anunciar al ganador, que se trataba de un premio para el que todos los nominados eran hombres. Esa intervención, más bien grosera, terminó centrando la atención en ella y desplazándola de quien recibió esa distinción: alguien que –a diferencia de Portman– no nació en una familia adinerada de Nueva York, ni fue una estrella de Hollywood desde la infancia, ni estudió con la elite económica de Harvard; un inmigrante mexicano, algo obeso e hiperproductivo, que desde hace años hace las más originales –y mejores– películas masivas de fantasía de la industria cinematográfica estadounidense, y es uno de los grandes responsables (junto con sus amigos Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu) de que los directores de origen mexicano sean tan respetados como solicitados en el cine más popular del mundo. Además, Guillermo del Toro, el ganador de ese Globo de Oro, es un creador sensible, autor de obras destacadas por sus claros –aunque nada panfletarios– mensajes contra la discriminación, y, aunque estuvo nominado muchas veces a todo tipo de premios, este fue el primero importante que recibió, tras un cuarto de siglo de carrera en el que estrenó por lo menos cuatro o cinco films deslumbrantes.

La película por la que ganó, La forma del agua, es el décimo largometraje de una trayectoria de gran unidad y coherencia artística, en la que el mexicano se ha dedicado en exclusividad a obras parcial o completamente fantásticas, atravesando géneros como el del horror, la ciencia ficción o el cine de superhéroes, sin que sus films sean encasillables en los respectivos clichés estilísticos. Aunque llegó a Hollywood antes que sus cuates Cuarón y González Iñárritu, Del Toro siempre fue considerado más un artesano efectivo que un auténtico autor, hasta que El laberinto del fauno (2006) asombró a la crítica más “seria” con su combinación de descarnado film histórico antifranquista y cuento de hadas algo surrealista y perverso.

Pero, en realidad, fue más adelante que alcanzó los puntos más altos de su cinematografía, con dos obras que no le valieron el mismo reconocimiento intelectual pero que generaron cierto culto a su alrededor en los últimos años, por parte de espectadores que reconocen su deslumbrante dinamismo visual y su profunda emotividad disfrazada de acción pura. Se trata de Hellboy II: el ejército dorado (2008) y Titanes del Pacífico (2012), que desgraciadamente no ha podido aún continuar, pese a sus intenciones de hacerlo y a la riqueza de los universos que exploraban.

En 2015, tal vez saturado con su poco afortunado proyecto de la serie televisiva de vampiros poco convencionales The Strain, Del Toro estrenó el primer pifie de su carrera: La cumbre escarlata, un melodrama gótico sobrenatural inspirado alevosamente en la obra de escritoras como Emily Brontë y Daphne du Maurier, no era una mala película (sobre todo en relación con el panorama del cine fantástico estadounidense), pero en comparación con su propia cinematografía resultaba una obra menor y la única que no estimulaba mucho a verla nuevamente. Pero, a la vez, era un film en el que daba rienda suelta a todo el romanticismo semicontenido de sus películas anteriores, y eso sería luego el elemento predominante en La forma del agua, mucho más efectivo y, aparentemente, el gran favorito para la próxima entrega de los premios Oscar, con 12 nominaciones que incluyen los rubros de mejor película y mejor director.

Romance líquido

La historia se desarrolla a principios de la década de 1960, durante la Guerra Fría, y se centra en Eliza Esposito (Sally Hawkins), una mujer muda y de misterioso pasado que trabaja como limpiadora en un laboratorio secreto del gobierno estadounidense, a donde es conducido, para estudio y experimentación, un extraño hombre anfibio, descubierto y capturado en el Amazonas. Eliza se comunica con el humanoide mediante lengua de señas, y surge entre ambos una relación incompatible con los planes del gobierno, que pretende disecar a la criatura.

Así, La forma del agua tiene matices de fábula y transita por varios géneros –incluido el musical–, algo bastante frecuente en los films de Del Toro, pero es imposible no notar, teniendo en cuenta el contexto actual, las connotaciones políticas del argumento, que presenta al prejuicio y el desprecio hacia los diferentes como fuerzas malignas, persecutorias y explotadoras, que en este caso interfieren además con el amor. Está narrada con la agilidad habitual del director y con su particular mezcla de aparatosidad y refinamiento estético (algo influenciado por la combinación de candidez y despliegue del neozelandés Peter Jackson). Del Toro, aliado con el fotógrafo sueco Dan Lausten (que reemplazó a Guillermo Navarro sin alterar su estilo), ofrece, desde la primera e impactante toma de un cuarto inundado pero funcional, un film visualmente asombroso y elegante.

Pero con lo que realmente hace maravillas es con su brillante selección de elenco. Antes que nada, la película rescata para Hollywood a la extraordinaria actriz británica Sally Hawkins –conocida por su rol protagónico en la estupenda Happy Go-Lucky (2008), la película más optimista de Mike Leigh–, quien, al interpretar a una latina muda, no tiene por qué disimular su acento londinense. Generalmente, los roles de discapacitado interpretados por alguien que no lo es facilitan la obtención de un Oscar, pero lo notable en el trabajo de Hawkins no es sólo la capacidad de expresarse mediante lengua de señas, sino también la gracia y el encanto general de una actriz de bajo perfil y belleza cotidiana, pero que ilumina la pantalla cada vez que aparece.

Como contrapunto, Del Toro le da un rol también consagratorio al no menos extraordinario Michael Shannon, un actor que, salvo en sus películas independientes con el director Jeff Nichols, generalmente es relegado a papeles secundarios (en los que se las ha arreglado para brillar de tal forma que ya fue nominado dos veces al Oscar como actor de reparto). En esta ocasión, injustamente, fue el único del elenco principal olvidado en las nominaciones, pero sobresale como el obsesivo, sádico y prejuicioso coronel Richard Strickland, un villano intensísimo, algo similar al que interpretó Sergi López en El laberinto del fauno. Al igual que aquel, el personaje de Shannon es todo lo siniestro y cruel que alguien puede ser, características que son amplificadas por la intensidad insana del actor, pero con algunos detalles sensibles que hacen a Strickland humano y, por lo tanto, mucho más terrible. Del Toro, un asumido admirador de Hayao Miyazaki (¿quién no lo es?), parece haber aprendido a la perfección la capacidad del japonés de no presentar nunca personajes malignos caricaturescos y sin ninguna cualidad apreciable (basta con recordar que el príncipe elfo de Hellboy II era, al mismo tiempo que un posible genocida, tanto o más heroico que los héroes oficiales del film), y Strickland no es la excepción.

También están notables Richard Jenkins y Octavia Spencer como los mejores amigos de Eliza (un gay que está envejeciendo y una negra obesa, que completan un abanico de identidades que refuerza el carácter evidentemente político-alegórico de la película). Más allá de su valoración representativa en esta historia antidiscriminatoria, ninguno de los dos parece estereotipado, algo particularmente bienvenido en el caso de Spencer, una actriz talentosa y de gran simpatía a la que suelen encomendarle papeles un tanto caricaturescos.

En ese marco de excelentes personajes y mejores actuaciones, se hace más evidente lo que puede considerarse la mayor falencia del film, justo en el aspecto que debería ser su eje: el “monstruo”. La criatura, interpretada por Doug Jones, que en los films de Hellboy había interpretado el papel de Abe Sapien –un personaje anfibio muy similar (¿tal vez el mismo después de unas décadas?)–, es una variación del escamoso ser de El monstruo de la laguna negra (Jack Arnold, 1954) y resulta singularmente chata y opaca. Nunca se entiende mucho cuál es el atractivo que le encuentra Eliza, ni llegamos a saber nada sobre su pasado o sus intenciones, de modo que parece, más que nada, una excusa fantástica para desarrollar en torno a ella una trama de corte más realista. Esa relativa nulidad del personaje llama, además, la atención en un director tan enamorado de los géneros de horror y fantasía, así como de los personajes a la vez sobrehumanos y muy humanos.

No es un detalle menor, porque el ser anfibio tiene uno de los dos roles centrales en lo que, más que nada, es una historia de amor con elementos fantásticos, y su escaso peso determina que, aun cuando se trata de una película muy bella, La forma del agua termine dejando cierto regusto a incompleta y excesivamente simplificada. Por eso, más allá de su significación coyuntural y de los premios que pueda seguir ganando, es probable que no pase de ser una obra menor en la filmografía de Del Toro. Un trabajo logrado pero sin la potencia latente de algunas de sus películas anteriores, como Hellboy II y Titanes del Pacífico, que se presentaban como mero entretenimiento pero se revelaban como mucho más, un efecto en cierta forma opuesto al que produce La forma del agua.